
La vida pública de México parece estar en estado líquido, como diría el escritor polaco-británico Zigmunt Bauman, los referentes de nuestra identidad no están más en el pasado. El año 2000 marcó un cambio importante en la política al llegar al poder el primer presidente de oposición luego de una hegemonía de 71 años, un empresario. El sucesor de este en 2006, proveniente del mismo partido pero con un perfil diferente, sumamente conservador y más agresivo dio continuidad a este golpe de timón.
El periodo que siguió marcó el regreso del partido hegemónico, esta vez con un perfil light, claramente sostenido por las poderosas estructuras de antaño. El 2018 marca un nuevo cambio, esta vez el presidente representa la izquierda, anuncia un gobierno humanista que marcará un parteaguas social y económico.
Todos estos perfiles en un lapso menor a veinte años.
La relación de la sociedad mexicana con sus gobiernos es recelosa y desconfiada, acostumbrada a la traición de su clase política, puesta –entre la espada y la pared- a elegir entre dudosas opciones en la boleta electoral, salvo por esos envidiables grupos, aguerridamente seguros de estar representados por una de ellas que, al cabo de un tiempo, descubren una y otra vez que no era así. El “empresario” del año 2000 era justo eso que parecía, un hombre común, ignorante hasta la audacia; que el hombre “templado y firme” del 2006, nos llevaría a un baño de sangre que, fatuo e inflexible, no sería capaz de detener; que el hombre “light” del 2012, prisionero de una involuntaria y lastimosa comicidad era experto en un solo tema: la corrupción.
El hombre “austero y humanista” del 2018, el más apoyado en la historia reciente, no está rompiendo la tradición del desengaño. A un año de su arribo ya hay claras inconsistencias con el discurso, el Estado laico se ve amenazado por los servicios de evangelización a jóvenes inscritos en programas sociales, por ministros de iglesias que reciben un sueldo del gobierno de “izquierda”, un marcado gusto por las asignaciones directas de contratos (78% de ellos al día de hoy) y por reservar información clave a varios años en el futuro, además de la imposición de funcionarios fieles a la figura presidencial en la dirección de instituciones que se suponían autónomas, el tradicional pase de charola a empresarios y el abandono por los temas de género.
El panorama no es muy halagüeño para una sociedad que parece condenada a seguir buscando un gobierno a la altura de su tiempo.
Hay un México con indígenas líderes, con doctorados, artistas y hasta una candidata presidencial, pero también con indígenas pobres y marginados. Hay un México medallista, competitivo, ganador. Hay un México intelectual, un Nobel de literatura, muralistas reconocidos como escuela. Hay un México feminista con mujeres en posiciones antes reservadas para hombres, diputadas, senadoras, magistradas, directoras de orquesta, pilotas aviadoras, taxistas, futbolistas. Pero también hay un México violador y feminicida. Hay un México que muere de hambre y otro que cierra los ojos. Hay un México que produce drogas, que asesina y disuelve en ácido sus cadáveres. Hay un México que busca a sus hijos en fosas clandestinas. Hay un México que mira al sur pero depende del norte. Hay un México sin medicinas para niños con cáncer. Hay un México sediento de esperanzas, de certezas, de futuro.
Y todos nadamos en este México líquido, unos a contracorriente del inminente naufragio, otros con la fuerza de una fe ciega en su líder. Solo él flota, cargando su peso muerto en los hombros de los ciudadanos.
*Diseñadora, tuitera y ciudadana
Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio
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