El juicio que desnuda la caída de la República

Cuando el tribunal encargado de juzgar corrupción estructural tolera escenas impropias, comunica que el sistema se acomoda al poder en lugar de disciplinarlo. La Argentina está mostrando al mundo que no puede garantizar las condiciones mínimas para juzgar a su poder político

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La transmisión por YouTube de
La transmisión por YouTube de la audiencia número 5 del juicio de los cuadernos de las coimas

Hay escenas que definen una época. Algunas elevan a un país; otras lo degradan frente al mundo. Los juicios por corrupción contra jefes de Estado, altos funcionarios públicos y contratistas privados constituyen, en cualquier democracia, pruebas críticas de la fortaleza institucional. La capacidad del sistema judicial para sostener un proceso transparente, continuo, riguroso y despolitizado determina en gran medida la credibilidad del Estado de Derecho y la legitimidad del orden republicano.

El juicio por corrupción más emblemático de la historia argentina, que involucra a CFK, a exfuncionarios y a empresarios prebendarios, debería ser una demostración histórica de integridad judicial. Sin embargo, se ha convertido en un espectáculo que revela la degradación ética, profesional y simbólica del sistema judicial argentino.

Un juicio que debería estar marcado por la solemnidad, diligencia y firmeza procesal terminó mostrando abogados conectados desde autos, otros comiendo o realizando actividades ajenas al juicio, todos demostrando desidia evidente. La propia CFK escondiéndose de la cámara, dejando ver sólo un brazo o parte del rostro, exhibe un desprecio explícito hacia el tribunal. Otros imputados aparecen a contraluz o ubicados en un extremo del marco visual para evitar ser reconocidos. A esto se suman interrupciones triviales, excusas inapropiadas para ausentarse incluso de las audiencias virtuales, actitudes corporales inadecuadas, maniobras dilatorias procesales y otras logísticas insólitas para eludir la presencialidad. En suma, el proceso exhibe niveles de informalidad incompatibles con estándares mínimos de profesionalismo judicial.

Frente a ello, el tribunal no aplicó ninguno de los mecanismos correctivos previstos en el Código Procesal Penal Federal (CPPF), tales como advertencias formales, multas, medidas disciplinarias o la eventual remoción del defensor. La doctrina es unívoca en que el juez tiene la obligación, no la mera facultad discrecional, de garantizar la integridad del procedimiento. La omisión en ejercer este poder disciplinario constituye un retroceso institucional grave, porque un tribunal sin autoridad se transforma en un espectador pasivo, ajeno a los deberes irrenunciables del Estado de Derecho. La ausencia de sanciones revela una pasividad que erosiona la confianza pública y envía un mensaje devastador: la ley puede ser negociada, ignorada o relativizada cuando los imputados son poderosos.

Esto no es un detalle protocolar. Es el modo en que un país juzga a quienes detentaron el máximo poder político. Y esa forma expresa, sin intermediaciones, la salud o la enfermedad de una república. Cuando el tribunal encargado de juzgar corrupción estructural tolera escenas impropias, comunica que el sistema se acomoda al poder en lugar de disciplinarlo, más aún en un caso donde una estructura tan vasta de funcionarios, empresarios y recursos públicos jamás había sido llevada simultáneamente a juicio.

Y esta degradación no es circunstancial sino estructural. Como advierten Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, las democracias del siglo XXI no colapsan por golpes militares, sino por la erosión silenciosa de sus estándares de rigor. La legitimidad institucional no depende sólo de normas escritas, sino de su capacidad para sostener comportamientos cívicos exigentes, especialmente cuando deben juzgarse delitos de poder. Y cuando ese rigor se abandona, lo que se debilita no es un juicio, sino la democracia misma.

En esta línea, Guillermo O’Donnell ya ha señalado que el corazón de un sistema republicano es la accountability horizontal o el deber de las instituciones de controlar, disciplinar y corregir a quienes ejercen autoridad. Cuando esos controles fallan o se ejercen con timidez, las instituciones se vacían por dentro. Una república sin rigor es una república sin contenido.

