
Bajo la tenue luz de una noche reciente, entre las conversaciones y risas de una celebración, Jorge sintió un calor en el pecho que lo transportó de inmediato varias décadas atrás. Todo se debía a la presencia de Marcela, la protagonista de un vínculo que se teje lentamente a lo largo de casi treinta años, con pausas y en el que el azar siempre parece tener la última palabra.
Corría el año 1995 cuando Jorge, un adolescente tímido de 15 años, aceptó a regañadientes la invitación de su hermano tarjetero para ir a un boliche llamado Sem. Poco aficionado a la vida nocturna, Jorge no sospechaba que esa noche sería el comienzo de una historia que marcaría el resto de su vida. Fue allí donde vio por primera vez a Marcela, de 14. “En ese instante todo mi alrededor desapareció. Su pelo negro, cortado a la altura de los hombros, su rostro delicado, sus gestos al bailar… pero lo que más me marcó fue su sonrisa, una de esas imposibles de olvidar. Llevaba un vestido negro corto, con mangas que se abullonaban en los hombros. No puedo describir lo que sentí, pero sí sé que desde esa noche ella quedó grabada en mi retina", recuerda como si fuese ayer.
La timidez y la falta de destreza sobre la pista no impidieron que Jorge, encandilado, comenzara a frecuentar el boliche cada fin de semana, solo para contemplar a Marcela bailar. Y se propuso aprender. Tenía que bailar con ella. “Según mis hermanas, era el más pata dura que conocían. Pero tenía una misión: aprender a bailar, y esperar que el universo conspirara para volver a cruzarnos. Así fue que cada fin de semana la veía en la misma pista, sin animarme a hablarle, y mientras tanto me enamoraba en silencio viéndola bailar”.
La oportunidad finalmente llegó. Una noche, la música y el destino se aliaron y Jorge, superando su torpeza inicial, cumplió su desafío: bailó junto a Marcela. Desde ese instante, ambos comenzaron a compartir no solo la pista de baile, sino también una amistad que pronto se volvió entrañable. “Teníamos esa conexión única que se siente cuando con una sola mirada entendés todo. Estuve en su cumpleaños de 15, le escribí poemas, le regalé pequeños detalles y hasta grabé un casete con dedicatorias entre tema y tema. Ella sabía lo que yo sentía”, asegura.
A medida que los años fueron pasando, la vida los llevó por caminos separados: ambos tuvieron otras parejas, nuevas amistades y cada uno armó su vida. “Podíamos pasar meses o años sin vernos, y cuando nos encontrábamos era como si nos hubiéramos visto ayer: todo fluía”, rememora Jorge, quien durante todo ese tiempo nunca dejó de pensar en ella. Así, el vínculo entre ambos se mantuvo flotando entre la amistad y la nostalgia, fortaleciéndose en la memoria de los gestos sencillos y los detalles compartidos en la juventud.
La historia dio un giro en el año 2000. Jorge, ya convertido en policía, sintió que había completado un ciclo personal y decidió que era el momento de declarar abiertamente su amor a Marcela. “Lo primero que hice fue ir a su casa uniformado para decirle que ahora sí estaba preparado para amarla y cuidarla toda la vida”, relata. Sin embargo, esta vez el destino nuevamente fue esquivo: Marcela tenía pareja y Jorge, con resignación, supo que aún no era el momento. Dice que se fue tarareando una parte del tema “Tengo todo excepto a tí”, de Luis Miguel: ‘Se ve que no te voy, se ve que no me vas...’.

Los años continuaron su marcha y ambos siguieron con sus vidas por sendas diferentes. Jorge formó una familia y fue padre de una niña. A pesar de la rutina, Marcela seguía estando, de alguna manera, siempre presente. Un día, después de mucho tiempo, fue ella quien lo contactó. Se encontraron, pero Jorge se sintió en la obligación de marcar un límite. “Le mostré la foto de mi hija. En su dulce mirada vi tristeza, pero también entendí que debía ser leal. No quería robarle un beso al amor de mi vida porque lo que sentía era verdadero: amor, no deseo pasajero, y mi deseo siempre fue hacerle bien...”, explica Jorge sobre aquel reencuentro que, aunque breve y distante, reafirmó el sentimiento profundo que mantenía por Marcela.
A partir de entonces, el vínculo se resumió a mensajes esporádicos en los cumpleaños, saludos por redes sociales y la certeza de que, aun en la distancia, la complicidad seguía intacta. Pero el hilo invisible que los conectaba guardaba aún una sorpresa. Este año, Jorge se separó. Entonces, la fecha del cumpleaños de Marcela volvió a reunir sus historias. Ella lo invitó a celebrar y, aunque él dudó, finalmente decidió asistir. “Ella tiene su familia, y yo no quería confundir nada. Pero ya saben lo que dicen: el amor es más fuerte”, cuenta.
Aquella noche, que Jorge la recuerda como “mágica”, llegó tarde. Lo recibió el hijo menor de Marcela, cuyos rasgos le recordaron inmediatamente a ella. El reencuentro con la familia fue cálido y la emoción apenas pudo disimularse cuando finalmente vio a Marcela y se fundieron en un abrazo eterno. Una serie de casualidades los situó uno junto al otro durante la fiesta. Una amiga de Marcela le pidió ayuda para disparar tubos de papelitos de colores en el instante de la torta. Así, cuando la cumpleañera sonreía bajo esa lluvia de colores, Jorge sintió que “el tiempo volvía atrás”.
Un rato después Marcela se acercó al DJ, y de golpe empezó a sonar un tema, el tema de ellos: “You’re My Heart, You’re My Soul” de Modern Talking. “Bailamos como hacía 29 años. Nos mirábamos, sonreíamos, y no existía nadie más. Bailamos algunas canciones más, ella se repartía entre todos, como dueña de la noche… pero cada vez que nuestras miradas se encontraban, yo sabía que esa magia seguía ahí“, resume Jorge.

Jorge quiso compartir una historia de amor distinta. “Porque el amor verdadero no se mide en besos ni en lo físico, sino en cómo alguien logra hacerte sentir. Y ella, cada vez que la abrazo, me reinicia, me da paz, me recuerda que existe un amor puro, eterno e inigualable. Te quiero, mi medio litro. Te necesito en mi vida, de la forma que sea...”
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