
A Gabriel García Márquez le gustaba mentir. Jugaba a cruzar la frontera de la verdad. Por ejemplo, su fecha de nacimiento. Juraba haber nacido en 1928. En las entrevistas, en las biografías, en las solapas de sus libros aparece esa fecha. Contribuyó tanto a esa mentira que en 1998 —cuenta Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida— festejó su cumpleaños número setenta con una gran fiesta por el número redondo. Pero no, ese día cumplía 71. Que nació en 1927 lo confirmó, no sólo su propio padre, sino también él mismo en Vivir para contarla, sus memorias publicadas en 2002. Y claro, al momento de develarlo, eligió hacerlo de una forma elegante, estilizada, narrativa. Escribió:
Fue así y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana y con un aguacero torrencial fuera de estación, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdió el dominio de su arte en el peor momento. Pero más aún lo perdió la tía Francisca, que corrió hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio:
—¡Varón! ¡Varón! —Y enseguida, como tocando a rebato—: ¡Ron, que se ahoga!

¿Cuando comenzó este juego de la mentira? Es difícil precisar un origen y saber el momento exacto en que el pequeño niño se animó a burlar el esquema lógico de la verdad soltando una mentirilla piadosa al mundo. ¿Cuán dulce habrá sido aquella sensación de inmunidad artificial? "Las falsedades con que García Márquez ha despistado a la prensa y a sus mismos biógrafos durante décadas tienen, entre sus partidarios, una justificación entusiasta, alusiva al genio del creador", escribe Xavi Ayén en el libro Aquellos años del boom, recientemente publicado por Random House. Y acierta.
"Desde chiquito, Gabito siempre ha sido un mentiroso. En toda su vida no ha hecho otra cosa que contar mentiras", dijo su padre, Gabriel Eligio García. El periodista colombiano Gustavo Tatis Guerra entrevistó a Don Gabriel para La flor amarilla del prestidigitador, un libro que fue escribiendo durante muchísimos años, y éste le dijo: "[Mi hijo] era el embustero más grande del mundo. Tenía una capacidad para inventar más allá de la realidad que veía. Siempre he dicho que tenía dos cerebros. A mí nadie me quita la idea de que Gabito es bicéfalo".
Aquel niño travieso se convirtió en un adolescente rampante, luego en un adulto voluntarioso y, finalmente, en un anciano sabio y carismático. Tuvo una esposa, Mercedes Barcha, y tuvo dos hijos, Rodrigo y Gonzalo. Durante toda su vida escribió sin parar dejando cerca de sesenta libros. Sus más descabelladas experiencias, su trabajo inclaudicable como periodista, su olfato narrativo, la invención del realismo mágico, su pertenencia emblemática dentro del boom latinoamericano… todo eso está en las miles y miles de páginas que escribió. Hasta que un día, igual que este pero de 2014, falleció.

En Cien años de soledad —su obra cumbre y gema mayor—, sólo cuatro veces aparece la palabra mentira. Cuatro. ¿No es ese, acaso, un ocultamiento típico de los mentirosos? En Vivir para contarla es peor, sólo una vez. Aunque cuando aparece es con contundencia: "Las cosas que contaba les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo."
Sin embargo, y de esto ya no quedan muchas dudas, Cien años de soledad es una de las grandes mentiras de la literatura latinoamericana. Pero no una mentira como farsa, sino en el sentido que Juan Rulfo les daba a los escritores: mentirosos obsesivos que trabajan fabulando historias con la obstinación de que sea creíble y verosímil de principio a fin.
Hay una anécdota que ilustra de forma precisa esta idea. García Márquez la ha contado varias veces y la ha escrito en Cómo se cuenta un cuento. Cuando le dan la noticia de que el Premio Nobel de Literatura es suyo, de que él es el legítimo ganador de este prestigioso galardón internacional, exclama: "¡Mierda, se lo creyeron! ¡Se tragaron el cuento!"

De todos modos sería un error creer que ejercía sin matices la mentira. Desde luego, dudaba y sabía del valor de la verdad. Era un hombre comprometido con su tiempo. Trabajó añares como periodista, profesión que le dio un pantallazo crudo de eso que llamamos realidad. El actual director de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano Jaime Abello recuerda —en una entrevista con El Mundo— una frase que el Nobel le dijo: "La primera función del periodismo es la verdad porque vivimos en un mundo lleno de mentiras".
Además, en El otoño del patriarca, una novela que casi no tiene puntos —¿inspirada en El innombrable de Samuel Beckett?—, escribe: "La mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad". Hay una crítica muy dura en esa línea. En resumen: no estamos hablando de un cínico que cree que mentir es la razón de ser del escritor, puesto que contempla necesaria la relación con el contexto social que lo acoge. Si bien la verdad es lo contrario de la mentira —decía Juan José Saer—, la ficción no es lo contrario de la verdad.
Eso es lo que hace la buena la literatura, ¿no? Y es también lo que hizo García Márquez durante toda su vida: mentir para decir la verdad.
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