
Durante sus primeros años, Federico Mazzini vivió rodeado de sonidos que no podía percibir. Había nacido con una sordera profunda y su mundo se moldeaba a través de gestos, miradas, tacto y sensaciones. Mientras la medicina hacía lo suyo para tratar su afección, en su casa se respiraba música. Esa contradicción, el silencio dentro de sí y la armonía que lo rodeaba, fue tal vez la semilla de un destino inesperado.
Su padre, el médico Miguel Ángel Mazzini, tenía por costumbre sintonizar emisoras dedicadas a la música clásica desde temprano, en el desayuno, mientras preparaba el café o revisaba informes clínicos. En la cocina sonaban las sinfonías de Beethoven, los conciertos de Mozart, las oberturas de Tchaikovsky o las profundidades dramáticas de Mahler. Y mientras esas melodías recorrían la casa —aunque su hijo no pudiera oírlas—, él alzaba los brazos como un director de orquesta improvisado, marcando el ritmo con pasión. A veces usaba una cuchara de madera, otras, simplemente sus manos. Federico lo observaba con atención. El ritual se repetía una y otra vez, como una escena diaria cargada de algo invisible, casi mágico.
Aún sin entender por completo lo que significaban esos movimientos ni qué provocaban en los demás, el niño se sentía atraído. Imitaba con los brazos los gestos de su padre. Se quedaba hipnotizado frente a las vibraciones que sentía cuando tocaba las paredes o el suelo, intentando, desde su silencio, conectarse con ese lenguaje misterioso que conmovía tanto a su familia.

Escuchar su destino
Todo cambió una tarde de invierno de 1997, cuando tenía ocho años. Sus papás lo llevaron al Teatro Colón, en Buenos Aires, para presenciar un concierto del maestro Daniel Barenboim, quien por entonces regresaba al país para una serie de funciones. Lo que empezó como un gesto simbólico, un acto de amor y fe de sus padres, casi una ceremonia de iniciación, terminó siendo un punto de quiebre absoluto. En medio del segundo movimiento de una sonata, mientras Barenboim tocaba con intensidad y delicadeza, Federico comenzó a escuchar.
“Sentí una especie de explosión. Como si algo que siempre estuvo dormido dentro de mí se activara de golpe”, recuerda hoy con emoción. No fue paulatino ni leve, fue un cambio brutal. Un instante que redefinió su existencia. El sonido del piano, la vibración del teatro, la tensión acumulada, la emoción colectiva y la mirada atenta de sus padres. Todo confluyó en un solo instante. Volvió la cabeza hacia su madre y susurró: “Lo escucho”.
El testimonio de Federico
Los médicos no encontraron explicación inmediata. Pero con el tiempo, algunos especialistas aportaron una hipótesis. El oído humano es, en sí mismo, una caja de resonancia. Y si bien en ciertos casos hay daños irreversibles, también existen situaciones extraordinarias donde un estímulo sensorial o emocional muy poderoso puede reactivar una vía neurológica dormida. Una especie de “reencendido” de los circuitos auditivos. Barenboim, sin saberlo, había sido el catalizador. La vibración del piano, la sensibilidad del niño, la atmósfera sagrada del teatro: una conjunción milagrosa.

“Fue como si algo dentro mío hiciera clic”, confiesa. “Y una vez que ese clic sonó, ya no pude parar de escuchar ni de buscar más música”. Días después, ya con la audición restablecida, pidió un órgano. Empezó a tocar sin saber leer partituras, guiado por el impulso de repetir lo que escuchaba. Adivinaba notas, copiaba melodías. Su oído, apenas estrenado, parecía trabajar con una avidez inusual. En poco tiempo, se había transformado en un pequeño autodidacta.
Luego vinieron los estudios formales. Comenzó clases de piano con una profesora del barrio, y más tarde ingresó al Centro de Altos Estudios Musicales (CAEMSA), donde afiló su técnica y se enfrentó al rigor académico. Le costaba, al principio, adaptarse a ciertas reglas. Tenía una cabeza demasiado libre, demasiado eléctrica. Pero pronto encontró su cauce en la composición.
“Mi cabeza explotó con Queen, con los Beatles, con Led Zeppelin. Era todo nuevo. Cada canción era una revelación. Pero al mismo tiempo, también me conmovía Beethoven, Mozart, Bach. Había una conexión directa entre esas músicas tan distintas”, relata. Esa convivencia entre lo popular y lo académico fue, desde entonces, su marca.

