Pamela David habló con la escritora Silvia Freire sobre el niño interior: “Siempre está ahí, pero el adulto lo ignora”

En una nueva entrega del ciclo PamLive, la conductora indagó sobre aquello que arrastramos de chicos y, ya de grandes, nos pesa. Repará tu infancia para sanar tu presente

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El diálogo de Pamela David con Silvia Freire (PamLive)

Todo lo aprendemos: somos efecto y reflejo de costumbres, actitudes y creencias familiares. Pero también contamos con nuestra propia esencia. ¿Cómo diferenciar lo que aprendimos e imitamos de nuestras familias, de lo que realmente somos? ¿Cómo acompañar y validar a nuestro niño interior para modificar nuestro presente? En esta charla íntima con Pamela David, la escritora y motivadora Silvia Freire nos invita a escarbar en nuestra primera infancia, a revisar qué estamos repitiendo, y a abrazar y acompañar a nuestro niño interior.

—El niño interior es un tema que me intriga mucho

—Para hablar con vos y la gente que te sigue, quería sacar “la romántica”, lo que tenga que ver con “la niñita, cositas de figuritas”, esas cosas. Los argentos somos mas escépticos, empezando por mi amiga Pamela, que le cuesta…

—¡Pero yo quiero! ¡Mi adulta está dispuesta!

—Tu niña está esperando, Pame. Quiero hablar de lo inobjetable. Es decir, nosotras estamos hablando este idioma porque nos enseñaron este idioma en casa. Salimos de casa hablando el idioma de nuestros padres. Ahora yo estoy sentada en un sillón divino, pero si me hubieran dicho que estaba prohibido, quizás no me hubiese sentado. Mi primo, por ejemplo, decía: “No quiero apoyar mi cigarrillo en este cenicero de bronce porque no lo quiero manchar. A tu mamá no le gusta”. Y era verdad. Mi mamá no quería manchar el cenicero de bronce y mi primo lo sabía. Escarbá cuántas cosas estás repitiendo porque, sencillamente, estaban en tu infancia. Esto es muy simple y comprobable: somos el producto de una educación.

—Cada uno con su familia, sus mandatos y creencias.

—Absolutamente. La pregunta es: ¿quién hubieras sido si en lugar de nacer en esa casa, hubieras nacido en la casa de al lado? ¿Te acordás de tus vecinos?

—Sí, me acuerdo de mis vecinos, de toda la manzana. Te los puedo describir.

—Y si hubieras nacido en la casa de la derecha o en la de enfrente, serías otra. Por supuesto que uno trae de fábrica algunas cosas, que yo no sabría a qué atribuirlo: no tengo autoridad para decirte, por ejemplo, que las personas de Tauro somos testarudas. Sí tengo experiencia de conocer gente de Tauro. O que podamos traer como señales de vidas pasadas, que tampoco sé; es incomprobable. Lo que sí sé es que si hubiera nacido en la casa del gallego extremadamente ignorante hubiera tenido un tipo de educación y pensamientos, y si hubiera nacido en Mónaco, educada como princesa, tendría otra actitud. Lo que tengo que hacer es revisarme. Este moño que me aprieta el cuello era de mi abuelo: ¿está bueno que lo siga usando?, ¿me conviene o no me conviene?. Y llevándolo a mis relaciones, usar el pensamiento de mi madre, ¿me conviene?, ¿me hace mejor persona?, ¿me va bien en mis relaciones pensando en lo que ella pensaba?, ¿o puedo borrar el pizarrón y empezar de nuevo?

—Hasta ahora, todas estas preguntas nos sirven para ver si somos esencia pura o si estamos siguiendo un mandato, una creencia. Y creemos que elegimos, pero no elegimos. Hasta para elegir algo que no tiene que ver con tu familia, haciendo la contra, es seguir un mandato.

Hacer la contra es tenerlos presente, jugar el juego de ellos u obedecerlos. Es exactamente lo mismo.

—¿Para qué sirve sanar a nuestro niño interior?

