El último vuelo de ‘El Palomo’ Usuriaga

Tras 18 años, aún hay dudas alrededor del asesinato del futbolista colombiano que triunfó en Argentina.

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CRÓNICA

“¡USUUUUUUUUUU!”. Ahí va ‘El Palomo’. “¡U-SU-RIA-GAAAAAAAAA!”. Qué goles hizo el negro. Eran expresiones de arte. Todo un crack, dicen los argentinos. “Mirá lo que hace. Qué bárbaro”. Eduardo Sacheri lo ve en los vídeos y se cruza de brazos. No hay mucho que analizar. Se ve por sí solo. “Eso es lo que hacen los grandes futbolistas, escogen siempre la opción más difícil”. Y qué difícil fue cuando nos tocó ver que Maturana no lo convocaba para el Mundial de Italia 90. Qué difícil fue ver el fútbol sin él presente, cuando lo sancionaron dos años por dopping. Pero lo más difícil, lo más pesado y triste fue ver las portadas de los diarios en Argentina y en Colombia, que mostraban su foto en blanco y negro y decían que al Palomo lo habían matado.

“Te hacía levantarte de donde estuvieras”, dice Daniel Galoto, que lo disfrutó cuando vistió la camiseta de Independiente. Los argentinos lo veían, alto, flaco, negro, y no pensaban que ese fuera capaz de jugar como lo hizo. “Su cuerpo de 1,92 metros con movimientos de una desorganización coordinada asombrosa atraparon al exigente pueblo rojo”, escribió Rodrigo Tamagni en 2019. “Refinado con la pelota, de excéntrica cabellera y con estrafalario look, Usuriaga es el punto de comparación para cualquier colombiano –especialmente atacante– que arribó a Independiente luego de su estadía. Nadie logró cubrir su lugar”.

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“Tenía el carisma que solo pueden tener los ídolos”. Jorge Barraza lo resalta como uno de los mejores jugadores extranjeros que pisaron suelo argentino. “Era anormal”, dice Jorge Burruchaga. “La elasticidad que tenía, el dominio de pelota”. Ese era ‘El Palomo’, que siempre tuvo el corazón caliente y la mente fría, que nunca pudo traicionarse a sí mismo, ni en los excesos, y terminó yéndose demasiado pronto, sin haber cumplido siquiera los 40 años, y aún después de muerto continuó alegrando a la gente, dejando que un montón de personas se ganara la lotería con los números de su lápida. El 3582 le alegró los días a 1800 nombres.

Lo mataron con su misma arma, podría decirse, a punta de disparos. Los que él hacía eran tremendos. Bochini, Usuriaga y Agüero fueron los más grandes. Todos los demás ídolos se venían abajo cuando ‘El Palomo’ metía gol: ¡Usuriaga, Usuriaga, Usuriaga, Usuriaga!”. El Palomo voló y bien alto en Independiente. De todos los equipos por los que pasó, es aquí en donde más se le quiso, en donde más pudo ser él mismo. “Siempre con el Rojo”, dicen los hinchas. “Cuando un jugador se mete en el corazón de un pueblo, las cosas van más allá del fútbol”.

Es una ironía que lo hayan ultimado con una 9mm. La gente en Argentina esperaba siempre el minuto 9, porque era cuando el 9, que lo llevaba El Palomo en la espalda, comenzaba a brillar. “¡USU-RIAGA, USU-RIAGA, USU-RIAGA!”. Tantos años después, no lo olvidan. Ni los más pequeños desconocen su historia. Saben, desde que sus padres les muestran lo que es el amor por el fútbol, quién fue Albeiro Usuriaga y todo lo que hizo por el Rojo.

Menospreciado en Colombia, todo lo que consiguió, lo más grande, se le reconoció por fuera. La selección dirigida por Francisco Maturana los tenía a Valderrama, Rincón, Asprilla y Valencia. No veían necesario que Usuriaga estuviera ahí, pero se equivocaron. Cuánto más hubiesen conseguido. Se perdieron de uno que volaba por preferir a los que iban corriendo. “Era un tipo inocentísimo en medio de un fútbol que estaba cambiando para siempre”, dice Pablo Ramos. “Lo que hicieron fue cortarle las piernas”, señaló en su momento Ricardo Gareca. “Albeiro cometió un error en su vida, solo uno, y fue haber sido demasiado honesto”, continúa Ramos.

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Tras el episodio de dopping, que lo dejó por fuera dos años, Usuriaga señaló en una entrevista: “Mi vida no se termina acá”. Leer hoy el titular de ese periódico en Argentina te hace hervir la sangre. Pensar que se la terminaron después por un ataque de celos. Al Palomo lo asesinaron el 11 de febrero de 2004, un miércoles, un día de fútbol. Tenía 37 años cuando ocurrió. Había pasado tiempo desde sus días gloriosos en Independiente y sus años dorados en el fútbol español. Andaba sin equipo y estaba en conversaciones para firmar con un club del lejano Medio Oriente, o eso es lo que dicen, lo que uno puede leer por ahí. Se iba a ir para Japón a cerrar su carrera, pero no alcanzó.

