
Muchas veces me pregunté cuándo comienza una novela en quien va a escribirla. No es con la primera frase que se anota. Tampoco con la primera que se piensa. La idea de la novela antecede a su realización. Puede haber sido un gesto que se ve al pasar, unas palabras que se escuchan por casualidad, una emoción, algo que nos contaron, lecturas, películas, sueños, experiencias. Y el origen está siempre en la sensación, imperativa, de que tenemos algo que decir. En el caso de Que nadie te salve la vida ese tener algo que decir se combina con un viaje con mi hermana.
Hacía tiempo que reflexionaba acerca de cuán necesario era en este mundo el perdón para que todo funcionara. Pensaba acerca de la distancia entre agradecimiento y deuda y, por lo tanto, entre donación y trueque. Los pasos entre culpa y arrepentimiento. La diferencia entre secreto y mentira. Entre respeto y sumisión. Fantaseaba con la posibilidad de mostrar los hilos del azar y, así, comprender de qué modo se tejen. Imaginaba una situación determinada, extrema y extraña, -la que se convirtió en el final de la novela y que no voy a contar acá por no estropearle la sorpresa a nadie-, y me faltaba el contenido de un favor, un favor de esos que de forma automática parecen engendrar una deuda en quien lo recibe y una cuota de poder en quien lo hace.

Viajábamos con mi hermana a ver a nuestro padre y, como de costumbre, charlábamos de todo y de más. De pronto, mi hermana me contó una anécdota acerca de unos conocidos suyos, algo aparentemente sin importancia pero que me regaló la pieza de rompecabezas que andaba buscando.
Porque pregunto, ¿ustedes qué sentirían si alguien les salvara la vida? Y más aún, ¿qué sentirían si ustedes se la salvaran a alguien? ¿De qué modo modificaría sus vida, la vida de quienes los rodean? ¿Qué sería de ustedes si no hubiesen recibido aquella carta, hecho aquel viaje, conocido a aquella persona, sufrido aquel desamor, pedido o hecho aquel favor? Que nadie te salve la vida es una de las posibles respuestas.
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