"La danza de la araña", de Laura Alcoba: punto final para la voz de la infancia clandestina

La escritora argentina radicada en Francia y autora de la celebrada saga que comenzó con "La casa de los conejos" habla sobre el último tomo de la trilogía y reflexiona sobre la historia de sus libros que es, también, su historia personal

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(Martín Rosenzveig)
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Laura Alcoba (1968) vive en Francia, hace mucho. Escribe en francés, también hace mucho. El suyo es un nombre prestigioso dentro de la literatura argentina de los últimos años, a partir de la publicación de La casa de los conejos (2008), novela en clave autobiográfica cuya protagonista es una nena de 7 años, hija de una pareja de militantes montoneros, que narra la historia de una casa en La Plata en la que se ve obligada a vivir en la clandestinidad en el final del gobierno de Isabel Perón y luego, en plena dictadura, con el silencio como mandato. La fachada es la crianza y venta de conejos; la realidad dice que se trata de una de las principales viviendas de la organización guerrillera, donde no solo hay armas sino que es donde se imprime el periódico Evita Montonera. Se trata de la casa -real- en la que vivían los militantes Daniel Mariani y Diana Teruggi y donde el 24 de noviembre de 1976 se produjo uno de los operativos militares más feroces de la última dictadura. Diana y otros 4 montoneros fueron muertos ahí mismo y la bebé de la pareja, Clara Anahí, de tres meses, fue secuestrada y 41 años después se ignora aún su paradero. El papá de la beba, que no estaba en la casa durante el operativo, fue asesinado meses después. Su madre, Chicha Mariani, busca a su nieta desde entonces.

En El azul de las abejas (2015), el segundo tomo de la trilogía, Alcoba contaba la salida del país y la llegada a Francia con su madre, en busca de una vida nueva, mientras su padre cumplía condena en la Argentina. La niña y su padre se comunican incesantemente a través de cartas que cruzan ida y vuelta el Atlántico y les permiten armar una historia propia, plena de signos y literatura. En esa segunda novela, la protagonista tiene una profunda obsesión: dominar el francés y dejar de ser una extranjera para los demás. Ahora es el turno de La danza de la araña, tercer y último título -posiblemente definitivo- de esta historia personal. En esta novela, la protagonista ya no es una niña, Francia ya no es una tierra ajena y su padre… bueno, su padre sigue cumpliendo su condena, aunque está más cerca de recuperar su libertad.

Semanas atrás, Laura Alcoba estuvo una vez más de visita en Buenos Aires, adonde llegó para presentar su último libro, al igual que los anteriores publicado por Edhasa. En entrevista con Infobae Cultura, contó detalles de la escritura de sus libros, reflexionó sobre la lengua y sobre las formas en que pudo tomar distancia de su historia como narradora y también habló de cuánto y cómo influyó su infancia clandestina y de riesgo en su propia maternidad.

Quiero que me digas qué sentiste cuando pusiste punto final a La Danza de la araña, que no es el punto final solo a este libro sino a la obra en general.

— Tuve la impresión de haber concluido algo que tenía pendiente. En cierto momento sentí como una obsesión, "no terminé, no terminé, no terminé lo que empecé con La casa de los conejos y con El azul de las abejas" y era como una necesidad de escribir ese final digamos.

— Porque no estaba pautado que iban a ser tres libros…

— No. No, para nada. Para nada. Pero en cierto momento tuve como la certeza de que faltaba algo. Y más que certeza, obsesión, como que tenía que terminar y que tenía que salir el padre de la narradora de la cárcel y que lo había dejado encerrado en El azul de las abejas y que cómo había podido hacer eso y que tenía que salir. Entonces volvía a retomar la lectura de las cartas de mi padre, y una carta por semana durante dos años y medio, son muchas cartas; en un ciclo de cartas estaba este cuento de la danza de la araña, la araña que baila adentro de la jaula cada vez que sabe que su dueño está a punto de liberarla y esa obsesión que visiblemente yo había tenido durante meses de tener yo también una araña. Y tenía la impresión de que anunciaba en reducción lo que faltaba que era la liberación y La danza de la araña se volvió como el cuento del libro de ese punto final que yo quería dar y que era abrir la jaula.

