
“La riqueza y el conocimiento de unos pocos no constituyen civilización”. Esta sentencia de Alfred Wallace, naturalista y explorador, resuena como un eco incómodo en la historia de la colección de objetos y su relación con el poder. En su nuevo libro, James Delbourgo, profesor de historia en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey, explora cómo la práctica de coleccionar ha sido inseparable de la expansión imperial, la apropiación y la disputa sobre el significado de la cultura.
Delbourgo se detiene en episodios como la extracción de los mármoles del Partenón por Lord Elgin, un acto que el poeta Byron describió como una herida infligida a lo que “godo, turco y tiempo habían perdonado”.
La obra de Delbourgo, titulada A Noble Madness, no se limita a examinar la acumulación de objetos como un pasatiempo refinado de las élites. Más bien, el autor se adentra en la “idea cultural” de coleccionar, desentrañando cómo, a lo largo de los siglos y en distintos continentes, la figura del coleccionista ha oscilado entre la admiración y el desprecio.

Si bien la tradición occidental ha tendido a ver en el coleccionismo una manifestación de erudición y sofisticación, Delbourgo subraya que la percepción pública ha sido mucho más ambivalente: los coleccionistas han sido retratados como introvertidos, excéntricos, incluso como depredadores y enemigos de la humanidad que dicen defender.
Las grandes religiones han mantenido históricamente una postura de desconfianza hacia el coleccionismo, asociándolo menos con la piedad que con la idolatría. Líderes religiosos han cuestionado la devoción a los objetos, preguntando por qué los creyentes auténticos habrían de rendir culto a cosas materiales en lugar de a Dios.
El teólogo Juan Calvino sentenció que “lo finito no puede contener lo infinito”, una crítica dirigida tanto a monedas antiguas con la imagen de Mahoma como a estatuas doradas y enjoyadas de Buda. No obstante, las imágenes y reliquias han desempeñado un papel fundamental en la vida religiosa, permitiendo a las iglesias atraer donaciones y peregrinos, y ofreciendo consuelo en tiempos de guerra o epidemias.
La sospecha hacia el coleccionismo no se limita al ámbito religioso. Durante la Revolución Cultural China, los coleccionistas fueron acusados de decadencia y de aferrarse a un pasado desacreditado. Sus hogares fueron saqueados y sus antigüedades destruidas.

Esta hostilidad hacia la historia habría resultado incomprensible para los pensadores y poetas chinos del siglo XVII, quienes desarrollaron el concepto de pi, una palabra que abarca significados como afición, obsesión, excentricidad y fetichismo. Para figuras como Yuan Hongdao, la obsesión por coleccionar era una virtud: “Un verdadero caballero solo se preocupa por no tener obsesiones”. En esa época, se consideraba que los coleccionistas eran valientes, profundos y devotos.
El género también ha marcado la historia del coleccionismo. Aunque suele asociarse con hombres, han existido figuras femeninas notables como la faraona egipcia Hatshepsut, Isabella Stewart Gardner y Gertrude Vanderbilt Whitney en los siglos XIX y XX. A pesar de sus logros, las mujeres coleccionistas han sido acusadas de traicionar su supuesta naturaleza “femenina”, considerada dócil y maternal.
En el siglo XVII, la reina Cristina de Suecia aspiró a convertir Estocolmo en la “Atenas del norte”, invitó a Descartes a fundar una academia científica y mostró interés por la alquimia y el misticismo. Sin embargo, su reputación quedó marcada por su negativa a casarse y su preferencia por la vestimenta masculina. Tanto en el caso de Catalina la Grande como en el de María Antonieta, el deseo femenino de poseer objetos ha sido tachado de inapropiado, carnal y obsceno.

Delbourgo dedica especial atención a la relación entre coleccionismo y literatura, cine y psicoanálisis. Novelistas como Oscar Wilde, John Fowles y Orhan Pamuk han abordado el tema, al igual que cineastas como Orson Welles y Alfred Hitchcock en Psicosis. El propio Sigmund Freud consideraba que los coleccionistas eran personas que desplazaban sus deseos sexuales.
Delbourgo prefiere estas narrativas y mitos a las explicaciones de los neurocientíficos contemporáneos, que le recuerdan la queja de Charles Darwin: tras años de “extraer leyes generales de grandes colecciones de hechos”, el naturalista lamentaba la “atrofia de la parte de su cerebro de la que dependen los gustos superiores”.
Cada capítulo de A Noble Madness se presenta como un gabinete de curiosidades en sí mismo, donde el acto de coleccionar se convierte en objeto de análisis y, a la vez, en metáfora de la tensión entre memoria, poder y deseo.
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