
Sabía que tenía una buena historia para contar. Todos los que adoptamos un hijo tenemos una. Yo quería narrar el proceso de adopción y el sufrimiento que atraviesan las familias en ese recorrido. Porque nosotros lo habíamos vivido en carne propia y me parecía que la cantidad de situaciones delirantes con las cuales nos habíamos enfrentado merecían ser compartidas. Cuando uno se embarca en la decisión de ahijar de esa manera, se mete de lleno en un universo totalmente nuevo, muy particular y un poco enloquecedor. Al hacerlo en otro país, ese desafío se nutre -además- de otros matices culturales específicos (en este caso los de Haití). Uno se sube, casi sin saberlo, a una especie de montaña rusa cuyo relato no tiene desperdicio. Al día de hoy, cada vez que recuerdo las cosas que tuvimos que pasar, me parece todo muy surrealista. ¿Cómo puede ser que un juez te dé un certificado de idoneidad sin conocerte personalmente? Y al mismo tiempo, ¿por qué la justicia tiene que decidir si soy apta para adoptar? ¿Y qué pasa con los hijos biológicos? ¿Alguien se asegura de que los adultos estemos capacitados para criarlos?
Empecé a escribir Como un ciclón en un taller de escritura. Durante tres años, semana tras semana, fui presentando capítulos que mis compañeros y compañeras comentaban junto al profesor. Cuando uno se basa en su propia vida para escribir, tenés la ventaja del hilo conductor que es la cronología misma de los hechos. La trama se fue construyendo con ese orden y los temas empezaron a emerger: la reacción de los familiares y amigos al anunciar la noticia, los prejuicios de los conocidos, las dudas sobre la transparencia en las distintas fases, las relaciones con otras personas adoptantes, la imagen de la madre blanca y el hijo negro.

Elegí hacer foco en la familia adoptante y no en el niño. Es difícil de explicar, pero no quería escribir una historia de adopción. Quería un libro que hablara de la construcción de una familia. Que pudiera cautivar a cualquier lector o lectora, no solamente a los que este tema los toca de una manera u otra. Quería que, al leerlo, cualquiera pudiera identificarse de algún modo con las situaciones cotidianas que arman y desarman la vida de esa familia, en esa ciudad, en ese barrio porteño en particular. Además, el hecho de que la pareja protagonista ya tuviera una hija biológica al decidir adoptar (tal cual fue en nuestro caso), me sumaba por lo inusual. Sus miedos y expectativas también quedaron plasmados en la novela. Al igual que las peleas y diferencias que irrumpieron en la pareja durante la larga espera.
La estructura se fue armando sola. Reconozco el riesgo de empezar el relato con un flashforward, pero me seducía un comienzo distinto, que te metía de cabeza en la historia y me tentaba mucho que quedara así. Hay algo del lenguaje audiovisual actual que todos consumimos con las series de las plataformas que se terminó traduciendo en el armado de mi novela. Por ejemplo, la mayoría de los capítulos terminan en suspenso, imitando los momentos culminantes que vemos al final de los episodios en las pantallas. La dinámica de los hechos hace que la historia esté en propulsión constante, convirtiéndose en una especie de thriller burocrático donde los protagonistas avanzan a ciegas entre su deseo, la incertidumbre, la desazón y la esperanza.
Alguna vez me dijeron que escribo como un tren de alta velocidad y creo que eso describe bastante bien mi estilo narrativo. También me tildaron de “desfachatada”, y me lo tomé como un piropo. No me interesa escribir algo que no hace ruido. Me atrae mucho la idea de que el lector se quede pensando en un tema planteado en el libro, que no lo suelte, o que se cuestione actitudes que naturalizamos como sociedad. Así como en mi primera novela (a)Fortunata ataco la idealización de la maternidad, en Como un ciclón trato de desromantizar la adopción. Definitivamente este es un libro que incomoda, que habla también de racismo, desequilibrio de poder y privilegios. Son cuestiones que están más en segundo plano, pero siempre están.
El humor, que para mí es sagrado, está muy presente. Fue difícil calibrar la dosis necesaria. Pero creo que mi mayor desafío fue la construcción de los personajes porque necesitaba que lograran emocionar y divertir al mismo tiempo. La autoficción tiene ese doble filo que es que la vida misma te regala una historia. Después todo se va transformando y uno tiene que disfrazarse de alquimista, medir los condimentos necesarios para que la trama funcione, más allá de los hechos que efectivamente sucedieron, de lo que fue real o no.
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