— Al mismo tiempo la estructura de los títulos es similar. La casa de los conejos, El azul de las abejas, La danza de la araña. ¿Todo eso también fue surgiendo espontáneamente?

— No, no fue algo calculado en absoluto. Pero es verdad que los conejos de La casa de los conejos están, son conejos reales, están como guardianes de la clandestinidad, están como cobertura. Pero no logran salvar a los habitantes de la casa, en todo caso a los demás. En El azul de las abejas y en La danza de la araña son animales que no están.

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— No son animales físicos.

— No, pero se imaginan, se habla de esos animales. Y son el punto de encuentro entre el padre y la hija. La araña es la protagonista de un cuento que le cuenta el padre a la hija y que para ellas se vuelve una obsesión tener también una araña, que no va a venir, que no va a venir, pero va a salir al final el padre de una especie de araña del Aeropuerto de Roissy. Es importante que sean animales que están físicamente y animales de los que se habla y que son solo el espacio imaginario de encuentro y de escape de la realidad.

— Mencionabas recién al "padre de la narradora."

— Sí (risas).

— ¿Cómo hiciste todos estos años para separar a esa narradora de tu propia persona?

— Eso no fue fácil, me ayudó mucho Roger Grenier, un escritor francés, gran, gran escritor francés que acaba de morir, gran editor, que fue la primera persona que leyó en una editorial en todo caso mi primer libro, Manèges, que es La casa de los conejos. Grenier fue la primera persona que me llamó para decirme "esto nos interesa, va a pasar al comité de lectura y queremos conocerla antes". Él tuvo un papel muy importante para mí. Y en ese momento yo no sabía muy bien cómo presentar lo que había escrito porque sabía que había trabajado a partir de una serie de recuerdos. Sabía también que los había dispuesto de una manera particular para que se pudiesen leer como una novela pero sabía que cada capítulo, cada página, correspondía a algo grabado en mi memoria. Pero no quería quedarme encerrada en eso, no quería quedarme encerrada en la casa de los conejos.
Y recuerdo la primera vez que fui a ver a Grenier sentía mucha ansiedad por saber cómo iba a ser ese encuentro con el primer editor que quería conocerme. Y fue muy lindo porque hablamos durante horas de otra cosa, quería saber qué leía, quería saber qué me gustaba, me contó su amistad con Cortázar, me dijo: "ya que usted viene de la Argentina le voy a contar" y me contó una serie de anécdotas increíbles. Él había conocido muy bien a Cortázar. Y al final de ese encuentro, él no me preguntó si…

— Si eras la protagonista.

— Eso, sí. Me dijo: "Bueno, ¿y qué hacemos? ¿Lo presento en el comité de lectura o no?" Y él vio que para mí era algo complicado y me dijo: "Me gusta mucho el personaje de la nena." Y para mí fue… "Ahhhh, es un personaje, sí"…. Me emocionó que me lo dijera así. Y me emociona ahora…perdón, me emociono porque él se murió hace poco y no pude ir al entierro.

— Es que fue algo muy importante para vos.

— Sí, fue muy importante. Y a partir de ahí me sentí más libre. Tuve mayor conciencia, pero ya lo había hecho, de estar construyendo. Es como una caja de Lego y cada recuerdo es una pieza, y yo voy agarrando algunos…

— Un bloquecito.

— Un bloquecito y armo algo con esos bloques de Lego. Entonces hay mucho que dejo de lado porque no entra en la historia que quiero contar y voy construyendo ecos de un libro a otro. Ecos de memoria personal y desde esa nena que ya no soy pero que es en la voz que viene.

— Hay algo en el tono y hay algo con los tiempos verbales que construís, que traes la historia a un presente. ¿Eso te salió naturalmente, fue algo que fuiste trabajando, es algo que cambió?

