
Hace 40 años, Gabriel García Márquez recibió el premio Nobel de Literatura y llevó el Caribe a Estocolmo, y frente a la Academia Sueca recibía la medalla del Nobel y un diploma. Hace 58 años, en México, Gabo compraba su primera máquina de escribir eléctrica, una Smith-Corona modelo 1957, que, según cuentan, fue la que utilizó para escribir Cien Años de Soledad, que se publicó hace unos 55 años.
Estos tres objetos, el diploma, la medalla y la máquina de escribir, están exhibidos al público, de forma gratuita en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, a partir del 16 de diciembre, según lo anunció la viceministra de Asuntos Multilaterales del Ministerio de Relaciones Exteriores, Laura Gil, que, en compañía de la ministra de Cultura, Patricia Ariza; la directora de la Biblioteca, Adriana Martínez; el escritor Gonzalo Mallarino, y amigos y lectores de Gabo, realizaron un recorrido por la sala donde los objetos del escritor serán exhibidos.

La exhibición de los objetos hizo parte de la apertura del evento de conmemoración ‘Gabo: 40 años del Nobel’, y es posible gracias a la donación de su familia, que dejó bajo custodia de la Biblioteca Nacional de Colombia, convirtiéndose en patrimonio cultural de los colombianos.

Por su parte Adriana Martínez-Villalba, directora de la BNC señaló que, “estos objetos estarán a disposición de todos los colombianos como símbolo de la cultura y la literatura colombiana”.
Como dato curioso la máquina de escribir eléctrica de Gabo que está expuesta, necesitó una adaptación para incluirle la letra ñ en lugar del signo +.

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El 10 de diciembre de 1982, Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura y leyó su discurso “Brindis por la poesía”
Al finalizar la ceremonia en la que Gabo recibió los objetos expuestos en la Biblioteca Nacional, el autor cataquero, durante el brindis con los reyes suecos, leyó este discurso:
“Sus majestades, Sus altezas reales, amigos:
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como la evidencia, a menudo agobiante, del compromiso que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el agobiante inventario de las naves que enumeró en su Ilíada el viejo Homero está visitado por un viento que la empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan evidente como milagrosa totalidad rescata a nuestra América en Las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora evidencia de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias”.
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