El agotamiento simbólico del peronismo

Un análisis sobre la evolución del proyecto justicialista y su capacidad para defender principios e implementar políticas públicas

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(TELAM)
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Si quiere imponerse, toda empresa política que se desarrolla en un contexto democrático debe salir a la búsqueda de apoyos, de consenso. En esa búsqueda es muy importante la organización. Pero lo que es fundamental es el objetivo, el fin que persigue. Sin ese objetivo será difícil organizarse adecuadamente.

El objetivo de una empresa política puede definirse según un espectro que va desde lo ideal/general/abstracto a lo concreto/individual/material.

En el primer extremo encontramos los principios, el ideal que inspira a un movimiento político. En el segundo están los beneficios o ventajas específicas que el movimiento político puede ofrecer a sus dirigentes, militantes o simpatizantes. En el medio, entre los dos extremos, se encuentran las líneas de acción que persigue. Para usar terminología contemporánea: las políticas públicas.

El extremo ideal/general/abstracto trabaja con representaciones y con símbolos, está en el plano de la legitimidad. Resulta imprescindible para orientar y definir las políticas de Estado. El extremo concreto/individual/material apunta la necesidad de reconocimiento y los intereses personales. Es legítimo en la medida en que los beneficios obtenidos sean lícitos.

Ninguna empresa política puede prescindir de este juego de orientaciones: representa la tensión que existe entre lo colectivo y lo personal. Si se concentra en el primer extremo, será un puro idealismo, una mera reunión de intelectuales. Si en cambio lo hace en el segundo, se trata de una banda de saqueadores, de asaltantes de lo público.

Aún con toda su originalidad, su carácter único e irrepetible, el peronismo no escapa a esta condición. Inspirado en las corrientes ideológicas de su época, el peronismo fue definió su extremo ideal/general/abstracto con una triple fórmula: una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. También reportó beneficios concretos/individuales/materiales a sus dirigentes y simpatizantes. El slogan oficial decía que en la Argentina los únicos privilegiados son los niños, pero se agregaba con malicia que también lo eran los peronistas.

En el medio de los extremos la implementación de políticas públicas buscaba por un lado bajar a la tierra los ideales y por el otro trascender las ventajas individuales: intervencionismo estatal, regulación, industrialización, políticas redistributivas, derechos laborales, prestaciones sociales ampliadas, política exterior independiente.

Durante el peronismo clásico (1946-1955) la fortaleza del extremo ideal y de las políticas de Estado se impusieron a las ventajas individuales de pertenecer al peronismo. Se trataba todavía de una empresa política joven, de burocratización y corporativización incipiente.

(AFP)
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El regreso del peronismo, en 1973, tuvo como elemento principalísimo -al punto de convertirse en un peligroso desequilibrio, como finalmente se demostró- el extremo ideal/general/abstracto, la componente simbólica. Tanto la articulación de políticas como la constitución de una clase política, empresarial o sindical beneficiaria quedaron dramáticamente subordinadas a la lucha por la orientación y la misión del movimiento nacional justicialista.

En 1983 el peronismo dio por supuesto que la componente simbólica, teóricamente potenciada por su victimización a causa del golpe de 1976 tendría el mismo efecto que tuvo el golpe de 1955, y le daría la victoria en las urnas. Se equivocó y tuvo que reconstruir su identidad a partir de un recambio dirigencial y un proceso de autocrítica.

La debacle alfonsinista lo relevó de renovaciones más profundas y Menem pudo valerse de un fortalecido elemento simbólico para triunfar en las elecciones de 1989. No obstante, fueron las políticas económicas y una vasta red de beneficios personales -todas muy alejadas de la tradicional autorrepresentación del peronismo- las que lo hicieron afianzarse en el gobierno y conseguir la reelección en 1995.

En 2001 el peronismo volvió al poder, después de que se desatara una crisis de legitimidad política sin precedentes. La improvisación -obligada por la emergencia- del gobierno de Duhalde le impidió proyectarse electoralmente. El peronismo concurrió dividido a las elecciones de 2003, con una componente simbólica muy mermada: Menem se apoyaba en el capital electoral ganado durante su gobierno, Kirchner en los sectores del electorado que rechazaban a Menem.

El magro triunfo obtenido impulsó a Kirchner a optimizar los recursos disponibles con el objeto de trascender una legitimidad precaria. El contexto favorecía una revivificación de los ideales del peronismo clásico, después de su hecho maldito, el menemismo. Gracias al favorable contexto local e internacional, Kirchner promovió una serie de líneas políticas básicamente sostenidas en la abundancia de recursos: redistribuyó riqueza, aumentó exponencialmente el gasto público y el intervencionismo estatal.

Esto le permitió asimismo posicionarse en un plano simbólico que lo conectaba con el peronismo clásico, ayudado también por intelectuales orgánicos o semiorgánicos, que montaron un vasto aparato de propaganda y hegemonía cultural. Finalmente extendió una red de beneficios de recursos del Estado a diferentes corporaciones que se convirtieron en el principal apoyo del kirchnerismo.

El esquema se mantuvo durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner. Mientras los recursos disponibles iban mermando y se disipaba el simulacro de las políticas distributivas, se potenció la componente simbólica -centrada en la figura de Cristina capitana, heredera a la vez de los legados de Néstor y de Evita- y fue fortaleciéndose y ampliándose el entramado de beneficiarios de la cercanía del poder.

Esto no alcanzó para evitar la derrota electoral de 2015. Durante los años del gobierno de Cambiemos, el peronismo fue perdiendo porciones sustanciales de su capital simbólico, con una conducción errática y sin renovación dirigencial ni ideológica. Esa pérdida se reflejó en las elecciones de 2019, en las que ganó gracias a un descontento generalizado contra el gobierno de Macri, unido a la expectativa de beneficios individuales que promovió y alentó activamente la fórmula Fernández-Fernández.

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Los escasos recursos simbólicos puestos en juego en esa campaña electoral le permitieron al peronismo encarar un nuevo gobierno, pero con expectativas bajísimas. Por su parte, los sectores beneficiarios directos se prepararon para una toma definitiva del Estado. La grave crisis económica no fue obstáculo para expandir el gasto, crear nuevas dependencias, contratar empleados y multiplicar los negocios con el sector público.

Sólo la emergencia de la pandemia pudo recuperar, de forma efímera, la componente simbólica del peronismo. La ausencia práctica de políticas en casi todos los ámbitos del Estado ha reducido al gobierno de Fernández a una repartija de prebendas y beneficios para el lobby corporativo.

Es este contexto en el que el ministro Sergio Massa tiene que salir a hacer campaña. Decía Leopoldo Marechal que los símbolos podían morder como perros, abrirse como frutos, explotar como bombas de tiempo, herir con sus espinas la mano que se atreve a tocarlos. Nada de eso parece suceder con el peronismo de hoy. Completamente desprovisto de capital simbólico, repite cansinamente en los spots y los anuncios sus viejos principios e ideales, sin que nadie ya le crea. Con una retórica defensiva, centrada en el miedo, como nunca antes se había visto. Con una iniciativa política agotada, sin capacidad de liderar las transformaciones que pide a gritos el país. Reducido a un conglomerado de intereses clientelares que se aferran, aterrados, a sus privilegios. Sólo quedan los negocios.