—Tener a un chico llorando en el asiento de atrás cuando vos vas manejando en tu camino, tu ruta, hacia tu destino, es insostenible. Apágalo. Basta. Si tiene hambre, dale de comer; si tiene el pañal sucio, cambialo. No solo por el niño. Dejame manejar y conducir mi vida. No repitas lo mismo. Hay un cuento que me encanta, que es uno de los mejores de los siete libros de Anthony De Mello. Una mujer le sirve a su marido su comida favorita, colita de cuadril. El marido, quien disfrutaba siempre de ese plato, le pregunta: “¿Por qué cortás la punta de la colita? Si le respetaras el corte de la pieza de carne, podría ser mas jugosa”. La mujer le responde que no tiene idea, que sigue la receta de su mamá, que es experta. La mujer llama a su madre y le pregunta por qué hacía esto y ella tampoco sabía, compartía la receta de la abuela. La mujer llama a su abuela, en búsqueda de respuesta, y su abuela responde: “Yo cortaba la carne de esa manera porque mi asadera era muy chica”. Vayan y vean: “¿Qué colita están cortando, qué están repitiendo?”. Por ejemplo, yo compartía el toallón con mi marido porque de chica lo hacía con mi hermana. ¿Qué necesidad tenía? Estaba repitiendo. No sabés qué placer es abrir el cesto, tirar el toallón y no compartirlo, además de que lo usaba siempre húmedo. Eso era de la época de las abuelas, que tenían muchos hijos y no había tiempo ni toallas suficientes, además de que debían, sino, lavar a mano cada toalla.

—¿Cómo nos damos cuenta qué es nuestro y qué es aprendido?

—Da por seguro que todo lo aprendimos y que nada es nuestro, y da por seguro que aprendiste después de los 7 años. Los que saben explican que hasta los siete años la esencia que uno es, está activa y se desarrolla, crece. Aspira, observa, toma nota mental de cómo es la vida, experimenta, gatea, se sube, se cae, se vuelve a subir. Así, hasta los siete años. Y después esa esencia se torna pasiva para darle lugar a la personalidad, ego incluido, para salir a la calle. En mi libro tengo anotados los conceptos de las personas importantes de mi vida, y empiezo a comparar, a aprender, en el colegio, con la maestra. No todo el mundo es como se es en la casa: hay otras leyes en el afuera. La personalidad se desarrolla, hasta que el ego dice: “Ahora vení vos, esencia”. El ego, la personalidad, es la cáscara que protegió a la semilla, la esencia. Y ahí se negocia. ¿Qué gana el ego rompiéndose? ¿Morir para nacer? El ego no comprende que él forma parte del diseño y que con él, somos el árbol. Gracias a que él se abre, la semilla no se pudre. La personalidad, el ego, ganó terreno durante muchos años, quiere figurar. No le interesa nada.

—Nos hemos acostumbrado a eso.

—Sí. Yo no sabía cómo funcionaba esto; al contrario: admirás a una personalidad que se impone, fuerte. “A mí no me van a pasar por arriba, blablablá”. ¡Pará, apágate! Ahora es otro el momento. La paz no se negocia. Darte la razón es como…apagarte.

—La evolución tiene que ver con eso. Es natural decir: “Tenés razón”.

—Uno ahí se da cuenta de que evolucionó. Hay muchos datos con los que podés percibir tu evolución. ¿Por qué ahora me quiero servir una porción de paz? Por supuesto que a los 20 te gusta la adrenalina. Van cambiando los gustos: salvando que, es verdad, la neurociencia dice cuándo y dónde corresponde la adrenalina, hay que respetar las etapas de la vida. En este momento necesitamos reconectar con un niño que quedó en pausa, porque es el que está en el asiento de atrás. El niño anda todavía por ahí, jugando. Está vivo y es ignorado cuando uno es adulto. Cuando uno es adulto no tiene tiempo para jugar o armar rompecabezas, pintar. No. Muy pocos se conectan con eso.

—Puede ser una vocación, pero no como cuando un niño juega.

—Y además, esa vocación debe ser redituable. El adulto estudia Medicina aunque no le gusta. Ve que profesión es redituable porque la sociedad lo impone y el adulto necesita ser aceptado por la sociedad, no quiere que lo dejen afuera. Entonces, si se usan los rulos…me hago rulos.

—Pertenecer al sistema nos hace sentir mas cómodos. Creo que actuamos por inercia.