— Me salió naturalmente pero no lo acepté inmediatamente. Cuando empecé a escribir La casa de los conejos yo creía que tenía que acompañar lo que me venía de la voz de la infancia con una voz adulta. Y mi primer proyecto era una alternancia, iba alternando un capítulo en que hablaba la niña y un capítulo en que hablaba otra voz adulta desde hoy. Y a medida que iba avanzando en ese libro -que no existe- oía la voz infantil y tenía mucha fuerza y la voz adulta era como artificial, y la quité. O sea que en La casa de los conejos existió esa voz adulta y quedó solo el principio, las primeras páginas que son la carta a Diana (N. de la R.: Teruggi), el final y un capítulo en el medio que es el capítulo sobre la palabra embute que fue la primera palabra que me vino. Y pude cerrar ese libro cuando acepté la voz infantil, a la que yo en cierto modo me resistía.

(Martín Rosenzveig)
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— ¿Te parecía que podía infantilizar el relato? ¿Te parecía que podía tener menos fuerza para la mirada de un lector ?

— Sí, aparte yo estaba escribiendo en francés un libro que, bueno, antes de la llamada de Grenier no sabía si se iba a publicar, no sabía si lo iba a terminar. Era un libro para un lector que no sabía nada de Argentina, que por supuesto no tenía la más mínima idea sí de las dictaduras en Latinoamérica, digamos.

— Claro, no tiene los referentes que podemos tener los lectores argentinos.

— Por supuesto; de Montoneros ni la más mínima idea de nada. Entonces claro, ¿a quién me estaba dirigiendo? Entonces por eso pensaba que una voz adulta tenía que acompañar casi como una guía. Pero la voz potente era la voz infantil. Es como que la voz se impuso, vino la nena a tomar el poder de mi borrador.

— ¿Y ese presente?

— Y ese presente venía en esa voz infantil. Y yo de cierto modo luchaba contra esa voz infantil, de cierto modo luchaba contra ese presente y quería poner otro presente que era el presente del tiempo de la escritura y la mirada sobre el pasado. Y ese otro presente era como que no sonaba, que no tenía el cuerpo que sí tenía el presente de esa voz infantil. Pero fue cuando acepté esa voz infantil cuando pude terminar el libro.

— ¿Estás segura de que ahora terminaste de escribir sobre el tema?

(Risas). Digamos, que terminé esta trilogía, sí. Escribí muchas páginas de La danza de la araña teniendo en mente episodios de La casa de los conejos y volví a trabajar inclusive una serie de motivos, detalles, palabras que yo quería que en la traducción también fuesen exactamente las mismas. Pienso por ejemplo en la escena de la plegaria delante de las torres en que se recuerda la escena del bautismo y yo quería que fuesen exactamente las mismas palabras. Aparece la palabra "fuentón", que había elegido para la traducción Leopoldo Brizuela y para mí era importante que estuviese exactamente esa misma palabra para hacer una serie de conexiones. Hay muchas otras. Hay dos acontecimientos históricos de los que todo el mundo se acuerda cuando los vivió, el golpe de Estado en La casa de los conejos, la elección de François Mitterrand en La danza de la araña. Yo tengo la impresión de haber terminado algo y que en esta novela estalla todo lo que no podía estallar o estaba contenido en La casa de los conejos, como el grito y el llanto. Ese sentimiento de no haber terminado la obra no era solo la necesidad de tener la liberación de papá en el libro, era también el llanto y el grito, que tenían que ocurrir. Cuando escribí El azul de las abejas tenía la impresión de haber terminado y después me agarró la obsesión de no, falta algo, falta algo. Ahora no me voy a adelantar a decir sí, ya terminé. Digamos, creo que este ciclo sí, pero creo que hay una serie de elementos que aparecen… porque lo que viene, como sea, ya no será una nena la que hable, ¿no? Tal vez es el ciclo de la nena el que terminó. Y termina la infancia.

— En los libros aparecen amistades, pero como el gran amigo de esta última novela aparece Robertito, que te acompaña todo el tiempo. Quiero que me cuentes más sobre el Petit Robert, el diccionario, porque es un personaje importante.

