
Entre 1934 y 1935, a través de las reuniones producidas primero en Ámsterdam y luego en la Sala Pleyel de París, el movimiento comunista internacional definió como su enemigo fundamental no ya al capitalismo, la burguesía o la socialdemocracia -como venía ocurriendo desde el golpe bolchevique de 1917-, sino -clara y categóricamente- al fascismo. Se entendía de esa manera no sólo al fascismo propiamente tal -el italiano, que había alcanzado el poder en 1922- sino igualmente al nacionalsocialismo alemán y a distintas corrientes de autoritarismo anticomunista que venían proliferando tanto en Europa como en América. En Argentina este giro se manifestó en el intento, abortado, de constituir un “Frente Popular” con radicales, socialistas y demoprogresistas, intento reverdecido en la “Unión Democrática” de 1946 con el resultado que conocemos.
El enfrentamiento al fascismo fue así lo que funcionó como pasaporte del Partido Comunista al escenario de la democracia, sacándolo del gueto en que la previa política stalinista de “clase contra clase” lo había encerrado. Y en la memoria de los comunistas nunca dejó de ser percibido como tal, es decir, como la estrategia más vendedora para lograr avanzar sin mostrar el propio -espantable- rostro.
Han pasado noventa años. El fascismo realmente existente ha sido aplastado política y militarmente. La Unión Soviética se ha derrumbado. China se ha vuelto socialista primero y capitalista luego. Las naciones europeas han abandonado buena parte de sus competencias jurídicas a favor de un ente supraestatal. Ha nacido el Estado de Israel y ha estallado la jihad islamista. La migración musulmana ha comenzado a cambiar el rostro demográfico y cultural de varios países de Europa. Ha llegado la revolución digital y, con ella, la “sociedad redificada”. Se han alterado las estructuras de producción y los hábitos de consumo. Hemos comenzado a asomarnos a las oportunidades y a los riesgos de la Inteligencia Artificial. Nada importa todo ello. A la hora de suscitar una consigna que intente recuperar su legitimidad agonizante, Nicolás Maduro propone, desde Caracas, organizar la “Internacional Antifascista”.
Los socialistas del siglo XXI -es decir, los neocomunistas- ratifican como enemigo al de hace casi un siglo. Pero, entonces, ¿de qué fascismo se trata? Estamos ante un concepto propio de la Política, y, por ende, situado y datado. ¿O ante una cuestión metafísica, una suerte de Idea platónica, impermeable a la usura del tiempo y siempre recurrente? ¿Se trata de participar de un debate -de una lucha, incluso- específicamente política o de optar por el terrorismo ideológico? ¿Y qué queda del análisis marxista en todo esto?
En 2024, como en 1935, el “fascismo” tiene un alcance preciso y un rol asignado dentro de la estrategia comunista. Debe designar a toda fuerza política o corriente de opinión que se proponga, coherente y sistemáticamente, resistir al Comunismo. Al propio tiempo se trata de proveer a éste último de un camouflage adecuado para avanzar sin despertar excesivos recelos en un escenario democrático. El antifascismo fue así, una suerte de maccarthismo invertido avant la lettre y se pretende que hoy produzca réditos similares a los de noventa años atrás. Para ello, como en los mejores tiempos de la Komintern, se precipitan los corresponsales locales, al frente de los cuales se sitúa Eduardo Barcesat, constitucionalista de cabecera del stalinismo en Argentina (piénsese en lo oximorónico de dicho título...).
Nunca como ahora tiene tanta vigencia la frase de Marx sobre la tragedia y la farsa: Castro representaría la primera y Maduro la segunda, aunque es difícil negar que el bolivariano tiene la capacidad de sumar ambas.
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