—Sí. Me olvido de mí. Y el niño sigue diciendo: “Mírame, mírame”, como hacen todos los chicos. Fijate cómo actúan y lo dependiente que son de la mirada del otro: cuando aplaudís, se vuelven locos de alegría. Tu niño está esperando aprobación.

—¿Y cómo influye la palabra? Que te digan que no servís para nada o que te pongan en un pedestal. ¿Duele encontrarnos con nuestro niño interior?

—No importa si duele. En el parto no pensás en eso: querés que salga, darle luz, abrazar a tu niño. Hay personas a las que les duele más que otras, o circunstancias en tu vida que no querés revivir, pero vale la pena, por el niño. Hay un niño que te está esperando.

—¿Y cómo se comunica ese niño con nosotros?

—Vamos a hacer un ejercicio. Si ahora mismo podés, imaginá que el lugar donde estás sentado es la cama donde dormías cuando tenias cinco años. Pensá en las paredes, el acolchado. Recordá la puerta de la habitación por donde entrabas cuando eras pequeña y te ibas a la cama. Imaginate sentada en esa habitación: no necesitamos cerrar los ojos. Miro para la puerta y me imagino una pequeña, a esa nena de cinco años, en tamaño natural, con su ropa, la pienso y me imagino que está mirándome y me está espiando. La imagino que entra y viene a mí. ¿Qué tendría para decirme, mi niña, si pudiera hablar? ¿Qué tendría para contarme? ¿Qué le gustaría que hiciera, qué necesita? Entonces ella me puede contar que le dolió mucho cuando su papá, por ejemplo, se olvidó su muñeco bajo la lluvia y ella, llorando, pedía que lo buscara y él no quiso ir. No vayan a grandes traumas. No hay que subestimar los miedos de los niños.

—Y cuando logramos escuchar, ¿cómo le respondemos a nuestro niño para no fallarle?

—Con la mano no dominante le escribís a tu papá: “Nunca te voy a perdonar papá”. Cuando el cerebro ve esa letra, dice: “¿Qué es eso?”, y empieza a buscar datos de esa letra. Va a los archivos y encuentra la misma letra de los seis años, se conecta con esa nena. Es un viaje al pasado. Te va a sorprender todo lo que hay ahí. Luego, le damos la oportunidad a papá y con la mano dominante escribimos: “Hija, si hubiera sabido que eso que te hice te iba a dañar hasta el presente, lo hubiera resuelto, pensé que no era importante”. ¿Y sabés qué? Yo le creo a mi papá. Y le pregunto a mi niña interior: “¿Le creíste? ¿Necesitás que le diga algo más? ¿Estás satisfecha?”. El padre termina diciendo: “Hija, te suplico que me superes, que olvides el daño que te causé, te suplico que me perdones y seas feliz”. Hay padres enfermos de la cabeza que no quieren la felicidad de sus hijos. Como está enfermo no me enojo, no le puedo reclamar, no puedo culpar a un padre enfermo. El niño reprocha, el adulto responde. Le tengo que dar razones, no es personal. Si el padre abandonó, se la perdió. Le tengo que hacer creer al niño que la vida es bella. Hay un punto que es: nadie quiere hacerte daño, está enfermo, no te pido que te quedes sufriendo.

—Quizás la persona no pudo ni lo hizo a propósito; está enfermo.

—Si está enfermo, rezo por él. Pero no me queda el estigma ni la herida abierta, no escarbo. Una vez vino una camada de cinco chicas, a una le decían “Menina” porque era como que estaba debajo de todas. Yo la veo y le digo: “¡Qué linda estás!”, y ella me pregunta: “¿A mí?”. Jamás se daba por aludida. Yo, que tengo una autoestima elevadísima, cuando tocan bocina pienso que es para mí. El nivel de autoestima no tiene que ver con tu aspecto físico. Si no viajás a ese lugar en donde vos sellaste un concepto de vos, “soy una torpe, una inútil, una alegría”, no se supera. Si te dijeron en tu infancia que eras alegría, que eras el sol, vas a brillar en plena tormenta. Ahora sos la encargada de decirle a tu niña interior que brilla. Hoy yo soy el adulto que le dice a mi niña: “Prometo serte fiel, ¿qué necesitas de mí?”. Yo banco a mi niña interior.

