
El teléfono móvil se ha vuelto un elemento indispensable en el día a día de una persona. Como alarma para levantarnos, como fuente de entretenimiento cuando nos aburrimos o como enciclopedia global cuando queremos buscar algo. No obstante, existe una línea muy delgada entre emplear el móvil para facilitar ciertas tareas y tener la necesidad de usarlo continuamente.
El pasado martes, el secretario de Estado de Juventud e Infancia, Rubén Pérez, mantuvo una reunión con la jefa de Seguridad de Meta, Antigone Davis, para trasladarle la “preocupación” de su departamento “por el impacto de los algoritmos y los patrones adictivos en la salud mental de niños, niñas y adolescentes”. A su vez, el jueves, el Ministerio para la Transformación Digital anunció que tiene previsto bloquear el acceso a las redes sociales a menores de 16 años. Una ley que emularía la del gobierno australiano y que pretende hacerse efectiva en 2026, con el visto bueno de la Unión Europea.
El problema radica en una nueva ‘droga’ que se ha hecho prácticamente invisible: notificaciones constantes, gratificación instantánea de las redes (me gusta y comentarios) y aplicaciones que exigen continuidad diaria. “Cada semana llegan a la consulta adolescentes que no pueden dejar el móvil”, reconocen Alejandro Espinosa y Javier López, psicólogos especialistas en adicciones de Ahora Psicoterapia, en conversación con Infobae España.
“Los algoritmos dicen al menor: ‘Te veo, te entiendo, sé lo que te gusta’”
Estos jóvenes, enganchados a la pantalla, dan el paso de admitir un problema cada vez más creciente en nuestra sociedad. “No es una cuestión de voluntad. Las redes sociales aprovechan las debilidades humanas profundas”, advierten. “Nos encontramos con jóvenes totalmente absorbidos, que experimentan ansiedad si no pueden conectarse y que reconocen sentirse incapaces de controlar el impulso de volver a la red”, resumen los dos especialistas.
Además, coinciden en que el motor de esta adicción no es casual, sino estructural, procedente de algoritmos que “generan un refuerzo muy similar al de las tragaperras”. No obstante, a diferencia de la adicción al juego, “aquí el sistema está diseñado para ti”. “El mensaje es: ‘Te entiendo, te veo, sé lo que te gusta’”, dicen. Y esa valoración es “extremadamente adictiva”.
Este mecanismo se multiplica durante la adolescencia, una etapa marcada por la búsqueda de identidad, pertenencia y la “sensación de ser comprendido”. A ese refuerzo se suma otro factor decisivo: el FOMO. “La sensación de estar perdiéndose cosas es uno de los mayores motores adictivos”, explican.

Señales de alarma: cuando la adicción ya está instalada
Los psicólogos diferencian entre señales externas (las que ven los padres o profesores) y señales que solo puede percibir el menor. Entre los cambios que ven a diario durante su ejercicio profesional destacan: cambios bruscos de humor, pérdida de interés en actividades que antes disfrutaban, explosiones de ira sin límite o insomnio, vamping (trasnochar con el móvil) y dificultades académicas.
Pero hay señales más reveladoras y menos conocidas. “Cuando un adolescente se aburre mientras usa la red social, significa que ya ha desarrollado tolerancia. Es decir, necesita más estímulo para obtener el mismo efecto”, señalan. Los dos expertos alertan de que las redes no solo alteran la conducta, sino los circuitos dopaminérgicos del cerebro. “El cerebro se acostumbra a estos estímulos que son como azúcar puro y deja de recibir los normales del día”. El impacto se observa en funciones del desarrollo como la memoria, la atención, la planificación o el propio control de los impulsos.
“Es como dar muletas a un niño que empieza a andar: las piernas no se desarrollan y se atrofian. En este caso, las redes sociales actúan como muletas emocionales que impiden aprender a gestionar internamente la tristeza, la soledad o el aburrimiento”, explican Espinos y López.

La vida offline “ya no tiene atractivo” para algunos adolescentes
El punto crítico para ambos comenzó en la pandemia, cuando empezaron a detectar una evolución acelerada del problema. “La consulta se ha llenado de jóvenes cuya vida offline ha perdido interés. Algunos solo socializan a través de una pantalla, y eso es devastador para su desarrollo emocional”.
Y es que cada vez hay más casos donde la adicción digital se convierte en depresión, aislamiento social y deterioro de la autoestima. “Muchos adolescentes siente que no son suficientes porque no reciben los mismos ‘likes’ que otros”, aunque sepan que las redes no son un reflejo de la realidad, que “esas imágenes están retocadas”, pero la comparación es constante.
“Confiar en la autorregulación no es realista”
En la consulta, y fuera de ella, Espinosa y López coinciden plenamente con la posición política. “No es realista delegar la protección infantil en la autorregulación de las plataformas. Hay intereses económicos demasiado fuertes”, sostienen.
Por ello, reclaman cambios en los algoritmos, que sean más auditables, perfiles infantiles sin notificaciones ni scroll infinito, límites de tiempo integrados, frenos activos a la impulsividad, herramientas de control parental y verificación efectiva de la edad. “Las leyes llegan cuando el problema ya es evidente. La tecnología se lanza sin estudios de impacto previos. Siempre vamos varios pasos por detrás”, lamentan.

Salir de la adicción: “Humanizar la tecnología, no demonizarla”
Pero aunque la vida sin móvil no se entienda cuando uno está enganchado, es posible salir, y para ello es imprescindible la familia. “El error es pensar que esto es solo un problema de adolescentes. Si toda la familia está enganchada, el mensaje pierde fuerza”, advierten.
En este sentido, ambos psicólogos proponen establecer espacios libres de pantallas como la hora de comer, los dormitorios o las actividades compartidas. “Cuando los padres ponen límites, lejos de romper la relación, el adolescente siente que alguien lo está cuidando”, afirman. No obstante, resulta esencial ofrecer algo con lo que reemplazar el tiempo. “Si quitas el móvil sin ofrecer algo con sentido, el vacío es insoportable”, reconocen.
Para los dos psicólogos, la solución requiere una alianza entre familia, colegio, profesionales sanitarios y la industria tecnológica. “Si las plataformas siguen diseñadas para enganchar, ni la educación ni la terapia bastarán por sí solas”, concluyen Espinosa y López. Pero, “si les damos herramientas, pueden convivir con la tecnología, sin convertirse en sus esclavos”.
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