
La mañana del 11 de julio de 2024, el Sanatorio Juan XXIII de General Roca tenía el ambiente apacible de un hospital habituado a cirugías programadas. En el registro de pacientes figuraba el nombre de Valentín Mercado Toledo, un niño de cuatro años al que aguardaba una intervención sencilla: reparar una hernia diafragmática que no le causaba molestias, pero que los médicos preferían tratar cuanto antes.
Ariana Toledo, su madre, acompañó ese día a su hijo sin imaginar que esa rutina terminaría con la vida de Valentín y un anestesista condenado por homicidio culposo.
“Mi hijo entró caminando a la clínica y terminó con muerte cerebral”, resumió la mujer, quien aún deberá enfrentar un nuevo juicio -que comenzará el 3 de febrero de 2026- para determinar cuántos años le darán al médico.

“La fiscalía va a pedir al menos tres años de cárcel y seis de inhabilitación para el anestesista Mauricio Javier Atencio Krause, aunque pelea por una inhabilitación doble, de doce años”, contó Ariana en diálogo con Infobae.
En su fallo, emitido a principios de diciembre, el juez rionegrino Emili Stadler determinó que el niño no presentaba complicaciones previas y que el sanatorio contaba con tecnología de alta complejidad. También comprobó que en el tramo final de la cirugía se produjo un “taponamiento del tubo endotraqueal que impidió el ingreso de aire” que no fue detectado por el anestesista por su “conducta negligente” durante la operación.
El juez indicó que Atencio Krause se ausentó del quirófano en busca de un cargador para su celular y utilizó su teléfono mientras el niño permanecía anestesiado. También se comprobó la falta de controles adecuados en los monitores y la ausencia de observación directa del paciente. A ello se sumó otro dato crítico: en la sala no había desfibrilador disponible.
Una “operación breve”
El pediatra y cirujano Fernando Cordero le aseguró a Ariana que la operación sería breve, de una hora u hora y media, y que podía esperar tranquila en la habitación. A las ocho en punto, la mujer se despidió de su hijo, quien -como recalca una y otra vez- entró caminando al quirófano.

Pero la normalidad se fue diluyendo con el paso de las horas. Era casi el mediodía y Ariana todavía no tenía noticias. Cuando por fin el cirujano apareció, su explicación fue escueta, casi burocrática: “Valentín tuvo un poco de bradicardia, por protocolo lo vamos a trasladar a terapia”. Se esforzó por transmitir calma.
Ariana acompañó a los médicos hasta la unidad de terapia intensiva, pero la imagen la desbordó: su hijo estaba conectado a tubos, rodeado por monitores y aparatos, dormido bajo los efectos de la sedación.
Los pronósticos se volvieron tan confusos como las voces de los médicos. “Que en unas horas le quitarían el respirador, que sería cuestión de esperar a que despertara; que tal vez tendría dificultades para hablar, tal vez para caminar, pero que todo estaba bien”, recordó Ariana sobre lo que le dijeron cinco profesionales distintos.
Por la noche, la sombra de la tragedia empezó a solidificarse. Valentín sufrió convulsiones, después episodios de fiebre y, al poco tiempo, se le diagnosticó diabetes insípida. “Todos eran indicadores de la muerte cerebral”, admitió Ariana, aunque nadie se animaba a confirmarlo.

La familia, consternada, buscaba explicaciones. Pero lo más alarmante ocurrió cuando la mujer pidió un certificado para presentar en su trabajo. “El certificado emitido por la administración del sanatorio no describía un posoperatorio común, sino 'muerte encefálica’. Cuando pedí una explicación, pensando en que se habían equivocado de paciente, una empleada le corrigió el diagnóstico a mano, con frialdad burocrática. No era un error. Ellos sabían y a mí nadie me había dicho nada”, relató.
Un diagnóstico terminal y una verdad “en cuotas”
Habían pasado seis días y nadie le había dado a Ariana una respuesta clara. “Recién el 17 de julio fuimos citados a una junta médica. En esa sala estaban el jefe de terapia, el cirujano, el neurólogo y la plana mayor del sanatorio. Ahí nos informaron lo que ya sospechábamos, que el diagnóstico era irreversible”, contó la mujer.
Sin embargo, las claves estaban en los detalles omitidos: “El médico me había dicho que fue un poco de bradicardia, pero a la semana me vengo a enterar de que Valentín había sufrido un paro cardíaco durante la cirugía”.

