
El fracaso, como plantea Costica Bradatan en su contundente nuevo libro, es bueno para uno, pero no por las razones que se podría pensar. En Elogio del fracaso, el recorrido resulta desconcertante, inquietante, exasperante, seductor. Me encontré tan desorientado en tantos puntos que, incluso al acercarme al último capítulo, no estaba seguro de dónde terminaría.
Esto no se debe a que la escritura sea enrevesada; Bradatan, filósofo, escribe con elegancia e ingenio, cada pensamiento y frase enlazándose con fluidez. Pero esa misma facilidad hace de Elogio del fracaso una experiencia impredecible. El lector asimila lo que Bradatan plantea, acepta sus promesas iniciales de una “terapia basada en el fracaso” y un “viaje de autorrealización”, cuando, de repente, se ve sorprendido y debe preguntarse: ¿qué acaba de hacer?
Todo comienza de manera bastante inocente, cuando Bradatan sostiene que debemos “tomarnos el fracaso en serio”. Exalta las virtudes de la humildad y lamenta nuestra “adoración por el éxito”. Esto no parece mal, aunque puede sonar conocido. Hay infinidad de libros que enseñan el arte de “fracasar con propósito” y “convertir las pruebas en triunfos”. Los hijos de padres sobreexigentes serán aún más exitosos si reciben “el regalo del fracaso”.
Pero Bradatan descarta rápidamente a quienes intentan “redefinir” el fracaso como “un peldaño hacia el éxito”. Señala que han sacado una frase de Samuel Beckett, “fracasa mejor”, de su oscuro contexto, desvinculándola de lo que sigue: “Fracasa peor de nuevo. Y peor. Hasta enfermarte del todo. Vomitar del todo”. Frente a los lugares comunes reconfortantes de la autoayuda, Bradatan promueve una humildad real y dolorosa: ese “respeto desinteresado por la realidad” del que habla Iris Murdoch.

Esta, entonces, resulta ser una obra extrema, pero no extremista. No es un manifiesto ni un tratado; esos giran en torno a la argumentación, y Bradatan ofrece sorprendentemente poca, o tan inestable que resulta difícil de asir. “En defensa del fracaso” se estructura principalmente a partir de relatos, repasando las vidas de personas que no solo enfrentaron el fracaso, sino que lo buscaron activamente.
Está Mahatma Gandhi, líder anticolonialista y pacifista radical, que renunció a la ropa, a la comida y al sexo. Para él, el fracaso era una forja: “Solo aprendo cuando tropiezo, caigo y siento el dolor”. Simone Weil, brillante y enfermiza filósofa francesa, trabajó en fábricas, se unió a las fuerzas republicanas en la Guerra Civil española (aun siendo tan miope que no podía disparar bien) y murió a los 34 años, de tuberculosis y hambre autoimpuesta. El filósofo rumano E.M. Cioran apoyó al fascismo antes de asumirse por completo como un ocioso, un “parásito” autodeclarado. El escritor japonés Yukio Mishima buscó ser un “noble fracasado” convirtiéndose en un archinacionalista militante y preparando su propia “hermosa muerte”.
Las ideas de estos pensadores podían ser estimulantes, pero ellos mismos solían resultar desagradables o incluso crueles. Bradatan no intenta redimirlos. Por el contrario, enfatiza todo aquello que resultó decepcionante, repulsivo o deplorable en ellos. “Mientras Hitler causaba estragos en Europa, Gandhi se mostró notablemente comprensivo”, afirma, y narra cómo Gandhi instó a los judíos a “rezar —por Hitler—”. (“Si aunque sea un judío hiciera eso”, dijo Gandhi, “salvaría su dignidad y dejaría un ejemplo que, si se propagara, salvaría a todo el pueblo judío”). El suicidio de Mishima, un seppuku meticulosamente planeado, resultó un desastre espectacular. “Quiso imponerse la humildad”, escribe Bradatan, “acto que en sí mismo revela un orgullo considerable, y creyó que podría salirse con la suya”.

Este tema —cómo una veta de perfeccionismo puede condenar a la búsqueda del fracaso al propio fracaso— se repite a lo largo del libro. Ninguno de los personajes de Bradatan mostraba afinidad por una democracia en la que la imperfección se aceptara y fuese contenida por las instituciones. Incluso Gandhi, según Bradatan, hablaba de la democracia en términos espirituales: “Lo que imaginaba no eran nuevas instituciones políticas, sino una humanidad transformada”.
Pero las instituciones, por sí solas, tampoco suponen la salvación política. Bradatan narra cómo la antigua Atenas estaba tan consagrada a las reglas democráticas que sus funcionarios se elegían por sorteo. Su razonamiento era directo: las elecciones, que hoy se consideran esenciales en democracia, permitirían la influencia de factores como la riqueza y el carisma.
Sin embargo, el fetichismo institucional tampoco preservó la democracia ateniense del dominio de las multitudes. Supuestamente, eran 501 los atenienses en el jurado que condenó a Sócrates a muerte. Según la lógica política del momento, habría sido imposible corromper a todos; la mayoría decidió que debía morir, así que la decisión resultó institucionalmente impecable. “Respetaron las reglas, y la democracia parecía funcionar”, escribe Bradatan, “pero todo empezó a pudrirse desde dentro”.

De hecho, es cuando algo parece “funcionar” que tendemos a darlo por hecho. El fracaso llama nuestra atención, nos saca de la complacencia y nos mantiene alerta. El libro de Bradatan resulta absorbente incluso —o sobre todo— cuando incomoda con sus implicaciones. La democracia política aparece precaria, incluso maltrecha, más una lucha permanente que un estado de salvación, cuyo mayor logro es haber “reducido ocasionalmente la cantidad de sufrimiento innecesario en el mundo”, según Bradatan. “¡Reducido ocasionalmente!” Pero eso no es poca cosa. “Menos sufrimiento, aunque suene modesto”, añade, “es un objetivo bastante difícil”.
Se trata de una idea desalentadora, como corresponde. “Todo estudio sobre el fracaso es un estudio del fracaso”, escribe Bradatan. Hace reiteradas referencias a “alcanzar la humildad”, pero parece absurdo asumir que la humildad es algo que se pueda alcanzar. Pero el absurdo, junto con la ironía y la comedia, son como la sombra del fracaso. Una vez que uno reconoce su propia insignificancia, “se da cuenta de la magnitud de su logro”, escribe Bradatan, “y entiende el chiste”.
Fuente: The New York Times
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