
En el mundo judicial, donde cada expediente puede cambiar una vida y las decisiones no admiten margen de error, la formación técnica ha sido históricamente la gran protagonista. Pero hoy, mientras las demandas emocionales del trabajo y el estrés se intensifican, la formación estrictamente académica ya no alcanza por sí sola. La justicia también necesita habilidades emocionales para no quebrarse por dentro mientras sostiene el peso de su propia responsabilidad.
Es por esta razón que es necesario hablar de otro tipo de formación que incluye habilidades de inteligencia emocional, gestión del estrés, autorregulación, empatía y comunicación asertiva. Estas competencias, tradicionalmente consideradas “blandas”, hoy se revelan como absolutamente necesarias para quienes se desarrollan en ámbitos de alta responsabilidad institucional, como es el caso del Poder Judicial.
Ser parte del Poder Judicial implica —más allá del rol específico que se ocupe— trabajar en contextos de alta tensión, exposición constante al conflicto, plazos estrictos y toma de decisiones que afectan profundamente la vida de las personas. Esta realidad, que muchas veces se vuelve rutinaria, no deja de tener un impacto acumulativo en la salud mental de los operadores judiciales. No son pocos los casos de burnout, ansiedad, trastornos del sueño o desvinculación emocional que se detectan en el ámbito judicial.

Aun así, hablar de inteligencia emocional y gestión del estrés dentro del Poder Judicial sigue siendo, en muchos espacios, casi tabú. Predomina la idea de que el temple profesional se forja aguantando en silencio, como si la exposición constante al conflicto fuera parte del contrato tácito. Pero la evidencia —y la experiencia cotidiana— muestran lo contrario: sin herramientas para procesar esa carga emocional, lo que se termina erosionando no es solo la salud de las personas, sino también la calidad de las decisiones que toman. Y con eso, la justicia misma.
La justicia también se construye con habilidades humanas porque es, en esencia, una construcción colectiva y profundamente humana. No puede desligarse de las personas que la interpretan, la hacen cumplir y la defienden día a día desde sus escritorios, juzgados o fiscalías. Por eso, formar operadores judiciales emocionalmente sanos y conscientes no es solo una cuestión de bienestar individual, sino una condición necesaria para fortalecer el sistema en su conjunto.
Al igual que un fallo bien fundamentado exige técnica y rigor, una carrera judicial sostenible exige herramientas emocionales que permitan sostener la vocación sin perder la salud, la claridad ni la empatía. Y como la justicia no se imparte en abstracto - la ejercen personas atravesadas por emociones, presiones y contextos complejos - ignorar esa dimensión es seguir formando profesionales a medias. Incorporar la inteligencia emocional y el cuidado psicosocial no debilita la función judicial, por el contrario, la potencia. Nos recuerda que un sistema más humano no es menos riguroso, sino más sólido, más justo, más cercano, más empático y, sobre todo, más sostenible en el tiempo.
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