
Dicen que Carlos Schwabe (1866-1926) disfrutaba de la ausencia del otro como compañía, que rara vez se unía a lo debates del mítico Salón de la Rosa Cruz de París, pero que todo lo oía y que su sensibilidad le permitía representar toda aquellas palabras que la poesía simbolista lanzaba al aire en un lienzo.
Por eso, aún con su perfil bajo, con sus pocas palabras, con su aúra mística, se convirtió en un valuarte estético de aquel momento. Nadie hablaba como él aquella nueva literatura, nadie podía sentir el sentir de aquel joven Baudelaire, de aquel consagrado Emile Zola (quien le recomendó al Estado la compra de su obra), de Maurice Maeterlinck, o José-Maria de Heredia, de Pierre Louÿs y Félicité de Lamennais, por nombrar algunos de los autores para los que ilustró sus obras. Porque Schwabe se destacó en la pintura, pero su gran legado, aquel que lo convirtió en inmortal, fue en el papel, ilustrando grandes obras como Las flores del mal.
Autodidacta inquieto, se conoce que el alemán no pasó por academia alguna y que en su formación solo cuenta con un paso por los talleres de los paisajistas suizos Joseph Mittey y Barthélemy Menn y luego, por la Escuela de Artes Industriales de Ginebra. Poco.
Así que Schwabe sin medallas honoríficas, ni exposición alguna, dejó Ginebra, donde vivió desde los cinco años, y se fue a París, como tantos. Y allí ingresó rápidamente a los círculos del autor y ocultista francés, Joséphin Peladan, personaje apasionante de su época que llegó a autoatribuirse el título nobiliario de Sar, fundador del Salon, donde conoce a los grandes escritores del momento.

Schwabe propuso una ilustración que rompía con el canon en un país como Francia, que tenía una enorme tadición, con un dibujo extraordinariamente minucioso, asociado a una iconografía visionaria muy original. Como su interpretación feérica de El evangelio de la infancia, ilustración expuesta en 1892, que se convirtió en uno de los grandes acontecimientos artísticos del año.
Sus inquietudes religiosas y sociales, como su sensibilidad a un cierto panteísmo debido a sus orígenes germánicos, lo dotaron de una estética por la que se lo considera el precursor del Art nouveau y el continuador de sus coterráneos Martin Schongauer y Alberto Durero.
La muerte y el sepulturero, una pieza de 1900 que se encuentra en el Museo de Orsay, ingresa en una etapa crucial del artista, donde mantiene el fuerte uso de lo sinuoso, del detalle mínimo, del balance perfecto (la obra puede dividirse en dos) y una carga simbólica estética maravillosa.
El ángel de la muerte, representado por una mujer -su esposa fue la modelo-, se acerca en el medio del trabajo del anciano, que se ve sorprendido y en su rostro y manos se traduce cierta paz porque sabe que es su momento, porque lo esperaba, y no se aferra a la vida (a la rutina), como se observa al ver que suelta la pala. Hay también cierto temor en esa mirada, quizá por lo desconocido.
En el rostro del ángel también hay ambigüedad: entre la ternura dulce y la vehemencia desapasionada. Lo mira maternal y a la vez cínica, mientras sus labios parecen elevar una sonrisa. Se encuentra rodeada por un follaje. un recurso que utilizó en otras obras para reflexionar sobre la muerte, como femónemo natural, cotidiano, pero a la vez oculto. En sus manos de garra carga la luz que ya se ha robado, el alma del sepulturero, quien tendrá su lugar de descanso donde él mismo ha cabado, serán sus elecciones entonces lo que sellaron su destino final.
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