Fue entonces cuando Ariana ató los cabos. “Si el corazón de Valentín se detuvo, ¿quién supervisaba su respiración durante la cirugía? En un quirófano, la vida de un paciente depende del anestesista. Después de muchas evasivas, logré conseguir su nombre”, afirmó. Ya, con esa información, el 18 de julio de 2024 presentó su denuncia ante la fiscalía.
La reconstrucción judicial: celulares, monitores y ausencias fatales
El testimonio de las instrumentistas y del enfermero circulante fue decisivo para comprobar que dentro del quirófano “pasaron cosas que no estaban permitidas”.
“El enfermero circulante afirmó que vio al anestesista retirarse del quirófano sin avisar a nadie ni designando un reemplazo”, detalló Ariana. “Otra instrumentista relató que se cruzó a Atencio Krause afuera, en el pasillo, buscando el cargador de su celular, mientras la operación continuaba. Y que cuando ingresó, permaneció junto a los monitores, pero aportando más atención a la pantalla del teléfono que a los indicadores vitales”, agregó.

“Cada vez que miraba, lo veía al anestesista con el celular”, declaró durante el juicio una de las instrumentistas, afectada de tal modo que nunca volvió a trabajar tras la tragedia y actualmente tiene licencia sin goce de sueldo.
El clímax de la secuencia llegó con la señal de alarma: el brazo de Valentín comenzó a tornarse azul. “La instrumentista advirtió la anomalía. El anestesista respondió: ‘Es por la posición’, sin levantar la vista de su dispositivo, sin revisar el equipo. Solo cuando retiraron las telas quirúrgicas vieron a Valentín completamente azulado y un monitor apagado”, precisó su mamá.
“No miró la máquina, no miró nada”, insistió la instrumentista. Al conectar de nuevo el equipo, el monitor confirmó la pesadilla: paro cardíaco. Atencio Krause gritó “¡Estamos en paro!” y entró en shock. Tuvieron que llamar a dos anestesistas adicionales. De los últimos veinte minutos de cirugía, el monitoreo había desaparecido. “Aunque no logró acreditarse, todo hace suponer que cuando el anestesista puso a cargar el celular dentro del quirófano pudo haber movido algún cable del monitor y lo apagó”, deslizó Ariana.

La fiscalía determinó que durante parte fundamental de la intervención la máquina de anestesia permaneció apagada o desconectada, dejando al niño sin oxigenación. Los registros del capnógrafo evidencian una pausa de al menos veinte minutos sin datos.
Durante el juicio, los peritos y trabajadores declararon que en ningún caso un anestesista puede delegar el monitoreo de los signos vitales. La máquina debe estar constantemente supervisada por un profesional en anestesia, no por enfermeros ni instrumentistas. Las normas son claras: si se abandona el puesto, debe ingresar otro anestesista, aunque sea por un minuto.
Los factores agravantes se acumularon: no solo el abandono de funciones y el uso del teléfono, sino también la falta de un desfibrilador pediátrico en el quirófano. Cuando se produjo el paro, la instrumentista debió correr a buscar un desfibrilador cuyas paletas eran demasiado grandes para un niño.

“Nunca se supo cuánto tiempo Valentín estuvo sin oxígeno”, repite Ariana como un estribillo doloroso, quien lamentó que el anestesista no haya mostrado arrepentimiento ni pedido disculpas a la familia.
El 3 de febrero llegará la sentencia final. La justicia deberá determinar los años de prisión e inhabilitación profesional. Más allá del veredicto, ya todos saben lo que ocurrió dentro de ese quirófano y la verdad pesa mucho más que cualquier condena.
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