— Es un personaje. Al mismo tiempo tiene un nombre en castellano, Robertito cuando hago las entrevistas en Francia. (Risas) Les llama mucho la atención que llame así al diccionario. El tema del idioma para mí es muy importante porque cuando empecé a escribir La casa de los conejos, fue después del retorno acá y al lugar en que había vivido y el trabajo que hice de rescatar imágenes, experiencias de las que no tenía nada. Bueno, eso fue en 2003. Después, en 2006 volví. Bueno, el proceso de escritura lo hice en francés. Sin plantearme ni siquiera la pregunta, lo estoy haciendo en francés, por qué carancho estoy escribiendo en francés. Así salió y así fue. Allá era un libro francés, y acá era un libro argentino. Y después cuando acá salió el libro, que fue muy emotivo, en 2008, empezó a verme gente, a escribirme un montón de gente, muchos me decían algo así como reconozco una parte de mi infancia, todavía no puedo formularlo. Gracias por haberlo hecho. Y eso es algo que sigo recibiendo constantemente.

— ¿Incluso con esa particularidad de que no aparece una idealización de ese tiempo? Porque hubo muchísimo material bibliográfico que tuvo que ver con esa misma época pero en general lo que aparece es una cosa heroica y no el reclamo de los hijos, por ejemplo.

(Martín Rosenzveig)
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— No, no, no. Claro, es desde otro lugar. Muchas personas lo reconocían como algo escrito desde otro lugar. Claro, y la evocación de una militancia que evidentemente no es mía, de algo que no elegí pero que estaba ahí, de esa experiencia, ¿no? De una infancia en un momento de violencia política y de silencio, esa experiencia de silencio. Esa experiencia del miedo a hablar. Del secreto y de la palabra que puede matar. Cuando decir lo que no se debe puede hacer morir, puede significar la muerte de lo que uno más quiere. Y cuando eso se integra muy chico es complicado superarlo. Es lento y es algo complicado.

— Sobre todo porque está vinculado con los padres de uno.

— ¿El francés te ayudó a neutralizar un poco el relato? ¿Te permitió una distancia necesaria como narradora?

— Una distancia como narradora y al mismo tiempo porque yo salí de una relación muy complicada con la palabra en ese otro idioma. Y es todo El azul de las abejas, es el placer de entrar en otro idioma, de liberarse en otro idioma. De repente, de aprender un idioma en que se juega con una letra muda. Ahí no se es mudo por necesidad sino que se juega con el silencio.

— Más allá de que uno puede leer en tu novela, qué significa la figura de Mitterrand, ¿qué significó para una hija de militantes de Montoneros -una que huyó, el otro estaba preso-, la figura de un presidente demócrata, socialista? ¿Cómo la ves hoy a esa figura, cuando los socialismos europeos están tan cuestionados? ¿Fue una especie de papá, como pudo ser Alfonsín por su lugar en el regreso de la democracia? 

— Sí. Y aparte tiene esa función, ese momento, ¿viste esos momentos históricos de los que todos se acuerdan qué hacían ese día? En Francia -para quienes están en edad de haberlo vivido y contar qué hacía yo ese día- la elección de François Mitterrand es un capítulo que me comentaron mucho.

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— ¿Tus padres viven?

— Sí.

— ¿Los dos?

— Sí, sí, los dos.

— ¿En Francia los dos?

— No, mi padre en España y mi madre en Francia. Y para ellos no es fácil. Y cuando te decía que hice un trabajo al que llegué lentamente de volver a la casa es porque para mi madre, particularmente, evocar ese momento de su vida es muy doloroso, complicado, y era un momento que habíamos compartido pero del que no se hablaba. O sea que yo no tenía objeto, no tenía imágenes, no tenía relato, no tenía palabras para hablar de eso que llevaba adentro y de esos recuerdos particulares.

— Y qué piensan ellos de una hija escritora que cuenta su propia historia.

— Creo que lo aceptaron, digamos…

— Costó.