La justicia, en estos casos, tiene una función pedagógica, enseñar que el poder será juzgado con seriedad. Así ocurrió en Brasil durante Lava Jato, donde la presencia continua de figuras prominentes consolidó la noción de que nadie estaba por encima de la ley. En Italia, Mani Pulite se desarrolló con una solemnidad incuestionable. En Perú, el juicio a Fujimori se transmitió de manera continua y con estricto rigor procesal. En Corea del Sur, dos expresidentes, Park Geun-hye y Lee Myung-bak, comparecieron ante los jueces con disciplina absoluta. En Sudáfrica, Jacob Zuma fue condenado por desacato al negarse a comparecer.

El contraste con la Argentina resulta doloroso. En lugar de solemnidad, profesionalismo y presencia física obligatoria, asistimos a una versión degradada de un juicio histórico que parece diseñada para diluir su impacto público.

El juicio avanza con una dilación calculada mediante un régimen mínimo de audiencias, pausas inexplicables y un ritmo tan discontinuo que la trama probatoria se deshilacha. En procesos de corrupción sistémica, la continuidad es esencial para sostener la atención pública y garantizar la integridad del material probatorio. Perú lo comprendió cuando juzgó a Fujimori con tres sesiones semanales. Brasil avanzó casi diariamente en el caso Mensalão. Corea del Sur estructuró un cronograma intensivo para evitar que la dispersión temporal neutralizara el efecto institucional del juicio.

La Argentina eligió lo contrario, administrar el tiempo como estrategia para neutralizar la gravedad del proceso. Al espaciar las audiencias, se reduce la atención social, se diluye la narrativa probatoria y el juicio se convierte en un trámite perpetuo que ya no conmueve ni transforma.

Pero el capítulo más insólito es el argumento del tribunal para justificar la continuidad virtual: “No existe una sala lo suficientemente grande para alojar a todos los imputados”. La frase es un bochorno internacional. Italia construyó salas especiales para Mani Pulite. Brasil adaptó auditorios enteros para Lava Jato. España reacondicionó espacios públicos para Gürtel y Nóos. Alemania montó estructuras alternativas para juicios de terrorismo y Perú adaptó instituciones para garantizar la presencialidad.

¿De verdad un país capaz de organizar cumbres internacionales y eventos multitudinarios no puede habilitar una sala de audiencias? Este argumento vulnera el principio de inmediación procesal, que exige contacto directo entre juez, partes y prueba. Y esto no es una formalidad sino la esencia de la oralidad. Su vulneración afecta tres dimensiones fundamentales: la integridad probatoria, el control procesal y la percepción de legitimidad.

La historia argentina ofrece un contraste elocuente: el Juicio a las Juntas. En 1985, bajo amenazas de muerte y riesgo real de reacción militar, la Nación organizó el juicio más importante de su historia con rigor, disciplina y solemnidad ejemplares. Aquellos jueces sabían que estaban frente a un acto civilizatorio. No había margen para improvisación. Cada gesto contaba. Argentina recuperó su dignidad democrática porque sus instituciones asumieron el peso histórico de su responsabilidad.

Hoy, en cambio, con una democracia consolidada y recursos incomparables a los de 1985, el país muestra menos disciplina, menos rigor, menos carácter institucional y menos república, porque quienes deben juzgar al poder terminan temiéndole.

Los países no se deterioran de golpe, sino por erosiones acumulativas hasta que el Estado de Derecho se vuelve una cáscara vacía. Cuando los juicios muestran privilegios, informalidad y falta de solemnidad en causas que comprometen el destino nacional, la democracia deja de ser creíble. Y hoy, la Argentina está mostrando al mundo que no puede garantizar las condiciones mínimas para juzgar a su poder político.

Por todo ello, resulta imprescindible la presencialidad obligatoria, un cronograma intensivo de audiencias, sanciones inmediatas ante inconductas procesales y un control estricto de la oralidad y la inmediación. Sólo así pueden asegurarse la integridad probatoria y una percepción pública genuina de justicia.

Pero la justicia argentina es menos confiable hoy que hace cuarenta años. Tal vez los argentinos, a diferencia de 1985, ya no somos merecedores de una justicia seria, responsable y consciente de su rol histórico. Nuestro orden convierte en rutina lo indigno, admite lo intolerable y renuncia, cada vez más, a la dignidad que la historia le demanda.

El autor del texto es Rabino, Doctor en Filosofía con Posdoctorado en Bioética y Miembro Titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano.