Juego de mujeres: “La mujer del taxi”

“Como los relatos de Chejov, de Natalia Ginzburg, de Julio Ramón Ribeyro, estos cuentos quedan en la memoria menos por lo que cuentan que por la calidad inconfundible de su voz", escribió Leopoldo Brizuela. Los sábados Infobae Cultura reproduce las historias que integran este libro de la escritora argentina, un pequeño cosmos que sus protagonistas habitan solidariamente y con fraternidad de género

Compartir
Compartir articulo
(Ilustración: Mapi de Aubeyzon)
(Ilustración: Mapi de Aubeyzon)

La mujer cubrió sus ojos con un pañuelo, apoyó los codos sobre la mesa. Desayunaba sola en la confitería del hotel. Pidió una tercera medialuna y la camarera, que no era nueva, le dijo que no estaba incluida. Las viejas camareras, las que ya trabajaban en este hotel antes de que se vendiera, tienen inculcado prevenir al cliente de los gastos adicionales. Justo en ese momento un muchacho entró rengueando a la confitería, nos saludó y mi compañera, precavida, le dijo: Marito, qué hacés vos por acá un sábado. Usaba bastones de aluminio con brazaletes en los antebrazos. Por lo rígida, una de sus piernas debía ser de madera; terminaba en un botín con cordones. De la cintura para arriba parecía un hombre corpulento, y hacia abajo, un alfeñique. Miró a la mujer y le preguntó si podía sentarse a su mesa. Ella se sorprendió, porque el resto de las mesas estaban vacías. Levantó los hombros como única forma de respuesta. El muchacho estiró una mano, le dijo que se llamaba Mario Vásquez y ella asintió con indiferencia. Él se sentó en la silla de enfrente y le dijo, de un modo que me pareció de extremo orgullo, que era vendedor de seguros. La mujer miraba su taza de café, aún indiferente. El muchacho insistió. La novedad ahora era un “combo” de seguro de vida, vivienda y automóvil. La mujer tomó un trago de café sin levantar la vista y en un tono bajo dijo que no tenía auto. El muchacho frunció el ceño y la cara se le hizo un manojo de pliegues.

Garuaba. Las ventanas de la confitería tienen cortinas grises. El aire se sentía pegajoso y el cabello de la mujer estaba electrizado. Una vincha de carey lo empujaba hacia atrás. Tenía ojos negros inmensos y labios gruesos en forma de triángulo, que le daban una expresión de perplejidad, de parecer atónita aunque no lo estuviera.

—Usted es de la Capital —dijo el muchacho.

Más tarde se me ocurrió que la camarera de mayor antigüedad, casi la jefa del grupo que pertenecía al viejo hotel, cobraría una comisión por cada cliente que el muchacho pescaba en la confitería. Todos sabíamos que la noche anterior había llegado al hotel una mujer joven en un taxi, y que el taxista era un viejito extremadamente amable. La pareja había llamado la atención por lo despareja. Ella parecía demasiado fina. Más tarde alguien hizo correr el rumor de que el taxista le había cobrado novecientos pesos por el viaje y ella ahora no tenía para pagarle el regreso a la Capital.

A la pregunta del muchacho ella contestó que sí, era de Buenos Aires, y estaba casada. Estiró los dedos y comenzó a sacarse y ponerse la alianza. Miró hacia la puerta. No había nadie dentro de la confitería y la lluvia rebotaba contra el vidrio, como una melodía monótona. La mujer agachó la cabeza, cruzó los brazos y comenzó a acunarse. El muchacho le acercó el vaso de agua que estaba sobre la mesa. Esperó unos minutos, pero ella no dijo nada.

–El seguro de vivienda –dijo el muchacho– es tan barato que todo el mundo lo compra. Uno queda protegido de alguna eventualidad, Dios no lo permita, por supuesto, pero si llegara a ocurrir la desgracia, uno está resguardado.

La mujer levantó los ojos por primera vez y miró hacia la ventana empañada por la lluvia.

–Con mi marido perdimos la casa. La vendimos muy bien y nos fuimos a vivir a lo de mi suegra hasta encon-trar otra, una que iba a ser más grande, y pusimos la plata en un banco. Nos agarró la pesificación y no pudimos comprarla porque las propiedades mantuvieron el precio en dólares y nosotros teníamos pesos, y los pesos valían tres veces menos que el día antes de la pesificación. Entonces ahora alquilamos; no tiene sentido asegurar una casa que no es propia.

El taxista entró en la confitería. Traía el cabello blanco empapado y el jogging de frisa color verde le colgaba, chorreando. Tan mojado estaba que fue dejando un reguero de gotas en el piso cuando caminó hacia la mujer y la saludó besándole la mano. Miró hacia los costados y como si le hablara a una audiencia invisible, dijo en voz exageradamente alta que el día había amanecido con el sol más hermoso que había visto en toda su vida. Sonreía divertido; luego anunció que iba a darse una ducha caliente.

El muchacho había desplegado una hoja con los seguros y los precios. La mujer miró la hoja y se tomó un rato para leer las columnas. Después miró al muchacho a los ojos y le dijo:

—No le voy a convenir, señor. El médico dijo que me voy a morir pronto.

