Alan Ramírez Rodríguez: “El clima emocional del docente es el primer currículo invisible que llega al aula”

Ticmas conversó con el Doctor en Pedagogía que se especializa en la formación de profesionales en el ámbito educativo y organizacional, donde la gestión de las emociones es clave, como lo indica su último libro “Monstruos bajo la cama”

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Alan Ramírez Rodríguez
Alan Ramírez Rodríguez

Alan Ramírez Rodríguez nació en la Ciudad de México y “siempre ha creído que las letras son el camino más corto para llegar a expresar todo aquello de lo que vive en su mente.” Esta idea es un motor que lo lleva a reflexionar sobre la pasión por la educación en las aulas y en las organizaciones.

El Doctor en Pedagogía, que recientemente brindó un webinar para la solución integral Ticmas sobre “Educación con sentido: Liderazgo y gestión emocional para colegios” publicó un libro pensado para jóvenes y adultos que busca romper con el tabú de hablar de las emociones.

¿Quienes o qué son los monstruos bajo la cama que nos acompañan desde pequeños hasta nuestra adultez? ¿Cómo los enfrentamos, abrazamos o resignificamos? ¿Cómo enseñamos a partir de los monstruos propios o ajenos? Alan Ramírez Rodriguez ofrece una mirada pedagógica y lúdica para pensar en los miedos y entender la humanidad que nos atraviesa a lo largo de la vida.

— Empecemos por un principio ¿De qué hablamos cuando hablamos de emociones? ¿Qué es la consciencia emocional y qué debemos entender por responsabilidad afectiva?

— Cuando hablamos de emociones, no hablamos de algo “bueno” o “malo”, sino de algo profundamente humano. Una emoción es, ante todo, una respuesta natural y necesaria frente al contexto en el que vivimos. Es tan breve como intensa: aparece, sacude el cuerpo y se transforma. Porque el cuerpo siempre habla antes que las palabras. Las emociones cumplen funciones esenciales: nos permiten adaptarnos, movilizarnos y anticipar el comportamiento de los demás. Por eso son una brújula evolutiva, un mecanismo que nos prepara para sobrevivir y vincularnos. La conciencia emocional surge cuando soy capaz de reconocer qué estoy sintiendo, cómo lo siento, por qué apareció esa emoción y cuál es su propósito en mi vida. Esa pequeña pausa de conciencia abre la puerta a la regulación: nombrar lo que siento me permite gestionarlo en lugar de ser arrastrado por ello. Como dice [Rafael] Bisquerra “sentir no es elegir, pero gestionar sí lo es”.

Por eso también es fundamental entender la responsabilidad afectiva. No puedo responsabilizar a otro de lo que siento ni de cómo actúo frente a lo que siento. Mis emociones son mías: yo las nombro, yo las gestiono y yo decido qué hacer con ellas. Aquí radica una verdad clave: en las emociones no reaccionamos, accionamos; la reacción es instintiva, la acción es consciente. Y todo esto ocurre tan rápido porque las emociones nacen en el sistema límbico, un circuito cerebral que opera a una velocidad que antecede al pensamiento. Es por eso por lo que las emociones “nos agarran desprevenidos”: el cuerpo siente antes de que la mente entienda, como explica [Joseph] LeDoux. En resumen: hablar de emociones es hablar de humanidad, de nuestro diseño biológico y de nuestra capacidad de elegir cómo queremos vivir lo que sentimos.

"Los monstruos bajo la cama",
"Los monstruos bajo la cama", el libro de Alan Ramírez Rodríguez

—¿Por qué es importante la mirada pedagógica al hablar de las emociones; en especial cuando pensamos en el terreno de la educación formal?

— El aprendizaje no nace en la memoria, sino en la emoción. Todo proceso educativo parte de la dimensión afectiva: un alumno aprende mejor cuando se siente visto, acompañado y valorado. Por eso siempre decimos que maestros felices forman alumnos felices, porque el clima emocional del docente es el primer currículo invisible que llega al aula. Además, los estudiantes no recuerdan cada actividad o cada tema que enseñamos; recuerdan quiénes éramos frente a ellos y cómo los hicimos sentir. La huella afectiva es mucho más profunda que cualquier contenido académico.

Hoy, prácticamente todos los marcos educativos coinciden en que las personas más exitosas no son las que acumulan más conocimientos, sino aquellas que saben gestionar lo que sienten, que tienen habilidades socioemocionales desarrolladas y que pueden establecer relaciones humanas saludables. La inteligencia emocional, como afirma Goleman, es uno de los mayores predictores de bienestar, liderazgo y adaptación. Cuando hablamos de educación, hablamos también de competencias: lo cognitivo o conceptual (lo que sé), lo procedimental (lo que sé hacer), y lo actitudinal (la manera en que me posiciono ante la vida). Y de estas tres, la actitudinal es la más decisiva. El conocimiento se adquiere y la habilidad se practica, pero la motivación para querer hacer o no hacer algo depende del mundo emocional. Un docente del siglo XXI necesita integrar tres fundamentos: una sólida formación disciplinar, un dominio de lo pedagógico y, de manera imprescindible, un trabajo profundo de su propia dimensión socioemocional. Porque educar no es solo enseñar: es acompañar, sostener y transformar.

