
La caída de Tenochtitlán representó el inicio de una nueva era, un nuevo reino para los nuevos moradores venidos de España. Si bien aún tenía que caer el resto de los señoríos, con la derrota del principal imperio, el mexica, Hernán Cortés mandaba un mensaje.
No solo representaba el inicio de la planeación de la nueva ciudad que coronaría la tierra conquistada, sino la llegada de la religión cristiana y el inicio de la conversión de los nuevos súbditos de la corona española. Por eso un día el mismo conquistador tuvo que dar el ejemplo de servidumbre y entrega.
Cortés era un fiel y devoto creyente. En libros y ensayos de historia se ha resaltado que aquel conquistador tuvo como principales objetivos servir a la corona y extender el reino de Dios a nuevas fronteras, aunque tampoco hay que olvidar que era un hombre ambicioso y violento. Tan solo el tesoro de Moctezuma iba a ser enviado al rey Carlos V, aunque este fue robado por piratas franceses.
Así también la campaña era una forma de añadir súbditos al reino de los cielos por lo que pedía constantemente a través de sus relaciones a Carlos V mandar más religiosos para encargarse cuanto antes de la evangelización de los indígenas y hubiera un control en los españoles que entraban al nuevo reino para o llenar de más vileza las almas de los indígenas.

Ante esta situación fueron enviados los primeros doce franciscanos a la Nueva España para dar inicio a la conquista espiritual. Dicho sea de paso, aquellos misioneros se sentían como los doce apóstoles que iniciaban de cero la predicación de la religión verdadera.
“Pese a las flaquezas (...) estaban en él hondamente arraigadas las convicciones cristianas. Siempre llevó en su persona una imagen de la Virgen María, cuyo amartelado devoto fue; día a día rezaba sus oraciones y oía misa”, escribió Robert Ricard en La Conquista Espiritual de México.
Tras la victoria en Tenochtitlan y erigidos los primeros templos, de acuerdo a la leyenda, el conquistador, siendo gobernador y capitán de la Nueva España decretó que la asistencia a misa era obligatoria para todos. Pero los indígenas y algunos españoles, entre ellos conquistadores, no eran puntuales o no asistían, motivo por el cual los frailes se quejaron con Cortés.
Para poner un alto a esta situación, decretó que ante la osadía de no asistir al ritual, la persona sería castigada con quince o veinte azotes una vez terminada la misa frente a todos. Nadie creyó que esa pena sería aplicada ni a los señores españoles ni a los caciques indígenas.

Un día la misa se ofreció, pero faltó Cortés. Pasó el evangelio, parte que se estableció como limite, pero no había pista de él. Entonces apareció el conquistador quien se sentó sin decir nada. Al finalizar la misa, nadie esperaba que la pena fuera aplicada a la misma persona que la había ideado. Así que fue gran sorpresa para todos cuando Cortés se dirigió al altar una vez finalizada la misa, se retiró las prendas superiores y se arrodilló.
El fraile le dio los azotes y todo el mundo supo que aquella pena aplicaba para todos sin falta. No se sabe si aquel acto fue arreglado o no, pero sirvió como ejemplo para todos aquella prueba de fe y humildad.
Era tal la adoración de Cortés que en Cempoala derribó una escultura de los dioses nativos para erigir una cruz. El fraile Bartolomé de Olmedo que lo acompañó y lo atemperó en diversas ocasiones, lo tranquilizó para que esto no volviera a pasar ya que en Tlaxcala no quisieron aceptar que alzaran una cruz y Olmedo dijo a Cortés que había que ser pacientes, puesto que apenas comenzaban a conocer la nueva fe.
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