Al muchacho los segundos siguientes le habrán parecido eternos. Después hizo una sacudida con la cabeza, como negando algo. Cruzó los brazos. Se mordió el costado del labio. Tartamudeó casi como un robot:

–La empresa contrata seguros a sus seguros y esa gente no pierde dinero porque la gente de seguros tra-baja sobre estadísticas, y las estadísticas son números, y los números son lo único en este mundo que no falla. El seguro es seguro y la matemática es la reina de las ciencias, señora. Se trata de relaciones exactas. Objetivas. Todo lo demás son versiones, es decir interpretaciones, sobre todo las de los médicos.

La mujer inclinó la cabeza. El muchacho sonreía y sus ojos buscaban los de ella como si quisiera apresar-los, fijar su mirada en ella. La mujer apoyó los codos sobre la mesa y el mentón en los puños. Levantó los hombros. Cruzó los brazos y miró hacia la ventana. Había dejado de garuar y se colaba una luz muy clara, casi blanca. De repente el muchacho dijo.

—Señorita Ana, soy Marito. Del Instituto, ¿no te acordás? Tomé la primera comunión con vos.

Ella lo miró un rato largo, después se le empaparon los ojos y el mentón le tembló. Se puso de pie y se colgó del cuello del muchacho. Repitió varias veces “no lo puedo creer, sos todo un hombre”. Después preguntó:

–¿Qué hacés aquí?

–Vivo acá, en Mar del Plata.

–¿Me reconociste apenas entraste? Me debés encontrar cambiadísima.

–Un poco cambiada, sí. Tenés el pelo corto. Pero tu modo tan tímido, que es inconfundible, me retrotrajo enseguida a aquella época. Y me dije: debe ser la persona más buena que conocí en toda mi vida.

–Me reconociste pero igual me querías vender un seguro.

–Para mandarme la parte con la señorita Ana.

La mujer agachó la cabeza y se sonrojó. Miró sus manos enlazadas en las del muchacho y todavía enrojecida, dijo:

–Contame de vos, Marito, por favor.

–Tengo una señora y dos nenes y vivimos en un departamento en el centro. Lo alquilamos en enero y salimos a conocer el país. Además, pusimos con Rodrigo una casa de camperas de cuero, ¿te acordás de Rodrigo?

–Ay, no lo puedo creer. Son todos unos hombres. ¡Y emprendedores!, qué orgullo me da.

–¿Y vos, Ana?

La mujer empezó a plegar la servilleta como un abanico.

–¿Yo? Me recibí de terapeuta ocupacional, me casé con el chico con el que tocaba la guitarra en aquella época, tenemos dos hijos. Trabajo por la mañana en el Instituto, que ahora se llama IREP, y por las tardes tengo pacientes particulares. Lo demás ya te lo dije: iba a tener una casa pero perdí mis ahorros.

El muchacho siguió sosteniendo las manos de la mujer entre las suyas, sin dejar de mirarla, siempre sonriendo.

Comenzó a salir el sol y la confitería se puso luminosa. Cuando ella terminó de hablar, el muchacho dijo:

—¿Y estás enferma?

La mujer abolló el abanico y después agachó tanto la cabeza que el mentón parecía tocarle el pecho. De repente comenzó a hablar en un tono monocorde, sin sacar la vista de la ventana:

–En Buenos Aires me subí a un taxi y el taxista me preguntó adónde, señora, y me desesperé porque no tenía idea, no sabía adónde iba. Se me hizo una laguna. Miré el reloj porque la hora podría decirme algo. Algo. Era el mediodía, lo que quería decir que ya había salido del trabajo, y entonces le pregunté al taxista qué día era y abrí la agenda.

En ese momento la mujer retiró sus manos de las del muchacho y, como testeando si él entendía de qué hablaba, aclaró:

–No había anotado nada para ese viernes.

El muchacho continuó mirándola en silencio. Ella siguió, en el mismo tono.

–Yo siempre sé adónde voy y de repente no tenía ni idea. Además, me aparecieron imágenes que no suelen aparecerme en la cabeza; más bien una imagen de cuando era chica: en la pileta cerraba los ojos debajo del agua y daba vueltas carnero; una, dos, tres vueltas hasta que los pulmones no aguantaban más la falta de aire y abría los ojos: no sabía dónde era arriba ni abajo.