Quienes estuvieron ahí cuando ocurrió, en esa esquina del barrio 12 de octubre, en Cali, cuentan cómo pasó: los sonidos de disparo, el humo de la pólvora que se quemaba, el árbol que acogía el cuerpo ensangrentado del Palomo, antes de que diera unos pocos pasos y terminara tendido sobre el andén, mientras sus ejecutores, a bordo de una motocicleta, se perdían entre las calles. Más allá del dolor, hubo poesía en ese instante. El Palomo caía como el ave alada que siempre fue. Despacito sobre el piso, frío, en silencio.

“La gente en Colombia ha sido muy ingrata con él”, señaló su hermana Yolanda, en algún momento. El Palomo nació, a lo mejor, en el país que no era. Qué habría sido de él si hubiese sido argentino, por ejemplo. Aparecería en las enciclopedias y las revistas bajo la categoría de “genio”, junto a Maradona o Albert Einstein. ¿Qué hubiese pasado si...? Es lo único que se me ocurre preguntar. La misma pregunta que, seguro, se hizo su familia cuando cayó muerto, y los hinchas del Rojo, y todos los que alguna vez lo quisieron.

De alguna manera, su fútbol fue reflejo de su vida. Siempre distinto, rebelde. Cuando lo mataron, cuando dio su último vuelo, habían llamado a su hermana Carmen para advertirle, pero ella pensó que no iba en serio y no le dio importancia al asunto. Cuán agresivas pueden llegar a ser nuestras decisiones, y cuán pendencieras. Eran las 7:20 de la noche y Albeiro estaba jugando al dominó en un negocito que había en el barrio, donde solía encontrarse con amigos. Entonces, llegaron los de Molina, los de ‘La Negra’, y lo mataron a balazos.

Primero dijeron que lo habían asesinado por haber sido testigo, días antes, de un asesinato en el barrio. Cuatro años después de su muerte, la fiscalía decretó que había sido por un asunto de celos. El Palomo murió por los celos de un cobarde, como si fuera uno de esos supuestos hinchas que matan al otro por llevar la camiseta del rival de patio.

Jefferson Valdéz Marín era el nombre del jefe de la banda que lo mató. Qué culpa pudo haber tenido Usuriaga de haberse metido con su exnovia, y qué podía saber él. Casi como cuando el delantero erra el gol de cara al arco, así fue su muerte, cuestión de definición, de decisión, de huevos, pero esta vez no era cosa de él, sino del que lo veía de lejos. Una especie de mediocampista de esos que tiran a matar, de esos agresivos que no juegan por jugar sino por pegar. De esos sucios que pocas veces la gente recuerda. La escena quedó manchada, bañada de charcos de sangre, las cartas y las fichas de dominó salpicadas de un rojo escandaloso. Y de nuevo la poesía. Todo rojo en sus últimos segundos con vida, como el rojo de la camiseta que vistió y a la que le dio tanto.

Damián Muñoz, que aparece mencionado en una crónica sin firma que Colprensa permite leer en la web, trabaja como utilero de los equipos juveniles de Independiente, lleva el apodo de Usuriaga tatuado en el cuerpo. “Yo a veces discuto con los que solo se acuerdan de Bochini a la hora de hablar de ídolos”, dice. “Yo les pregunto, ¿y el Palomo?. Ese era un tipo para imitar: el loco tiraba la pelota para adelante y nadie sabía en qué iba a terminar (...) Donde iba la gente deliraba, era como Maradona, todo el mundo lo quería”. Y sí, en Avellaneda, si uno pregunta, Albeiro Usuriaga es Maradona, un Dios.

La muerte de un Dios duele más que la de cualquiera, porque es a quien uno le reza, a quien uno se entrega con fe ciega. Tanto tiempo después, las versiones que hay sobre cómo se dio todo ese día en el barrio, siguen siendo confusas. Todas las buenas historias tienen distintas maneras de ser contadas y esta es una de ellas.

Hasta en la muerte El Palomo fue grande, lo sigue siendo. Una vez pusieron en el Estadio Pascual Guerrero una placa de mármol que decía: “Este palco fue construido por la Alcaldía en memoria de Albeiro Usuriaga ‘El Palomo’. Santiago de Cali, 25 de agosto de 2004″. Después fue descolgado cuando se renovó el escenario. En Argentina eso no hubiese pasado. Se habría quedado siempre.

(Archivo de El Gráfico de Maxi Roldán)
(Archivo de El Gráfico de Maxi Roldán)

El día de su velorio, Cali se vistió de fiesta. Probablemente se acabaron las flores ese día. “De alguna manera, sabíamos que podía sucederle algo así. Usuriaga fue un tipo que siempre estuvo caminando al borde de la cornisa”, dice Barraza. “Pero no por andar de malo, sino porque era un ángel. Eso era. No se podía caer. Albeiro era un tipo angelical”.

Su hermana Yolanda dice que aún tiempo después de su muerte, lo seguían sintiendo cerca. “Mi mamá se soñó un día con él. Y dijo que en el sueño, él le había dicho que ya se iba. Ella le preguntó que cómo así. Sí, ya me voy. Cómo es eso, le pregunta ella. Con quién se va. Me voy solo, Mamá”.

Lo cierto es que no está solo. Miles de almas lo acompañan, lo corean, lo celebran. ”Sentíamos su loción”, dice Yolanda. Y es que el perfume, el aroma de El Palomo no se ha podido ir de esta tierra, y no se irá mientras se le recuerde. Han pasado 18 años y todavía se nos eriza la piel con sus sancadas, todavía se escucha el grito de gol, el coro con su nombre: “¡USURIAGA!”.

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