— Para mi madre fue complicada la publicación de La casa de los conejos. Después de esa charla que tuve con Roger Grenier, antes de firmar el contrato de edición, le pedí a mi madre que leyera el libro, porque no quería que lo tomase como algo que pudiese ser un problema entre ella y yo. Y fue muy fuerte. Porque yo la veo mucho aparte a ella, muchísimo, nos vemos una vez por semana. Cada vez que ella venía cuando yo estaba escribiendo ese libro yo ocultaba todo. Después me di cuenta, lo escribí en la clandestinidad (risas). Apagaba mi computadora, cerraba el archivo. Yo suelo escribir, imprimir, corregir, si tenía alguna hoja del borrador del libro la ocultaba.

— ¿Necesitabas tenerlo primero para vos?

— Claro. Aparte no sabía si lo iba a terminar, no sabía si lo iba a publicar y yo pensaba "para qué torturar a mamá con esto que estoy haciendo". Porque sabía que iba a ser una tortura. Cuando terminé el libro y cuando tuve esa posibilidad dije "no puedo publicarlo sin hablarlo antes con mamá". Entonces en una de esas visitas de mi mamá a casa, en 2006, no sé, habrá sido mayo, junio, fue muy rápido todo entre el momento en que envié el libro a Gallimard y que me llamaron, dije: "Mamá, escribí algo". Algo. "Necesito que lo leas porque…habla un poco de vos, aparecés en el libro". Dice: "Bueno". Se sienta y le doy las páginas, que todavía no era el libro.

— ¿La pusiste a leer adelante tuyo?

— No, la dejé ahí y me fui.

— Ella no tenía la menor idea de que estabas trabajando en eso.

— No, ni la menor idea. Ella se quedó en la cocina leyendo. Yo la dejé en la cocina leyendo.

— ¿Te preguntó cosas? ¿Por ahí te corrigió algún dato, nada?

— No, no, no, nada. A veces me preguntaron bueno, ¿esto se contaba? No, no hay ninguna mediatización por parte de mi madre, o de la memoria de mi madre, absolutamente nada. Ella leyó de punta a punta, bueno, el libro es corto, pero se quedó en mi cocina así. Bueno, lloró un montón. Y me dijo dos frases, nada más, me dijo: "No sabía que te acordabas de todo esto." Después le digo: "Bueno mamá, me llamaron de Gallimard, puede ser que se publique. ¿Te molesta?" Me dice: "Creo que me hace bien que hayas dado esta forma a todo aquello." Y no me dijo nada más.

— Te dijo todo lo que te tenía que decir.

— Sí.

— O sea, te habilitó también ¿no?

(Martín Rosenzveig)
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— Era difícil para ella decirme más que eso. Fue muy diferente años después cuando les solicité a los dos, a papá y a mamá, que me contaran el viaje a Cuba de lo que salió Los pasajeros del Anna C. Pero también me basé en dos o tres memorias. Para mí era importante no basarme solo en la memoria de mis padres. Y ahí salió ese otro libro. Pero sí, complicado fue para ella. Y al mismo tiempo yo sabía que estaba abordando algo que para ella era imposible. Pensá, yo volví, bueno, la primera vez en 2003 a la casa. Luego 2006. Después volví después de la publicación de La casa de los conejos. Mi mamá, que suele volver a Argentina, viajar, ir a La Plata, no volvió nunca, es incapaz de imaginar la idea de volver a ver esa casa.

— Vos tenés hijos.

— Sí.

— Cuánto de toda esta experiencia y de haberla volcado por escrito te hizo a pensar sobre la responsabilidad ante los chicos, ante tus hijos. Digo, no es lo mismo una madre que atravesó todas estas situaciones acompañando decisiones muy fuertes y hasta cuestionables de los padres. Debe haber sido…

— Sí. Y yo creo que tuvo un papel fundamental mi tercera maternidad, porque yo tengo dos varones y una hija. Y cuando nació ella, de hecho evocó el hecho, yo vine en el 2003 a Argentina con mi hija menor, que tenía unos meses. Y el hecho de volver a Argentina y de volver por primera vez a la casa en la que habían vivido Diana Teruggi y Clara Anahí era como… El tema de la maternidad, de la responsabilidad, es algo que sí, que también disparó mi escritura. Como también la toma de conciencia de la supervivencia y de que yo estaba viva y podía volver a ese lugar con mi hija viva.

 

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