
En su adolescencia, Eid Mertah pasaba leyendo libros sobre el faraón egipcio Tutankamón, trazando jeroglíficos y soñando con tener en sus manos la máscara dorada del monarca. “Estudié arqueología por Tut”, cuenta Mertah, de 36 años. “Mi sueño era trabajar con sus tesoros, y ese sueño se hizo realidad”.
Mertah es uno de los más de 150 curadores y 100 arqueólogos que han trabajado en silencio por más de una década para restaurar miles de artefactos del Gran Museo Egipcio (GME), un proyecto de 1.000 millones de dólares a orillas de la meseta de Guiza. Su lanzamiento estaba programado originalmente para el 3 de julio pero fue reprogramado para los últimos meses del año por motivos de seguridad.

Cuando finalmente abra, el GME será el mayor museo arqueológico del mundo consagrado a una sola civilización. Albergará más de 100 mil artefactos, la mitad de ellos en exhibición, e incluirá un laboratorio vivo de conservación.
Desde atrás de las paredes de vidrio, los visitantes podrán ver a los expertos trabajando para restaurar un bote de 4.500 años que fue enterrado cerca de la tumba del faraón Jufu para trasladar su alma hasta Ra, el dios del sol. Pero la estrella del museo será la colección de Tutankamón, con más de 5.000 objetos, muchos de los cuales serán exhibidos juntos por primera vez.
Incluye su máscara funeraria de oro, ataúdes y amuletos de oro, collares de cuentas, carros ceremoniales y dos fetos momificados que se cree que son sus hijas que nacieron muertas.

Rompecabezas de oro
Muchos de estos tesoros no han sido restaurados desde que fueron descubiertos por el arqueólogo británico Howard Carter en 1922. Los métodos de conservación empleados por el equipo de Carter buscaban proteger los objetos, pero más de un siglo después, su preservación es un desafío.
Cubrir superficies de oro con cera, por ejemplo, “preservó los objetos en su momento”, indica el curador Hind Bayoumi, “pero ocultó los detalles que quería que todo el mundo viera”. Durante meses, Bayoumi de 39 años y sus colegas removieron la cera aplicada por el químico británico Alfred Lucas. A lo largo de las décadas, esa cera atrapó tierra y opacó el brillo del oro.

La restauración ha sido un esfuerzo conjunto entre Egipto y Japón, que aportó créditos por 800 millones de dólares y apoyo técnico.
El ataúd dorado de Tutankamón, trasladado desde su tumba en Luxor, fue uno de los trabajos más complejos. En el laboratorio de madera del GME, la curadora Fatma Magdy, de 34 años, utilizó lupas e imágenes de archivo para rearmar sus delicadas láminas de oro. “Fue como resolver un rompecabezas gigante”, comentó. “La forma del corte, el flujo de los jeroglíficos, cada detalle importaba”.
Tocar la historia
Antes de la restauración, la colección de Tutankamón fue recuperada de varios museos, almacenes y tumbas en Egipto. Algunos objetos fueron restaurados ligeramente antes de su traslado para poder moverlos de forma segura.

Antes de tocar los objetos, los equipos realizaron documentación fotográfica, análisis de rayos x, así como pruebas del material para entender la situación de cada artefacto. “Debíamos entender la condición de cada pieza, las capas de oro, los adhesivos, la estructura de madera, todo”, explicó Mertah.
La filosofía del equipo ha sido la precaución. “La meta es siempre hacer lo menos necesario y respetar la historia del objeto”, apunta Mohamed Moustafa, un restaurador de 36 años.
Pero más allá del trabajo de restauración, el proceso ha sido un viaje emocional para muchos de los involucrados. “Creo que nosotros estamos más emocionados de ver el museo que los turistas”, admite Moustafa. “Cuando los visitantes caminen por el museo, verán la belleza de estos artefactos. Pero para nosotros, cada pieza es un recordatorio de las horas interminables de trabajo, los debates, los entrenamientos”, asegura.
“Cada pieza cuenta una historia”, concluye.
Fuente: AFP
[Fotos: Khaled Desouki / AFP]
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