
Cada Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales es una oportunidad para repensar el modo en que hablamos, escuchamos, narramos y convivimos. La 59ª edición (celebrada este año en un contexto especialmente significativo tras la muerte del Papa Francisco) lleva por título el mensaje que él nos regaló en enero: “Compartan con mansedumbre la esperanza que hay en sus corazones”. Una propuesta desafiante en tiempos marcados por palabras duras, discursos polarizados y una comunicación que muchas veces se transforma en arma.
Francisco, con la lucidez de quien sabía que hablaba en el tramo final de su vida, propuso la mansedumbre como una forma revolucionaria de comunicar. No se trata de resignación ni de tibieza, sino de una firmeza que renuncia a la violencia verbal. Hablar con mansedumbre no es ceder ante el error ni callar ante la injusticia, sino elegir una forma de comunicar que construya puentes en lugar de levantar muros.
Vivimos tiempos donde la comunicación se ha convertido en un campo de batalla. Se grita más de lo que se escucha, y las palabras, en lugar de servir al encuentro, se usan como proyectiles. Frente a esta lógica beligerante, el Papa Francisco nos invitó a otra cosa: dar razón de la esperanza que hay en nosotros. No se trata de imponer ni de atacar, sino de testimoniar con humildad, con ternura y con verdad.
Uno de los peligros que señaló con claridad fue el de una comunicación que necesita enemigos para afirmarse. Esa lógica perversa de “solo soy si me opongo, solo valgo si señalo al otro como amenaza” nos empobrece a todos. En cambio, la comunicación cristiana se funda en la esperanza compartida, que no busca vencer al otro, sino encontrarlo. Que no pretende conquistar, sino abrir espacio. Que no se fundamenta en el miedo, sino en el cuidado.
Por eso, Francisco vinculó este estilo comunicativo con una verdadera cultura del cuidado. Cuidar es escuchar, es prestar atención, es dejar de hablar solo para responder y empezar a hablar para comprender. En el mensaje de esta Jornada, se insiste en que necesitamos una comunicación que construya puentes y atraviese muros, que no se encierre en trincheras ideológicas ni en monólogos amplificados.
El Papa también advirtió contra dos males frecuentes del comunicador actual: el protagonismo y la autorreferencialidad. En una época donde todos parecen hablar para brillar, él propuso un camino inverso: el buen comunicador no es el que se luce, sino el que hace que otros brillen. No es quien se pone en el centro, sino quien se hace puente. Comunicar bien no es dominar la escena, sino crear condiciones para el encuentro.
Esta esperanza que se nos pide compartir no es un sentimiento privado ni una evasión emocional. Es una decisión comunitaria, una apuesta por el bien común. Pero la esperanza solo es verdadera si incluye a los últimos. Una comunicación cristiana debe ser testimonio del clamor de los descartados, de los que no tienen voz, de los silenciados.
Francisco lo había dicho con contundencia al inicio del proceso sinodal: es tiempo de ayunar de la agresividad mediática. Esa exhortación resuena hoy con aún más fuerza. Y se ve prolongada en las palabras del Papa León XIV, que iluminan especialmente esta Jornada: “La paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en el que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás”. Porque comunicar es también elegir: entre sembrar paz o seguir librando una guerra de palabras.
Transformar el mundo implica también transformar nuestro modo de comunicar. En un tiempo saturado de voces y escaso de escucha, comunicar no es solo decir, sino cuidar. Tal vez la verdadera revolución hoy sea hablar con mansedumbre y compartir esperanza.
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