— Parece una pregunta obvia, pero tal vez la respuesta no lo es ¿Las emociones se educan?

—Se educan a través del ejemplo cotidiano, de la práctica constante y del modo en que los adultos encarnan aquello que desean compartir. Un niño aprende más de lo que ve que de lo que escucha. Si un padre, ante el enojo, responde con agresividad, el niño interioriza que esa es la forma legítima de resolver la tensión. Pero si ese mismo padre desarrolla una conciencia emocional, si se detiene a reconocer qué siente, cómo lo siente, por qué aparece esa emoción y cuál es la mejor forma de actuar, entonces el niño aprende algo distinto: que sentir no es peligroso y que expresar no es sinónimo de lastimar.

A nivel cultural, hemos cargado las emociones de prejuicios que han hecho mucho daño. A los hombres se les enseñó que expresar lo que sienten los vuelve débiles, que llorar es fallar en su identidad masculina. Y a las mujeres, que el silencio y la complacencia son virtudes. Son mandatos que fracturan, que censuran la humanidad y que perpetúan heridas. Estos patrones deben romperse porque una emoción no expresada no desaparece: se transforma en síntoma, en tensión, en distancia o en dolor. Las emociones se deben expresar porque la expresión es el camino hacia la regulación y la salud mental. Educar las emociones no es domesticar lo que sentimos, sino aprender a sentir con responsabilidad, con conciencia y con libertad. Y eso solo puede nacer de una cultura que legitime la vulnerabilidad como parte esencial de la vida humana.

¿Cómo debe prepararse alguien para trabajar con las emociones de los demás? Pienso en el contexto de un líder educativo trabajando con docentes, o profesores trabajando con alumnos

— Para trabajar con las emociones de los demás, el primer paso, y el más esencial, es trabajar en uno mismo. No puedo acompañar en otro territorio emocional que yo mismo no he transitado. La educación emocional es, ante todo, un acto de honestidad personal. También es importante recordar que el trabajo socioemocional no es un trámite ni un curso con fecha de término: es un proceso de toda la vida.

Cuando un líder trabaja sus propias emociones, puede transformarse en un verdadero sostén para los demás. Se convierte en alguien capaz de escuchar sin juzgar, de acompañar sin invadir y de orientar sin imponer. Desde ahí puede ofrecer apoyo afectivo, contención socioemocional y un espacio seguro para que otros desplieguen sus habilidades más profundas. Un líder emocionalmente presente no solo administra tareas: administra humanidad. Y en esa humanidad, cada vínculo se vuelve una oportunidad para crecer, para reparar y para transformar.

— ¿Cómo fue tu experiencia de escribir “Los monstruos bajo la cama” (Grupo Ígneo)? ¿Cuáles fueron los disparadores que te llevaron a pensar en cada una de las emociones que desarrollas en cada capítulo?

— Fue una experiencia de descubrimiento y de sanación. Fue, en muchos sentidos, la primera vez que me permití poner en palabras emociones que había guardado desde la infancia. Siempre fui una persona con trastorno de ansiedad, pero nunca me atreví a decirlo. El libro nació precisamente de esa herida. Pensé en todas las personas que vivían lo mismo que yo: ansiedad, depresión, duelos silenciosos, tormentas que nadie ve. Personas que caminan con el corazón acelerado, con la mente a punto de estallar, pero que siguen adelante sin decir una palabra. No quería que se sintieran solas, como muchas veces yo me sentí. No quería que siguiera existiendo esa cultura del silencio que lastima más que cualquier emoción.

Los cuentos surgieron como una manera de generar conciencia emocional, de ofrecer un espejo en el que otros pudieran mirarse sin vergüenza. Cada historia fue pensada para que el lector se reconociera, para que pudiera entender que sentir no es un error, sino un lenguaje profundo del cuerpo y de la mente. También quise que el libro fuera un refugio visual. Trabajé junto a la diseñadora gráfica Dulce Liliana Temores Alcántara, mi esposa, que cabe mencionar que es una profesional excepcional. Bajo su dirección logramos construir un diseño que acompañara, que abrazara, que permitiera que la lectura fuera también una experiencia estética. El libro fue, además, mi propia forma de salir del clóset emocional. Y me ha recordado que nombrar a los monstruos no los agranda: los convierte en maestros.

¿Cuál fue la emoción más compleja a la hora de ponerla en palabras en el libro? ¿Por qué?