—¿Qué creencias lograron hacer que hoy muchos no sean quienes quieren ser o trabajen de lo que no quieren?

—El común denominador es: “No valgo lo suficiente”.

—Antes no había conciencia de las palabras, ni de que crean realidades. Lo que le decimos a nuestros hijos se lo terminan creyendo. Cuando van diferentes personas a tus talleres, ¿cuáles son las cosas que escucharon que lograron que hoy vivan situaciones que no eligieron?

—A mí me visita mucha gente grande. Hace 60 años el abuso era moneda corriente. Hace 60 años, las personas que habían nacido hace 100 años eran, la mayoría, ignorantes, no tenían prejuicios ni moral, habían sido educados en abusos. Hoy hay más conciencia con el alcohol. En ese momento, por ejemplo, iban al billar, tomaban caña, regresaban a la casa y no recordaban lo que habían hecho. Había mucho del “abuelo que te sentaba a upa y la verdad es que no estaba bueno”. Hay muchísimo de esto...

—Por suerte en los últimos años hubo una apertura para poder contar lo que pasaba, y entender que una no era la responsable.

—Y te voy a decir algo que es muy fuerte… La culpa que genera pensar que esa caricia “me gustaba”. ¿Y cómo no te va a gustar si era una caricia? No estoy hablando de maltrato ni violaciones. Las mujeres de 60 o 70 años, lo que más presentan es esto: haber sufrido “ese manoseo”.

—¿Y cómo repercute esto en su vida amorosa y personal?

—Te cuento un caso. Una señora, Juana, venía con su hermana, María, de 70 años, a quien ella admiraba porque viajaba y era soltera. Juana, después de mucho tiempo, me cuenta en privado que un amigo del padre entraba y la acariciaba. Era un abuso de una menor. Estaba frente a una mujer muy frustrada que nunca había podido tener un orgasmo con su marido. Como yo sabía que admiraba a su hermana, le pregunté dónde estaba María cuando pasaba esto: “Este señor, ¿no la visitaba a ella?”. En el encuentro siguiente lo blanqueamos. Le preguntamos a María y ella contestó que el abusador nunca la había visitado. Este hombre, equivocado, elegía solo a Juana. En su locura o ignorancia, la prefería a ella. Así Juana empezó a hablar, semana tras semana, de su visitante. Lo perdonó. Esto no significa que es admisible. Yo no lo tengo al tipo acá para decirle: “Vení, enfermo, te guardo bajo siete llaves”. Lo que tenemos es a una niña llorando, ahí dentro, en el interior, y le tengo que hacer creer que la vida es bella.

—Que quede claro que este ejemplo no trata de perdonar al enfermo, ni al degenerado para soltarlo por la vida, sino de perdonarlo para ser libre una misma.

—Además, no significa que me quedo con el enfermo y lo alimento. De ninguna manera. Entender que el otro era un enfermo me libera de la idea de pensar que me lo estaba haciendo a mí porque me lo merezco. Claro que no me lo merecía. Y si el supiera el daño que me hizo, no lo hubiera hecho. Y si lo hubiera hecho, de todos modos, es porque está loco de atar. No me lo puedo tomar personal. No puedo flagelarme. Juana tuvo sexo con su marido y tuvo un orgasmo, y fue feliz.

—Esta es la respuesta de lo que pasa cuando trabajamos estas situaciones y no las tapamos.

—Es doloroso, sí, igual que un parto. Pero pasalo: tenés que ir a salvar a la niña. Tu niña está allá, con su recuerdo, con su registro, con la idea de que es una porquería. ¿Quién te lo dijo? No lo repitamos más. Nada de lo que te hicieron es por vos. ¿No ves que el tipo estaba loco, es un imbécil, lo que sea?

—Quiero agradecerte por tu tiempo. ¿Cómo se pueden comunicar con vos? Yo recomiendo seguirte en YouTube.

—La salida está en tu nuca. No lo estás viendo, pero desde el lugar en donde estoy yo, puedo ver la puerta de salida, y yo estuve ahí, solo tengo que dejar migas. Pueden escribirme en mis redes sociales y en mi canal de YouTube, “Silvia Freire”.

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