
Rodolfo Amolio habla de la radio como quien habla de una casa a la que siempre vuelve. No como nostalgia, sino como hábito. A los 79 años, con una vida profesional ligada a la informática y a la docencia, sostiene desde hace más de dos décadas una militancia silenciosa: mantener vivo el radioteatro argentino cuando casi todos lo dieron por terminado.
El suyo no es un rescate arqueológico. Es un trabajo en presente. Desde 1999 coordina talleres, dirige elencos y produce radioteatros que hoy se emiten semanalmente en una docena de radios distribuidas de Formosa a Neuquén.
Los actores no son profesionales. En su mayoría son alumnos que nunca antes pisaron un estudio. Amolio insiste en ese punto como una definición política y pedagógica. El radioteatro no es una vitrina sino una escuela.
Su pasado como primera escuela
En la Buenos Aires de fines de los cincuenta, la radio era un centro de gravedad. Ordenaba los horarios, marcaba rutinas, reunía a la familia alrededor de una voz. Radio El Mundo, en Maipú 555, era una fábrica de sonidos y prestigio.
Por sus pasillos circulaban actores, músicos, libretistas, operadores. Afuera, el centro hervía de tranvías, oficinas públicas, cafés con mozos de chaqueta blanca. Adentro, el silencio tenía reglas y el aire estaba cargado de concentración.

Rodolfo Amolio llegaba desde Floresta. Vivía en la esquina de Dolores y Directorio. Iba con su amigo Aníbal Tignanelli, hijo de Odilio, jefe de operadores de la emisora. Iban de pantalón corto. Cruzaban la ciudad para buscar al padre y terminaban entrando a la radio como si fuera su casa.
“Entrábamos como pancho por su casa, nos conocían todos”, recuerda. Desde la cabina de transmisión veía el corazón del sistema. Ahí se gestionaba todo. El tiempo, las entradas, los silencios, los efectos. El milagro de la radio, dice, se entendía desde ese lugar técnico, invisible para el oyente.

A veces se escapaba a los estudios. Se sentaba en el piso del Estudio D. Escuchaba. Miraba. Los Pérez García salían al aire y el mundo cotidiano se convertía en ficción. Una familia de clase media resolviendo problemas domésticos, de lunes a viernes, primero al mediodía y después en el horario nocturno. El programa abría con un teléfono que sonaba y una frase que quedó en la memoria colectiva: “Sí amigos, esta es la casa de los Pérez García”.
El reloj marcaba una secuencia precisa. Antes había pasado el humor de ¡Qué pareja!, el tango en vivo del Glostora Tango Club, los programas musicales. A las 20.45 se cerraban los ciclos diarios y comenzaban los semanales. La grilla era una coreografía.

“Estábamos ahí con Sandrini, con Niní Marshall, con Amalia Sánchez Ariño”, enumera Amolio. Los nombres no aparecen como mitos, sino como presencias físicas. Gente que caminaba por los pasillos, que entraba y salía de los estudios.
Amalia Sánchez Ariño se cruzaba con los chicos y los llamaba.
—Rapaces, venid acá.
Metía la mano en el bolsillo y les daba caramelos. Para Rodolfo era la imagen de la abuela perfecta. Años después entendería que estaba frente a una de las grandes actrices del cine y el teatro argentino, protagonista de la época de oro, figura central del radioteatro y del escenario.
Ese mundo no tenía imágenes. Todo era mental. La escena se armaba en la cabeza del oyente. La voz lo era todo. La música, los pasos, un portazo, el timbre del teléfono. Cada sonido tenía una función narrativa.
“Eso me formó”, dice. No como actor, sino como oyente privilegiado. Como testigo del detrás de escena. Aprendió cómo se preparaba todo para que alguien, del otro lado, navegara ese mundo de ideas.
Décadas más tarde, cuando el teatro leído le resultó insuficiente, esa memoria volvió sola. Ese aprendizaje temprano terminó siendo el cimiento de todo lo que vino después.
Un año antes del nuevo milenio y una propuesta tentadora
Era 1999. Argentina atravesaba una transición silenciosa. El país todavía no había estallado, pero algo crujía. El 1 a 1 dólar peso seguía en pie, las privatizaciones ya eran paisaje y la palabra “jubilación” empezaba a sonar más a cierre que a descanso. Internet existía, pero era lenta, doméstica, intermitente. Se conectaba por teléfono. Sonaba el módem. El correo electrónico era una novedad funcional, no un espacio de sociabilidad. Lo digital todavía no había colonizado la vida cotidiana.

