El resplandor de los reflectores suele reservarse para quienes ocupan el centro del plano. Pero aquella noche, en el ciclo Otro día perdido, la verdadera estrella fue una nuca. Eduardo Blanco y Fer Metilli fueron los invitados para hablar de Empieza con D, siete letras, la obra teatral que ambos protagonizan, pero fue otro el debut que robó las risas, los aplausos y los secretos del oficio ante la mesa de Mario Pergolini.
El conductor tomó la posta como suele hacerlo: con la complicidad de quien sabe que un recuerdo bien contado puede transformar la rutina en espectáculo. “¿Quieres ver un gran debut del año 2011? Te voy a mostrar a la dama”, anunció, mirando a Blanco, casi como si invitara a presenciar un hallazgo arqueológico. El conductor pulsó el play y, entre todos, vieron un fragmento de Verdades Verdaderas, el filme biográfico del año 2011 dirigido por Nicolás Gil Lavedra (que resultara su ópera prima) y basada en la vida de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto.
Allí, sobre la pantalla, “vean el debut de nuestra actriz acá presente”, alentó Pergolini. La escena: diez personas, una mesa, corrieron las cámaras y el foco quedó en la atmósfera de una reunión informal. Silencio expectante. Llegó la pregunta inevitable: “No sé cuál sos, ¿dónde estás ahí?”. La sorpresa de Pergolini estalló en carcajada: delante suyo, Metilli confirmaba su propia existencia en la película apenas por un detalle anatómico inconfundible. “¡Se me ve la espalda! Ese fue mi debut en cine. ¡Campanella, llámame!”, bromeó la actriz, soltando la frase entre risas y el aplauso de los presentes. Sólo su espalda y parte de la nuca, captadas por el plano elegido por el director, quedaron para la posteridad del séptimo arte.

A quién no le inquieta saber si aquel debut, ni siquiera rostro, encontró alguna compensación. Pergolini, absorto, lanzó la duda: “¿Y cobraste por eso?”. El revuelo de risas encontró eco en la voz de Metilli, quien recordó la cantidad de tomas que realizaron para esa simple escena, y rescató la calidad del filme: “Divina, divina la peli de Nicolás Gil Lavedra”, sentenció.
Pero la anécdota escondía la estocada final. Metilli revivió el momento fatídico, el que espera o teme todo actor debutante. “Fui al cine a verme, fue una vergüenza”. Fue acompañada por su familia, quien, ilusionada, aguardaba el instante del estreno personal. Los codeaba para advertirles que llegaría la escena en que la verían en pantalla grande, aseguró. El chiste estaba en el desenlace: “Y recién ahí me di cuenta de que nunca pusieron la cámara de frente”. No se veía el rostro. La interpretación quedó en manos del público, la gloria reservada a la nuca.
Sin perder la gracia, continuó sumando detalles: “Y actué en todas las tomas. Tenía que decir, ‘Sí, mamá, sentate’. Cómo lo dije, no te das una idea. Todas las entonaciones. Pero valió la pena. Qué bien la nuca”, remató, otra vez ante un coro de aplausos.

¿Qué es un debut, entonces? ¿El primer nombre en los créditos, un primer plano inolvidable, o apenas una sombra fugaz en el ángulo de una toma? Fer Metilli lo sabe: a veces, el arte de empezar es saber reírse de lo que no se muestra, y guardarse el orgullo, aunque solo se vea de espaldas.
Blanco y Metilli siguen realizando las funciones de Empieza con D, siete letras, la obra que desde su estreno en enero invita al público a sumergirse en una historia de amor inesperado, cargada de humanidad, preguntas y emociones desbordadas.
Para Juan José Campanella, director de la puesta, la clave es esa verdad al desnudo: “Es una historia que habla de gente muy reconocible y de temas muy reconocibles”, sostuvo en el marco de los festejos de las 150 funciones. Las risas y las lágrimas emergen de la identificación: los espectadores asisten a una sucesión de pequeños milagros, donde las segundas oportunidades y las relaciones modernas adquieren una dimensión nueva, cargada de humor, pero también de profundidad.
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