— Curiosamente, no hubo emociones que me costara trabajo expresar en el libro. Lo que sí me desafió fue un concepto, uno que atraviesa silenciosamente varios de los cuentos, pero que alcanza su mayor intensidad en la historia de Ezequiel: la soledad. La soledad fue compleja no porque fuera ajena, sino porque es profunda. Es un territorio emocional que todos habitamos, pero que pocos nos atrevemos a mirar de frente. Para muchos, la soledad es sinónimo de abandono; sin embargo, el abandono solo tiene sentido en dos etapas de la vida: la infancia y la vejez, cuando realmente dependemos de otro para sobrevivir. En el resto de los momentos —juventud y adultez— la soledad no es ausencia: es elección, es espejo, es responsabilidad.

A diferencia del aislamiento, que lastima, la soledad consciente puede ser un acto profundamente transformador. Como afirma Fromm “solo en la soledad el ser humano se descubre a sí mismo.” Tal vez por eso fue el concepto más desafiante: porque me obligó a confrontar mis propios vacíos, mis silencios, mis habitaciones internas.

— ¿Con qué capítulo te sentís más identificado?

— El cuento con el que me siento más identificado es “El portal de los muertos”. Ese texto toca una fibra muy íntima porque habla del amor de un padre hacia su hijo, un amor que a veces es tan grande que se vuelve torpe, intenso, desbordado. Un amor que protege, pero que también, sin querer, invade. Es un amor que no siempre sabemos expresar, pero que siempre está ahí, latiendo.

En ese relato se refleja mi propia historia. Quise plasmar, de manera simbólica, la vivencia que tuvo mi hijo Gabo cuando sus padres se separaron y, asimismo, que Gabo entendiera que me separé de su madre, pero jamás de él. Escribir ese cuento fue una forma de decirle —con palabras, con metáforas, con emociones— que yo estaría con él incondicionalmente. Que mi amor por él no dependía de lo que hiciera, sino de lo que es: mi hijo, mi razón, mi raíz. También quise mostrarle que el amor auténtico no controla ni posee; acompaña. Este cuento es, para mí, una conversación abierta con mi hijo.

— Es una pregunta que te hacés vos mismo en un artículo “¿Por qué los adultos no expresamos nuestras emociones como lo hacen los niños?” ¿Cuál es tu reflexión al respecto?

Creo que la razón por la que los adultos no expresamos nuestras emociones como lo hacen los niños es, ante todo, cultural. Crecemos pensando que estamos educando a nuestros hijos, pero muchas veces, aunque no sea nuestra intención, los vamos maleducando emocionalmente.

Pero a medida que crecemos, empezamos a acumular prejuicios: “Calladito te ves más bonito”; “No llores”; “Los hombres no tienen miedo”; “Las niñas buenas no se enojan” Esos mandatos, pequeños pero corrosivos, van modelando la idea de que sentir es peligroso, que expresar es inadecuado, que mostrarse vulnerable es una amenaza para la imagen social. Así, lo que en la infancia era espontáneo, en la adultez se convierte en un acto vigilado. El problema no es sentir; el problema es la vergüenza aprendida alrededor del sentir. Por eso incluso el diseño visual del libro tiene un sentido profundo. Junto a mi esposa, buscamos una estética que evocara la infancia, no porque el libro sea infantil, sino porque queríamos recordarle al adulto que un día también fue niño.

— ¿Qué te emociona y qué te emotiva para estudiar y enseñar sobre las emociones?

— Cuando acompaño a alguien en su mundo emocional, también me acompaño a mí mismo. Cuando enseño, aprendo; cuando guío, me descubro. Es el mismo principio en ambos sentidos: ayudar es otra forma de sanar. Creo profundamente que toda nuestra vida gira en torno a la capacidad de gestionar lo que sentimos. Las decisiones, los vínculos, la forma en que nos hablamos, la manera en que respondemos al mundo: todo nace en el territorio emocional. Cuando aprendemos a gestionarnos, la vida se vuelve más plena, más consciente y más habitable.

“Los monstruos bajo la cama” es solo el primero de muchos libros que quiero publicar sobre las emociones. Me mueve la idea de sensibilizar a la sociedad, de derribar mitos dañinos, de dejar de pensar —equivocadamente— que decirle a alguien “échale ganas” puede resolver la ansiedad o la depresión. Eso sería tan absurdo como decirle a alguien con dolor de muelas que el dolor se irá si le pone voluntad. El dolor emocional, como el físico, necesita cuidado especializado; merece atención digna y profesional. Por eso creo que la salud mental no es un lujo: es un derecho y un privilegio que todos deberíamos tener. Mi motivación también nace de ahí: enarbolar esa bandera, insistir en que pedir ayuda no es un fracaso, sino un acto de valentía. Finalmente, todo este trabajo apunta a crear una comunidad. A sostener el lema que para mí tiene un valor muy profundo: “No estás solo cuando lo compartes con todos.” Porque la vida, acompañada, es más liviana. Y porque compartir lo que sentimos nos permite, por fin, dejar de escondernos de nuestros propios monstruos.

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