Mentir es insultar al pueblo

Engaños y manipulaciones dialécticas para que no podamos ver la realidad

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Mentir es insultar al pueblo
Mentir es insultar al pueblo

La mentira fluye y se asienta no solo porque unos falseadores lo hayan decidido. La mentira se establece porque hay una sociedad cada vez menos preparada, con menor nivel de estudio y casi sin ningún tipo de capacidad de cuestionar, incluso de cuestionarse a si misma. Esto último aconsejo, va de suyo, que es un ejercicio maravilloso.

La calle Maritorena al 100, allá por los años 50/60, era de esa densa tierra, polvorosa y pegajosa, que penetraba por cuanta puerta y ventana había en la casa, venciendo radicalmente a cuanto “burlete” se interpusiera. Esa terrosa calle estaba en el medio de la nada misma y marcaba el final, o el comienzo, de un Tandil que prometía entonces ser una de las grandes ciudades de la Provincia de Buenos Aires. Allí, en esa periferia tandilense, solo quedaba como custodio el Regimiento de Infantería “Brigada General Martín Rodríguez” y una tranquila ruta hacia la famosa y ya caída Movediza, justamente allí estaba la modestísima casa que los viejos habían podido alquilar, en la nada misma. Desde allí, papá, al ser “viajante” de Acindar, podía salir de gira de lunes a viernes por diversos pueblos de la Provincia, para intentar vender alambres y clavos de la empresa de la Familia Acevedo, testimonio de una Argentina aún fuertemente industrial y expansiva. En la semana, mamá, sin llegar aún a sus treinta años, quedaba sola para entera protección y cuidado de mi hermana Mónica y de quien escribe estas líneas. Silencios extremos y silbidos de vientos es lo que más recuerdo. Los juegos debían ser pensados y organizados juntando a los pocos amigos que el lugar ofrecía, y era entonces cuando los desafíos del “Hoyo y Quema” y algunos que otros partidos de potrero con los arcos marcados con latas o palitos amontonados se convertían en verdaderas maratones del disfrute de los pibes de ese barrio de pocas casas pero de muchas ilusiones.

La única proveeduría existente era de la de Don Fidel, sobre una calle paralela a las vías y frente al Regimiento. Lugar de encuentro de soldados para tomar sus copas, comerse algún sándwich o simplemente ejercer la amistad y la camaradería del servicio militar. Ir a esa bar–almacén era mi contacto con los “grandes”, escuchar voces y risas distintas, quizás aprender alguna palabrota o saber que Carrizo era tal vez mejor que Roma. Es allí donde la vieja me mandaba a comprar, cada tanto, algún que otro recado menor. Yo debía cruzar un campito de unos cien metros y entre pajonales, siguiendo el sendero de tierra formado por el solo paso de otras anónimas alpargatas y acortando camino, se llegaba a lo “de Fidel”. Lo recuerdo como si fuera hoy: “Tomá cinco pesos y andá al almacén. Comprá medio pan de manteca. Trae el vuelto”. La orden de la vieja era clara, soberana e indiscutible. Era la voz de mamá. Solo medio pan de manteca (así se vendía cuando la guita escaseaba) y el vuelto ni para soñar en caramelos. Comprada la manteca, recuerdo que con las monedas del vuelto en mi mano y en un imperdonable segundo y con la rapidez del rayo, le digo a Don Fidel que mamá me había dejado, solo por esta vez, comprar una barrita Yolanda. Luego de la desconfiada mirada, el casi cómplice almacenero me la entrega por sobre el gastado mostrador de madera y bajo la custodia cómplice de los colimbas del momento. Debía comérmela rápido de regreso a mi casa, por ese rumbo entre pastizales y antes que mamá viera vestigio alguno de ese inolvidable goce. El envoltorio, Dios me perdone, habrá terminado a un costado del camino y el dulce de leche hecho barra digerido fue en pocos y deliciosos minutos. Aún recuerdo el tremendo reto de la vieja. Minga que no se iba a dar cuenta que faltaban unas monedas de vuelto. Mi mentira cayó bajo un incalificable telón de vergüenzas, falsas hipótesis y argumentaciones sin sentido. Seguramente hubo algunas leves palmadas (esa educación férrea del pasado) y, si no las hubo, más que suficiente con el enojo de una madre que todo lo daba por nosotros y que se las tenía que arreglar con lo poco que tenía.

El Octavo Mandamiento con claridad dice “No darás falso testimonio, ni mentirás”. Será por el Catecismo, por la educación o por los valores que nos dieron, el punto es que desde mi entendimiento mentir es insultar. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) afirmaba que “mentir intensifica un conflicto aunque en primera instancia pareciera apaciguarlo” y, redoblando, agregaba “que la aceptación de los mentirosos es mayor cuanto mayor es la ignorancia y el entender de los seres humanos”. Los modernos han impulsado palabras como fake news, cuando la realidad, y siguiendo la regla tomista de hace ochocientos años atrás, la mentira es una declaración realizada por alguien que sabe perfectamente que los oyentes serán engañados, para de esta forma ocultar la realidad en forma total o parcial. Nuestras sociedades viven bajo bombardeo permanente de embustes y por esa razón trato de mantenerme informado en base a fuentes totalmente diversas, para luego tratar de componerme mi propio cuadro de pensamiento. Mi escepticismo crece con mis años y más aún al darme cuenta de mis enormes limitaciones en el saber.

