
Poco se sabe de su vida amorosa, su historia familiar pasó desapercibida y su carrera laboral se parece a la de miles de personas en cualquier ciudad del mundo. Nadie reparó en Connie Converse mientras vivió, y los que se conmocionaron cuando desapareció sin dejar rastro fueron nada más -y nada menos- que sus afectos más cercanos. Pero más allá de una historia rara para su época, Converse se convirtió con los años en una personalidad singular: una mujer que componía y grababa sus propias canciones. Una artista talentosa que apenas pudo abrirse paso en un mundo de hombres.
Antes de ser Connie, la artista de perfil bajísimo fue Elizabeth Eaton Converse. Nació el 3 de agosto de 1924 en Laconia, New Hampshire, Estados Unidos, y fue la mejor estudiante de su clase en la escuela secundaria. Uno de sus primeros sueños fue llegar a Nueva York para convertirse en escritora. Una vez allí se dedicó a escribir algunos ensayos, además de poesía. La música también empezó a ocupar un lugar importante en su vida: escribía canciones y aprendió a tocar la guitarra. Esta mujer joven y de avanzada, incluso llegó a registrar algunos de esos temas con una grabadora que tenía en su casa. Toda una excentricidad.

A mediados de la década del 50 Connie Converse vivía en Greenwich Village, el distrito de Nueva York donde por ese entonces los bohemios inmersos en la cultura beat estaban empezando a crear un nuevo movimiento. Connie se ganaba la vida trabajando en una imprenta, mientras tocaba la guitarra y componía canciones. Su poesía era hermosa e inquietante, a la que aportaba melodías muy diferentes de lo que se oía por aquella época. Bob Dylan y Joan Báez eran unos niños cuando Connie ya escribía: “Muy pocos, muy pocos, son los días que mantendrán tu rostro, tu rostro en un resplandor de oro. Qué triste, qué lindo, qué corto, qué dulce, ver ese atardecer al final de la calle”. (“How sad, how lovely”).
La voz de Connie no era grandilocuente, pero gozaba de una claridad que atraviesa el siglo, cuando hoy suenan sus canciones en Spotify. La soledad, los amigos, los amantes, las tristezas, son temas que no pasan de moda y que ella mencionaba con honestidad mientras las melodías acompañaban más o menos alegremente. No tocaba mucho, el circuito recién se estaba armando, y en 1954 grabó algunos temas en la cocina de Gene Deitch, un personaje que ya se movía en el mundo de la música y que una década antes había grabado a John Lee Hooker.
Durante esos años creativos, Connie solía mandar a su hermano las cintas que grababa, canciones que musicalizaba con la guitarra. Era autodidacta y no paraba de mejorar, punteaba, y sorprendía por la variedad de ritmos que podía interpretar perfectamente.
Converse llegó a aparecer como artista invitada en Morning Show, un programa de la CBS del que solo quedan como registro algunas fotos, ya que los programas eran en vivo y la mayoría no se grababan. Su estilo desentonaba con la época: no usaba maquillaje, se peinaba poco, no le importaba marcar su cintura con incómodos vestidos. Connie no causó sensación en la televisión, tampoco llamaba la atención en vivo. Era una adelantada, pero nadie se daba cuenta.

Deitch intentó impulsar la carrera de Connie, pero en 1961 la cantante dejó Nueva York para trabajar en la Universidad de Michigan. Un poco deprimida, se dedicó a beber, y los años comenzaron a transcurrir de un modo amargo para ella. En agosto de 1974 envió algunas cartas y notas raras a sus allegados, se subió a su coche y nunca más se supo de ella. Aunque su música sí trascendió: en 2004 volvió a sonar en un programa de radio, en 2009 el sello Lauredette Records rescató aquellas grabaciones que Connie había hecho con Deitch y sacó How Said, How Lovely, en 2014 se editó Connie’s Piano Songs, interpretadas por otros artistas y en 2017 salió el tributo editado por Tzadik Records llamado Vanity of Vanities: A Tribute to Connie Converse.
Si viviera, Connie Converse estaría por cumplir 97 años. Puede que siga por ahí, con otro nombre, cantando sus canciones con voz de anciana. Lo más probable, sin embargo, es que haya muerto inmediatamente después de abandonar su casa y que su cuerpo haya quedado en el fondo de algún río, dentro de su viejo VolksWagen, que tampoco apareció. Lo que siempre seguirá libre y deambulante será su espíritu, sus canciones y su poderío indomable.
Ya lo dijo en “Roving Woman”: “La gente dice que es probable que una mujer errante no sea mejor de lo que debería ser; entonces, cuando me alejo de donde tengo que estar, alguien siempre me lleva a casa”.
Al final, Connie se salió con la suya.
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