
La oscuridad de las noches puede hacerlas infinitas, cargadas de nostalgias, eternas. Pero de pronto, una sola llama que se enciende disipa la penumbra y se hace compañera en el tenue clima de soledad. El susurro de las chispas, el movimiento ondulante como una danza y los colores fuertes que se elevan crean casi un halo de misticismo. Sólo observar el fuego invita a abandonar temores y a despertar en poesías. Hasta el último siglo y durante milenios el aceite fue el más preciado y fino combustible que lograba mantener iluminada cualquier noche. Símbolo de la luz, era con aceite que se ungía a Reyes y Sacerdotes. Es con el aceite más sagrado y especial que se ungirá nada menos que al Mesías. Sin embargo, el Rey Salomón, el rey sabio, nos enseña: “Tov Shem mi-Shemen Tov” – “Es mejor un buen nombre, que el mejor de los aceites” (Kohelet 7:1).
Esta semana comenzamos la lectura del segundo Libro de la Torá, llamado generalmente “Éxodo”. No obstante, no es ese su nombre original. En hebreo el nombre del libro es “Shemot”, que significa justamente: “Nombres”. Que el libro llamado “Nombres”, no sea conocido por su propio nombre, nos sugiere que todo nombre lleva consigo, también, un secreto.
Llamamos por su nombre a aquello que conocemos. Para ser más exactos, lo que creemos conocer, o conocemos exteriormente. Pero no siempre alcanza con saber el nombre de algo o de alguien para asumir que sabemos todo lo que en verdad hay allí dentro. ¿Cuál es el propósito esencial de su existencia? Es por ese motivo que desconocemos el nombre de Dios. Creer que entendemos al misterioso Poder creador de todo, o acaso alguno de sus secretos, sería apenas una quimera. De todos los nombres que se le atribuyen a Dios, el más utilizado en hebreo es “Hashem” que significa nada menos que: “El Nombre”. En nuestra limitación humana no alcanzamos a comprenderlo, por eso no sabemos Su Nombre. Lo llamamos, entonces, “El Nombre”.
El libro comienza relatando la esclavitud en Egipto. En el Capítulo 2 aparece uno de los relatos más conocidos de la Biblia, el del nacimiento de Moisés: “Un hombre de la tribu de Leví fue y tomó por mujer a una hija de la tribu de Leví, la que concibió, y dio a luz un hijo; y viendo que era hermoso, lo tuvo escondido tres meses. Pero no pudiendo ocultarlo más tiempo, tomó una cesta de juncos y la calafateó con asfalto y brea, y colocó en ella al niño y lo puso en la orilla del río. Y una hermana suya se puso a lo lejos, para ver lo que le acontecería. Y la hija del Faraón descendió a lavarse al río, vio ella la cesta en el río y envió una criada suya a que la tomase. Cuando la abrió, vio al niño; y he aquí que el niño lloraba. Y teniendo compasión de él, dijo: De los niños de los hebreos es éste” (Éxodo 2:1-6)
Si observamos detenidamente el texto, no figura en él un solo nombre. Un hombre, una mujer, un niño, una hermana, una hija de un Faraón. El Libro de los Nombres no le pone un solo nombre a los personajes que iniciarán la epopeya liberadora más famosa de la humanidad. Egipto no es apenas un imperio de la antigüedad. Egipto es ese lugar en donde se pierden los nombres. Donde la identidad y el ser se diluye. Egipto es el lugar en donde olvidamos quiénes somos y para qué habíamos venido.
La palabra “Shem” (en hebreo: “Nombre”) a la vez significa: “propósito” o “sentido”. Preguntar en hebreo: “¿leSHEM ma?”, es preguntar: “¿para qué?”, o “¿cuál es el objetivo?” Egipto es ese lugar espiritual en el que perdemos nuestra razón de ser, nuestro rumbo. Donde olvidamos de dónde venimos y qué lugar alguna vez pretendimos alcanzar. El momento en en el cual apenas elegimos sobre-vivir a vivir. Donde perdemos nuestro nombre.
Nos dicen los sabios que cada persona tiene tres nombres. El que nos dan nuestros padres, el que nos da la sociedad, y el que nos hacemos nosotros mismos (Kohelet Rabbah 7:3). Los tres nombres hablan de los tres propósitos que llevamos en la vida. Tenemos un propósito con nuestro origen, con nuestro pasado, nuestra historia. Portamos otro para con el mundo en el que vivimos. Y un tercer propósito que es el más íntimo, ese que llama a nuestra profunda dimensión espiritual. Hay veces que elegimos abandonar alguno de esos nombres, cambiarlo por uno nuevo, o privilegiar uno por sobre otro. Es importante saber que un nombre no se elige por cómo suena. Somos el nombre que responde al por qué dejamos de ser el que llevábamos hasta aquí, y cuál es el sentido que representa el querer portar un nombre nuevo.
Amigos queridos. Amigos todos.
Nos intiman desde los siglos a salir de Egipto. Cuando perdemos el sentido, nos hacemos esclavos eternos de la monotonía sin rumbo del tiempo. Es por eso que el Libro de los Nombres, donde nos describen la esclavitud a Egipto y el comienzo del camino hacia la libertad, comienza diciendo: “Estos son los Nombres…” (Éxodo 1:1)
El desafío es descubrir el para qué, el objetivo, el propósito. Cada nombre lleva un secreto, un sentido secreto, que sólo aquél que lo porta puede des-cubrir. En el momento en que cargamos de sentido la ruta, por más que nos sintamos en el pozo más oscuro del destierro de Egipto, es allí donde descubrimos que es nuestro buen nombre el mejor aceite que iluminará el camino de salida.
Alejandro Avruj es rabino de la Comunidad Amijai, y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti
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