El muchacho no parpadeó. Ella siguió:

–El taxista, para ayudarme, me preguntó de dónde venía y tampoco supe decirle. Le pedí que tomara Las Heras hacia la izquierda. Él me dijo que Las Heras era contramano hacia la izquierda y detuvo el auto. Con el frenazo sentí un ardor fuerte en un pecho y entonces recordé que venía del médico. Del cirujano que me había operado. Que no me había sacado los puntos porque la cicatriz no había cerrado. A Mar del Plata, dije sin darme cuenta. Se me debe haber ocurrido porque acá vine de vacaciones con mi familia desde los ocho hasta los catorce años. Se había dado vuelta, apoyaba los brazos sobre el respaldo del asiento. Vamos a Mar del Plata, insistí. Me habrá notado tan confundida que enseguida empezó a decir que me llevaría a pasear por la rambla, me sacaría una foto al pie de uno de los lobos marinos de Fioravanti, me invitaría a comer parrillada de mariscos en el club de pescadores, a La Perla, a sentarse en la orilla y mirar las olas, y a la confitería del Torreón del Monje a comer caras sucias y tomar chocolate caliente y contarme la historia de la india, el cacique y el soldado que se hizo monje. Así fue como llegamos a Mar del Plata. En el viaje conversamos de lo que cada uno había soñado cuando tenía dieciocho y qué pensábamos ahora de aquel sueño. En Chascomús paramos a cargar gas y llamé a una de mis hermanas y le pedí que se ocupara de avisarle a mi marido. Mi hermana se enojó, te volviste loca o qué, me dijo, y sólo al final me preguntó qué había dicho el médico del resultado de la patología. Iba a contestarle que si quería saber por qué no me había acompañado al médico, y que si mi marido preguntaba, le dijera lo mismo. Pero me callé. En el fondo, si había ido sola fue porque no les pedí que me acompañaran.

El muchacho dijo:

—A veces los extraños son mejor compañía que los conocidos.

—Con los conocidos se pueden compartir los momentos felices pero no los otros —completó la mujer—. Porque diga lo que una diga, no sonará ni parecido a lo que tenemos adentro, y lo más seguro es que al conocido se le ocurra justo lo que no se quiere oír, “que hoy en día nadie se muere de eso”, “Fulanita tuvo lo mismo y mirá qué bien está”, o “que todo va a salir bien, vas a ver, el médico no puede saber”. O, si no, se aterran y la asustan peor a una. Lloran y dicen frases tremebundas y no hay nada peor que ver el espanto propio en la cara del otro.

Después callaron los dos. Mi compañera se había ocupado en otra mesa, por eso yo les llevé más café y lo tomaron con leche. El muchacho sonreía y miraba a la mujer. Pasaron más o menos cinco minutos. O diez. Quiero decir que estuvieron mudos un rato muy largo, la mujer miraba hacia la ventana y el muchacho la miraba a ella. De repente ella dio vuelta la cabeza. Él tomó los bastones que estaban inclinados contra su silla y se puso de pie. Se dirigió despacito hacia el baño de caballeros, al lado de la barra; estribaba la pierna izquierda al mismo tiempo que los bastones y después arrastraba la derecha. Ella apoyó los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza en el agujero que quedaba entre los brazos. Entonces miró el cielo blanco. Cuando el muchacho volvió del baño, le dijo:

–Es difícil convalecer en mi casa porque mi marido no aguanta verme postrada y mis hijos se ponen nerviosos y se pelean. Todavía no le dije a nadie lo que me dijo el médico. Todavía no pude pensar.

El muchacho se puso de pie, rengueó sin las muletas hasta donde estaba la mujer y la envolvió con sus brazos. Ella lloró. Lloró durante un rato largo, mientras él le acariciaba la cabeza y repetía “pero claro, pero claro”. Cuando ella dejó de llorar, él se sentó en la silla, a su lado. Ella sonrió.

—Qué es lo que querés pensar, Ana.

Ella cerró los puños y cerró los ojos. Después los abrió y miró hacia la ventana.

—No estoy segura. Quizás quiero pensar si escuché bien lo que dijo el médico, porque ese día no había nadie conmigo. Y entonces decidir si debo luchar contra un enemigo desconocido y poderosísimo, un monstruo, y enfrentármele, o esperarlo con indiferencia, como lo irreversible que es la muerte de cualquiera tarde o temprano. En mi caso, temprano, pero uno no elige cuándo le toca. También debo pensar si le cuento a mi marido lo que dijo el especialista. Él ya tiene bastante con que no consigue trabajo. Y a lo mejor pensar que el especialista no es Dios. ¿Te acordás cómo les enseñaba a ustedes de Dios?

El muchacho sonrió.

—No podemos estar seguros de nada, Ana. Inventamos estar seguros de algunas cosas porque uno no podría tolerar la incertidumbre absoluta. Pero es sólo un espejismo, como cuando uno va por la ruta y vemos lo que parece un charco de agua, y resulta que es un efecto óptico.

Tomó a la mujer de los hombros y le dijo que mirara por la ventana. Un rayo de sol descendía oblicuo y el cemento de la rambla brillaba, por el reflejo de la humedad de la lluvia. A la izquierda se veía el arco iris más nítido que he visto en toda mi vida. La curva que trazaba el rojo, arriba, recortaba el cielo con tanta perfección como sólo la naturaleza puede hacerlo.

–¿Te quedaste dormida, nena? –me dijo de repente mi compañera y me sobresaltó. Empecé a pasar el trapo en las mesas del otro lado del salón y pensé que la mujer ahora iría a su habitación y se recostaría hecha un ovillo sobre la cama y lloraría el llanto liviano, el que adormece.

Ilustración: Mapi de Aubeyzon.

SIGA LEYENDO