Experiencias sensoriales
Su primer EP, Maestro, lanzado en 2024, es un trabajo orquestal que refleja ese viaje interior. El título tiene doble homenaje: a su padre, que desde la cocina fue su primer director simbólico; y a Barenboim, el verdadero despertador de su sentido auditivo. Las piezas “Presto” y “Allegretto” combinan clasicismo y modernidad, emoción y precisión. “Este EP es una sinfonía escrita para orquesta que simboliza mi crecimiento, mis dolores, mi deseo de explorar y controlar cada aspecto de la música que creo”, explica Mazzini.
Su estilo es ecléctico por naturaleza. Influencias como Freddy Mercury, Ludovico Einaudi, Mahler o Piazzolla se funden en su obra sin rigidez. No se ata a géneros, y eso lo ha convertido en un compositor atípico, inclasificable, pero profundamente sincero.
“No compongo para gustar, compongo para entenderme”, dice. Sus conciertos —que suelen combinar repertorio propio con reversiones de piezas clásicas— son experiencias sensoriales. En algunos, invita a oyentes con discapacidades auditivas a sentarse cerca de los parlantes y sentir las vibraciones. “Yo empecé así por las vibraciones. Sé lo que significa”.
No conoce personalmente a Barenboim, pero sueña con hacerlo. “Sería un honor inmenso. Me gustaría que escuchara alguna de mis obras. Si pudiera, con mi música, aliviar en algo sus dolencias —él anunció que padece Parkinson—, sería una forma de agradecerle por lo que provocó en mí”. En su estudio cuelga una foto del maestro en blanco y negro, tocando con los ojos cerrados. Es su talismán.

Sobre aquel episodio fundacional, Mazzini reflexiona con más claridad que nostalgia: “Recuperar la audición fue un momento en el que de repente todo era nuevo. Las voces, los ruidos… todo llegaba con una velocidad que no podía absorber. Pero el momento en el que llegaron las melodías fue único. Quedé impresionado por la diversidad de sonidos, colores, formas. Fue como una gran explosión. Allí se dio el comienzo de toda una elección de vida que fue la música”.
Hoy, a sus 36 años, Mazzini, como le gusta que lo llamen, así, por su apellido, es una figura en ascenso dentro de la escena musical argentina. Participa en festivales, da charlas sobre accesibilidad cultural, y trabaja en una obra sinfónica que tendrá su estreno en Berlín en 2026. Su historia ha sido compartida en foros médicos, universidades de música y escuelas para niños con discapacidad auditiva. Pero él huye del rótulo de “milagro”.
“No me gusta la palabra milagro. Creo en los cuerpos, en los vínculos, en la emoción profunda. Lo que pasó en el Teatro Colón fue un encuentro. Y ese encuentro me cambió la vida”, explica.
Agradecido a la vida y fundamentalmente a su mentor involuntario, el maestro Barenboim, confiesa sus sentimientos: “La música es el lenguaje del alma, un reflejo de mis emociones y pensamientos más profundos. A través de las notas y los silencios, puedo expresar lo inexpresable, compartir mi visión del mundo con los demás. ¿Sabés? Tengo un anhelo, o mejor dicho un sueño que recorre mi mente en todo momento. Tocar en el Teatro Colón colmado de gente. Sería como volver al lugar donde, una tarde, comenzó todo”.
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