En ese contexto, Rodolfo Amolio ya había cerrado una etapa. “Soy jubilado como analista de sistemas”, dice, como si necesitara ubicar al interlocutor. Venía de una carrera técnica, rigurosa, estructurada. Entre otras cosas, había fundado el Colegio Argentino de Informática. Sistemas, programación, formación profesional. Ese era su mundo.
El cruce llegó por fuera de cualquier planificación. En una escuela del Gobierno de la Ciudad, sobre la calle Cabildo, su esposa era coordinadora. Una de las profesoras del taller literario era amiga de ambos. Un día lo llamó.
—Mirá, estoy en un aprieto. Me metí con mis alumnos a ver quién quería hacer teatro leído, se anotaron como veinte y no sé qué hacer. ¿Podés venir a darme una mano?”
Rodolfo fue. Escuchó el problema. Hizo un cálculo rápido.
—Lo único que se puede hacer con mujeres que se me ocurre en este momento es La casa de Bernarda Alba. Dame doce mujeres, me las llevo una hora y vemos qué pasa.
El ensayo funcionó. El grupo respondió. Pero algo no terminaba de cerrar. “El teatro leído es muy aburrido”, dice hoy, sin atenuantes. “Muy aburrido.”
Ahí apareció la grieta por donde entró todo lo demás. No fue una reflexión académica. Fue un recuerdo. La infancia. La radio. Las voces sin cuerpo. La escena armándose en la cabeza. “¿Qué pasa si lo mando a radioteatro en vez de teatro leído?”, pensó.

La idea resolvía el tedio, pero abría un territorio completamente nuevo. Había que construir un lenguaje. Preparar cortinas musicales. Diseñar efectos de sonido. Entender los tiempos. No había experiencia previa. Nadie sabía cómo hacerlo.
“Yo trabajaba de memoria”, dice. Y lo dice en sentido literal.
Los efectos especiales se grababan en casete, uno atrás del otro, en forma secuencial. No había edición digital. No había capas. “Había que poner el casete en punta y que no se corriera. Entraba uno, después el de atrás, después el de atrás.”
Era la última etapa de lo analógico. Internet estaba en pañales. Para alguien formado en sistemas, el contraste era evidente. “Enganché justo el momento de transición. Después, cuando vino el CD, era coser y cantar. Pero antes sabíamos muy bien lo que hacíamos.”
Ese primer radioteatro no fue un experimento aislado. Fue el inicio de una práctica sostenida. Empezó con esa obra y no se detuvo más.
Con el tiempo, la pregunta se volvió recurrente. “¿Pero el radioteatro existe todavía?”, le decían. Y él respondía siempre igual: “Escuchame, los muertos que vos matáis gozan de buena salud.”
El siguiente paso fue casi administrativo. También técnico. Y profundamente político en términos culturales. Se cansó de explicar. Se sentó frente a la computadora y empezó a escribir correos. Uno por uno. Mandó casi 400 mails a radios de todo el país. Ofrecía algo simple: radioteatro gratuito para emitir. Sin contratos. Sin condiciones.
Algunos respondieron. Se prendieron. Hoy son doce radios, distribuidas en distintas provincias, que todas las semanas emiten radioteatro producido por sus elencos. No hay actores profesionales. Son alumnos. Voces nuevas. Gente que nunca había pasado por un estudio.
Así empezó la historia radioteatral. En la Buenos Aires de fines de los noventa. En un país que todavía no había tocado fondo. En el cruce entre una formación técnica, una memoria sonora y una pregunta simple que abrió un camino inesperado.
La metodología y la interpretación sin imagen
La metodología de trabajo parte de una premisa tan simple como exigente. El alumno va a hacer teatro, pero despojado de casi todo lo que tradicionalmente define a la escena. No hay cuerpos en movimiento, no hay gestualidad, no hay desplazamientos ni silencios que amortigüen la falta de experiencia. La voz queda sola, expuesta, obligada a sostenerlo todo.

—Vos vas a hacer teatro, pero lo único que vas a poder hacer es hablar.
Ahí comienza el verdadero aprendizaje. Cada alumno tiene que entender que no está contando una historia propia, sino encarnando con la voz un texto que alguien escribió. La interpretación no se apoya en el gesto ni en la mirada, sino en la respiración, el ritmo y la intención. El desafío es lograr que el oyente vea sin ver.
El segundo movimiento llega cuando el proceso técnico se completa. Grabación, escucha, correcciones, edición final. Recién entonces Rodolfo introduce un dato que cambia por completo la percepción del trabajo.
—La tercera semana del mes que viene salen por todas las radios del país.
La reacción es casi siempre la misma. La incredulidad primero, el asombro después. La pregunta aparece de inmediato.
—¿Cómo que voy a salir por radio?
—Sí —responde él—. Vas a salir por radio.
A partir de ese momento, la experiencia deja de ser individual. La noticia se desparrama. Amigos, familiares, conocidos, todos son convocados a escuchar. El alumno se descubre actor radial. Y con esa revelación llega un entusiasmo difícil de contener.