Soy ignorante, en nada creo cuando desconozco al emisor, y menos aún ante aseveraciones del tipo “los docentes dicen que...”, “los empresarios opinan que…”, “desconcierto entre la gente...” Es más fuerte que yo, ya que paso a preguntarme: “¿Qué docentes, qué empresarios, qué gente?” “¿Hay nombres y apellidos?” “Hay una encuesta?” “¿En base a qué metodología?” Me rebelo ante la bajada de línea y más aún a aquella disfrazada de aseveración dogmática. Ante esto, no solo soy ignorante sino que me ratifico que los dogmas no van conmigo. Mi mala o buena formación en Medios me hace dar cuenta al instante la composición de una mentira. Es la vulgar foto de un presidente mostrando a un perro un paisaje desde una ventanilla de helicóptero o el armado de una imagen de un ex presidente distendido en la Patagonia bajo el título “pensando en el futuro del país”, o la escudería pretoriana de Aerolíneas Argentinas surcando cielos a Rusia para traer algunas que otras cajas de la Santa Vacuna. El bombardeo de chapucería es directamente proporcional a la realidad que se quiere ocultar. Son los globos que ilustran esta nota, cada vez en mayor cantidad, más grandes, más llamativos y todos tapando la verdad, la única e inconmensurable: más de la mitad del país es pobre, la certeza que la Justicia no juzga y que la mayoría de los Legisladores solo defienden sus propios intereses y no los de sus representados. La certidumbre que de la pandemia nada sabíamos y que mejor hubiera sido reconocerlo de entrada y no jactarnos “que somos un gobierno de científicos, cuando antes fuimos un gobierno de CEO especialistas”. Hemos retrocedido, con dolor mediante, a la categoría de chambones en la que de todo hablamos pero de poco o nada sabemos. Y allí va otro globo para ocultar un asesinato, un desfalco, el “físico” de Leonardo Fariña (y pensar que él y solo él es la condensación de todos nuestros males), la mucama de una funcionaria, la licitación dada a un amigo, el lavado de dinero de los constructores del sur. Y allí fue otro globo más alto, más imperial, más soberbio. ¡Pueblo! ¡Miren ese globo!

Que el lector no se deje llevar por mensajes que nos entran de derecha o de izquierda. Quiero animarlo a desafiar y cuestionar todo aquello que nos entra en inofensivo formato de mensaje de texto o de WhatsApp. El poder de turno echa mano a la calumnia para sostener su discurso falaz, pero atropellando y sin quedarse atrás, la oposición también tira sus bulos o falsedades articuladas bajo aparentes formatos de verdades. Todos mienten, y siguiendo la paradoja del cretense Epiménides, “todos los cretenses mienten”, nos quedamos encerrados en un círculo sin sentido, donde nadie sabe dónde está la verdad, llegando al clímax de la confusión al decir “esta paradoja es mentira”. Sostengo que mentir es insultar al pueblo y que con engaños y manipulaciones dialécticas nos van tapando la realidad.

Tan lejano está de estas pampas, Winston Churchill (1874-1965) en un histórico discurso decía: “Digo a la Cámara como he dicho a los ministros que se han unido a este gobierno: no puedo ofrecer otra cosa más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos ante nosotros una prueba de la especie más dolorosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento”. Si desean escuchar este maravilloso tesoro en YouTube recomiendo apreciar la entonación dada en las palabras tears and sweat (lágrimas y sudor).

La realidad es que ningún postulante a gobernar podría ganar una elección con un mensaje donde solo pueda ofrecer “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. No faltará un presto asesor que le sugiera decir: “Erradicaremos la pobreza (sin decir cómo), daremos más planes (sin decir cómo se financiarán), los maestros serán privilegiados (sin decir que no pueden ni ir a dar clases).

La historia de mi mentira sobre la mal habida golosina Yolanda fue tema recurrente de charlas con la vieja durante años y años. Mamá partió hace pocos años pero hasta poco antes de su ida (me cuesta usar la palabra muerte) no había oportunidad en que me dijera: “Mirá que me acuerdo cuando me mentiste aquella vez en Tandil”. Y si bien habían pasado sesenta años, el engaño, por menor que fuera, se hacía nuevamente presente, esta vez a manera de recordatorio y de lección de vida. Es entonces, y por un instante, que el dulce de leche se añora algo amargo.

Tributo a Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

Tributo a Winston Churchill (1874-1965)

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