Led Zeppelin y la educación sentimental de una generación que creció en dictadura

A 50 años del lanzamiento del primer disco de Led Zeppelin, presentamos un anticipo del nuevo libro de Luis Sagasti que aborda la historia de una de las bandas de rock más importantes de la historia: "Por qué escuchamos a Led Zeppelin" (Gourmet Musical Ediciones) en pocos días estará en las librerías.

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Por Luis Sagasti.

Los Led Zeppelin en la presentación de “Celebration day” (AP)
Los Led Zeppelin en la presentación de “Celebration day” (AP)

A los trece años había ido con mi primo Ignacio a ver "La canción es la misma" ["The Song Remains the Same"] a la trasnoche. Hasta donde recuerde, era la primera película de rock que había llegado a Bahía Blanca.

La música de Led Zeppelin no era algo que sonara a menudo, más bien no se oía en ninguna parte. Quiero decir que su acto de escucha era en el modo de una ceremonia: a puertas cerradas, siempre. Esa clase de música no aparecía en las radios (acaso en programas nocturnos de Buenos Aires que a Bahía Blanca no llegaban), no constituían cortinas de ninguna serie o programa de televisión, tampoco publicidad; las películas la ignoraban en su ambientación sonora.

Las formas de su transmisión eran de boca en boca. Y hoy el ritual de puertas cerradas bien puede compararse con el de escuchar una radionovela en los años cincuenta: seguir una trama, una historia, a partir del sonido puro, es decir sin imágenes.

A la manera de un rayo, primero la luz, luego el sonido. Había visto en un kiosco que la revista Expreso Imaginario los había puesto en tapa, o al menos su nombre figuraba impreso. No recuerdo haber leído ningún reportaje, ninguna nota sobre ellos, pero el nombre me sonaba familiar y, claro, potentísimo, cuando mi primo me invitó entusiasmado a ver la película. En el colegio, en algún recreo, alguien habrá dicho algo alguna vez, se me ocurre pensar ahora.

Por qué escuchamos a Led Zeppelin
Por qué escuchamos a Led Zeppelin

Aunque nada supiéramos de la banda, al cine fuimos porque ver un concierto de rock en una pantalla, en dictadura (estábamos en 1978), es un mandato etario. Por una vez que había misa nadie quiso jugarla de ateo; las imágenes que tengo son la de una sala repleta y expectante, también recuerdo que alguien había llevado un grabador para pescar lo que se pudiera por aire directo. No puedo olvidar que a la salida hice gala de una ignorancia que ya ni siquiera me avergüenza; creo que dije algo así como que el cantante le arruinaba las canciones al grupo y que, previsiblemente, nada más me había gustado el solo del baterista John Bonham en "Moby Dick" (lo que es natural para oídos bisoños, pura fuerza, canción muscular; cero compromiso perceptivo).

Pero la sensación que sentí no fue de desagrado sino la de haber estado en presencia de lo que es primero, lo fundante. Lo que no tiene padres. Pienso ahora en la suerte de Adán, ya de grande con el mundo poblado. ¿Cómo lo miraría la gente? Horror y maravilla en abrazo compacto. ¿Se cubriría la panza Adán, ocultando la falta de ombligo? (del otro freak bíblico nada sabemos: en sus tres días de muerto nunca supimos si Lázaro había estado en el cielo o en el infierno).

Así Zeppelin esa noche de vuelta en casa, un hombre sin ombligo, perfume de ambigüedad (la masculinidad de Robert Plant era, por cierto, para los parámetros con los que crecíamos, un tanto desconcertante), una guitarra a la que costaba seguirle el hilo más allá del riff. Led Zeppelin no es un grupo esencialmente cantabile. Ciertamente no nací de nuevo ahí a nada, y tampoco supe decirme en qué lugar del más allá podría sonar esa música.

Robert Plant
Robert Plant

La película había llegado de Buenos Aires y la volvieron a dar cuando me encontraba en el último año del secundario. Para ese entonces ya me sabía de memoria todos los temas, tenía una foto en colores de Jimmy Page en la carpeta, creía que "No Quarter" quería decir "Sin un cobre" y me había convertido en el más virtuoso de los guitarristas de aire.

El desarrollo de la obra de Zeppelin es absolutamente veloz. A diferencia de otras bandas, como Pink Floyd, no parece habitar en la urgente biografía del grupo ninguna clase de prehistoria por más diferencias que se perciban entre el primer disco (pese a lo brutal del debut hay una atmósfera de los sesenta allí) y el cuarto.

Con el intermezzo de "Meddle", una transición que sin embargo no hacía suponer lo que vendría, Pink Floyd alcanza los bordes de su identidad definitiva a partir de "The Dark Side of the Moon". En Led Zeppelin, y qué duda cabe que su cuarto disco constituye la nave insignia de su flota, no existe tal cosa aunque el sonido de sus dos primeros trabajos suene menos compacto, menos carnoso. No hay un balbuceo inicial, una búsqueda estética. Page, ya desde The Yardbirds, tiene muy en claro el asunto. Se ve, sí, que la producción presenta cada vez más pliegues, que el sonido es más pulposo e intenso, pero el camino ya se encuentra trazado.

Luis Sagasti
Luis Sagasti

Hay una marca que aparece de entrada nomás: las canciones de Zeppelin se abren, se quiebran a golpe de riff y dan lugar a secuencias insospechadas, luego todo vuelve a cerrarse. En el primer disco esta estructura discursiva se constata en "How Many More Times". Un riff que no por elemental deja de ser demoledor abre las puertas a una secuencia donde se mezclan esbozos de temas preexistentes (algo de "Howlin' Wolf", de Albert King, un fragmento del "Bolero" de Jeff Beck) y pequeñas piezas que Page tenía en carpeta.

El mismo procedimiento pero con una impronta más psicodélica y con más énfasis en lo percusivo y en la experimentación tímbrica se escucha en "Whole Lotta Love". Allí aparece un theremín, que al principio parece parafrasear el kyrie del "Réquiem" de György Ligeti, y sugerentes gemidos de Plant (cuesta imaginarlos de orgásmicos, como muchas veces se sugiere, salvo para la escena del ritual del film "El bebé de Rosemary" ["Rosemary's Baby"], película estrenada el año anterior). En vivo el tema, luego del theremin, daba paso a un popurrí de clásicos del rock de los cincuenta hasta regresar al riff inicial y concluir con una potencia de búfalo.

En las comedias musicales de los años treinta se abría un paréntesis en medio de la trama. De pronto y sin aviso un personaje comenzaba a cantar o a bailar y nadie allí parecía sorprenderse, sino que, muchas veces, el resto de ellos se integraba a la coreografía con una alegría de desborde. Luego, todo volvía a su cauce. El éxito de este tipo de películas se sostenía porque, entre otras cosas, replicaba la decisión de los ciudadanos de a pie de ver comedias en medio de la crisis. Precisamente, ir al cine constituía un paréntesis lúdico que se abría en medio de la desolación. Respiración artificial, pero respiración al fin.

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