—Después los tenés que manejar. Se suben al caballo y no los bajás ni a hondazos.
El que al comienzo tenía miedo de acercarse al micrófono, después no lo suelta. La transformación es visible. Algunos alumnos llevan dos décadas en el taller y no tienen ninguna intención de irse. Cada vez que Rodolfo anuncia que esa fue la última clase, la respuesta se repite como un ritual.
—Bueno, ¿qué día largamos el año que viene?
La escuela funciona así, como una segunda casa. No como un espacio de paso, sino como una pertenencia sostenida en el tiempo.
La elección de las obras responde a criterios muy concretos. El primero es material: la disponibilidad de voces. La mayoría de los elencos están formados por mujeres. Ocho mujeres y dos hombres suele ser la proporción habitual. Rodolfo no lo plantea como una consigna, sino como una constatación.
—El hombre es más reacio, tiene miedo al ridículo. La mujer se lanza.
Lo que sigue es el texto. La radio entra a las casas sin pedir permiso y nunca se sabe quién está del otro lado. Puede ser una cocina, un comedor, una habitación con la ventana abierta. Por eso, ciertas palabras obligan a una lectura atenta y, en algunos casos, a una adaptación cuidadosa.
Rodolfo suele explicarlo con un ejemplo concreto: “La obra Papá querido, de Aída Bortnik, empieza con una frase muy fuerte. La primera línea es: viejo de mierda.” En una sala, esa frase cae sobre un público que eligió estar ahí, que compró una entrada y aceptó un pacto. En la radio, en cambio, la frase irrumpe sin aviso.

—Entra en una casa donde no sabés quién está escuchando. Puede haber chicos, puede haber gente grande, puede haber alguien que no pidió escuchar eso.
Aclara enseguida que el problema no es la palabra en sí: “La palabra mierda hoy no inquieta a nadie. Eso ya lo explicó Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua, en Rosario. “Hay otra palabra que quiero apuntar que creo que es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra mierda. También es irremplazable. Y el secreto de la contextura física está en la R. Anoten las docentes, en la R. Es mucho más débil cómo lo dicen los cubanos, mielda. Suena a chino. Y no solo eso, yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la Revolución Cubana: la falta de posibilidad expresiva”.
Rodolfo retoma ese ejemplo para dejar en claro su posición. No reniega del lenguaje ni de su potencia. Tampoco propone censura.
—No se trata de suavizar una obra. Se trata de entender el medio.
Para él, la radio impone otras reglas. Hay palabras que funcionan en escena y no funcionan igual cuando atraviesan el aire y se meten en una casa.
El repertorio privilegia la comedia, sin abandonar textos de fuerte carga dramática. La decisión no es casual.
—La gente quiere reírse. El drama ya está en la puerta de calle.
Ese criterio dialoga con el público que escucha. Una franja etaria que creció con el radioteatro clásico, cuando la familia se reunía alrededor del aparato y la imaginación hacía el resto. Por eso, cuando es posible, el radioteatro sale del estudio.
Actúan a beneficio, en bibliotecas populares, en instituciones culturales y en geriátricos. Llevan el radioteatro en vivo a personas que lo escucharon durante toda su vida, pero que nunca lo vieron hacerse.
—Ellos vivieron la época de oro. No te imaginás la cara de alegría cuando vamos.
El proyecto no tiene fines comerciales. Las obras se distribuyen sin costo a las radios de todo el país. El acuerdo es simple: una vez por mes, una obra extensa, un llamado ‘tanque’, de noventa minutos. Todas las radios aceptan. Así se sostiene la red federal de radioteatro.

El material también se dona, especialmente a bibliotecas de ciegos. La lógica es coherente con la concepción del género. Para Rodolfo, la radio y el libro son los dos lenguajes que todavía obligan a imaginar. No entregan imágenes cerradas. No resuelven por el oyente.
Cuando aparece la comparación con el podcast, no hay nostalgia ni resistencia. Hay una diferencia estructural. El radioteatro clásico era diario, en vivo, pensado para una sociedad organizada alrededor de horarios fijos y una vida doméstica distinta. Eso hoy no existe.
—Si se homogeneizan los tiempos, el radioteatro puede emitirse en cualquier plataforma. Pero no es lo mismo.
Por eso el formato cambia. Obras unitarias, de 55 minutos, autoconclusivas, que circulan por radios barriales, FM, redes provinciales y también espacios digitales. El radioteatro no vuelve: se adapta.
A los 79, Rodolfo sigue editando obras, armando paquetes de envío para las radios y leyendo textos para los ciclos futuros. Se toma unos días en Tandil con su mujer y la perra. No lleva computadora. No quiere pantallas. Pero antes deja todo listo.La inscripción para el ciclo siguiente se abre a fines de diciembre. Hay pocas vacantes. Nadie se va.
El radioteatro, en su caso, no es un regreso. Es una continuidad. Un trabajo sostenido que encontró nuevas formas para seguir haciendo lo mismo: contar historias con la voz y dejar que el oyente haga el resto.
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