No suelo tener el miedo de la página en blanco porque tengo dos herramientas que siempre me dan material para escribir: mi memoria y mi curiosidad. La primera funciona como un archivo del que servirme y suele llevarme a mi infancia, a los 70 de la gente común, una época que me sigue resultando muy linda para contar. De ahí salieron varios textos de No le llames amor a cualquier cosa.
En uno de ellos, por ejemplo, cuento cuando fui a ver un partido de ajedrez entre Viktor Korchnoi y Lev Polugayevski a un teatro. Ver a dos rusos jugando al ajedrez en un teatro, qué aburrido, qué locura. Bueno, esas eran cosas que pasaban en los 70. O cuando le escribí una carta a Carlitos Balá para que me regalara un teclado y me quedé meses esperando el sorteo porque era imposible que lo perdiera. La memoria me sirve para viajar bien atrás. En cambio la curiosidad funciona de otro modo.
Miro todo, soy un eterno observador. Me voy llenando de imágenes entonces luego, cuando me siento a escribir, siempre tengo alguna que funciona como disparador. De ahí vienen varias de las historias de amor que están en este libro. De mirar a la gente en los bares, en la calle, en todos lados. Les miro los ojos, las manos, lo que llevan con ellos. De cada uno extraigo algo que me sirve para componer ideas y personajes.
Buena parte del libro trata del amor y otra buena parte, de la amistad. Para mí son dos valores que van de la mano. Tengo muchos amigos, muchas amigas, y siento por todos algo muy parecido al amor. Los necesito cerca, me sonrío al verlo, los extraño si me faltan. Por eso dediqué el primer cuento, el más largo del libro, casi una nouvelle, a elogiar la amistad.
Está representada en una banda de seis amigos que pisan los ochenta años y se enfrentan a un momento doloroso: la pérdida de memoria de uno de ellos, el líder. El cuento narra la lucha de todos por ayudarlo a recuperarla. Me gustó mucho contarlo desde el punto de vista del observador, me sentí sobrevolándolos, escuchándolos como si fuera una mosca.
Dijo Stevenson que cuando de niños nos contaban un cuento, sentíamos la melodía de las palabras bellas. Algo de eso me debe pasar porque amo que me cuenten cuentos, amo leerlos y amo escribirlos. No le llames amor a cualquier cosa es un libro que construí durante años, de a poco y casi sin darme cuenta. Hay textos que pensé hace muchísimo, incluso antes de Aspirinas y Caramelos, y a los que recién logré darles vida ahora. Otros se me aparecieron de repente y hace poco, como si anduvieran por ahí, esperándome.
Mientras les daba forma me sentía un poco arqueólogo, un poco juglar, un poquito escritor. Disfruté mucho descubrirlos, componerlos y escribirlos. Ojalá encuentren en No le llames amor a cualquier cosa alguna palabra, alguna melodía que los haga ser chiquitos de nuevo por un rato.
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