
Albert Edelfelt (1854 – 1905) es uno de esos artistas que marcan un antes y un después, por lo menos para su país, Finlandia, ya que se convirtió en el primer pintor reconocido internacionalmente de estas tierras, aún antes de que fuera un país independiente, como también se lo considera el promotor del realismo, cambiando el estilo histórico que se orientaba a lo mitológico.
Hijo de un arquitecto que murió durante su infancia, fue muy unido a su madre, con quien mantuvo correspondencia a lo largo de su vida: desde que comenzó a estudiar en la Escuela de Dibujo de la Sociedad de Arte de Finlandia en 1869, luego en Ámberes, Bélgica, y cuando llegó a la prestigiosa Bellas Artes parisina.
En París, compartió estudio con el estadounidense Julian Alden Weir, quien le presentó a John Singer Sargent, y posteriormente estudió en San Petersburgo (1881-1882).

Edelfelt ejerció una influencia duradera en la cultura francesa con su Retrato de Louis Pasteur (1885) pintado en su laboratorio mirando atentamente sus instrumentos, por el que ganó el Legión de Honor en 1886, durante la exposición del Salón de París, donde 1889 ganaría una medalla de oro.
En ese sentido, al inicio de su carrera se centró en la pintura histórica, donde además de realizar a su amigo Pasteur, también pintó, entre otros, retratos de la soprano finlandesa Aino Ackté y la familia imperial rusa, como también una de sus obras más famosas: la reina Blanca, un personaje del siglo XIV.
Los retratos le otorgaron fama y dinero, y sus obras naturalistas-realistas, de campesinos, trabajadores, sus piezas de marinos, de niños y lavanderas, lo convirtieron en una celebridad también en su país natal. En palabras del crítico danés George Brandes, Edelfelt tuvo una pincelada “aristócrata incluso cuando fue realista”.

Y es que en sus trabajos abundan los finos detalles y son portadores de un elegante estilo marcado por el refinamiento cromático. Los cuadros de Edelfelt son riquísimos en relato, como sucede en En la guardería, una pieza de 1885, que se encuentra en el Museo Hermitage, San Petersburgo. Rusia.
En esta obra presenta una habitación suntuosa, algo barroca en la decoración, pero a partir de la iluminación pone en primer plano a los protagonistas: al bebé, en su gateo, y a su madre, como a la doncella, que expresan su alegría y ternura. La obra es preciosa en su sentido metafórico, de que más allá de las diferencias de clases, de que una sea la empleadora y la otra la empleada, ambas se unen en esa pequeña y efímera comunión plena de dicha.
A lo largo de su carrera, Edelfelt también practicó el plenairismo que había conocido en Ámberes y París, ya que consideraba que permitía ilustrar “la realidad contemporánea”, por lo que se centró mucho en el estilo de vida de su país rural, sobre todo. El realismo del finlandés es calmo, en sus trabajos hay una quietud expectante, un cierto sosiego, que generan un clima de tranquilidad, pero también de cierta tristeza. Sus rostros tienen esa capacidad de darle el tono justo a una obra, de convertirla en alegre o apesadumbrarla, lo que se dice, la marca del talento para crear atmósferas a partir del ojo puesto en lo humano.
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