
Son las 7:30 de la mañana, abrimos la aplicación del diario y, cuando apenas desplazamos el dedo dos centímetros, ya nos entran varias notificaciones de Whatsapp. El grupo del colegio hierve. ¿La discusión? La movilización del 8N. Cuando entramos en calor y ya tenemos lista nuestra intervención, Instagram nos avisa que tenemos dos seguidores nuevos. Volamos hacia allá para ver quiénes son. Pero no llegamos: un reel de Messi nos atrapa e introduce en un bucle audiovisual del máximo goleador de la Selección argentina que finaliza en Youtube con una antología suya y una duda existencial: “¿por qué estamos acá?”
Bienvenidos a la era de la dispersión, una época donde la concentración es un lujo. Diariamente, nos enfrentamos a un tsunami de mensajes que nuestra atención es incapaz de procesar. El problema ya no es la escasez, sino el exceso de información; un fenómeno que la pandemia incrementó notoriamente. Al digitalizarse una cantidad significativa de actividades –sociales, laborales, ociosas–, aumentó el tránsito en la red. Los prosumidores, es decir, todas aquellas personas con un teléfono inteligente, cierta autoestima comunicacional y algo para decir (o confesar), ganaron gravitación. Todo un reto para la dirigencia política, que debe hablar menos y escuchar más.
Cambió la distribución de la atención social. Los políticos ya no están solos: compiten entre ellos, pero también con la ciudadanía por este bien escaso. Más que presenciarlo, el prosumidor quiere protagonizar el debate público. Twittea, postea, contradice y añade sentido en un ecosistema comunicacional saturado. Frente a tanto ruido, la dirigencia debe racionalizar sus intervenciones y economizar sus discursos. Ya son arqueológicas esas narrativas que se medían en hojas o palabras. Ahora los relatos se “pesan” en caracteres.
La campaña electoral estadounidense lo plasmó nítidamente: asoma una comunicación política más sintética. La calidad releva a la cantidad y el impacto estético-emocional reemplaza a la argumentación compleja. Como asegura el investigador español Antoni Gutiérrez-Rubí, cuando leemos el diario en el celular, nuestra paciencia cognitiva oscila entre cuatro y seis segundos. Nada más. Si no queremos entrar en el monólogo político, la brevedad es un imperativo.
En la ciberdemocracia, los ciudadanos navegamos por la web con una atención parcial. Esto quiere decir que vamos sobrevolando toda la información que nos ofrecen; solo nos detenemos en lo que nos impresiona, recién ahí, nos mudamos a la atención completa, donde ponemos el 100% de nuestro esfuerzo mental en el abrazo entre Julio Sanguinetti y José Mujica o el discurso ganador de Joe Biden. Pero previamente debemos haber tenido una reacción emocional que haya activado nuestro interés.
En este sentido, los títulos políticos son más fundamentales ¿Por qué? Porque son atajos cognitivos: nos permiten acceder a una temática en particular sin invertir mucho tiempo ni esfuerzo mental. Nos acercan en pocos segundos las definiciones más sobresalientes del presidente Alberto Fernández o los pronósticos que trazó el INDEC sobre la inflación. Para que sean atractivos, y el ciudadano quiera ahondar en el asunto, los títulos deben cumplir con la triple S: singulares (originales y novedosos), sencillos (fáciles de comprender) y sensibles (diseñados con valores).
Otra forma veloz de absorber información es mediante el registro visual. No es casualidad que redes sociales como Tik-Tok, Twitch e Instagram estén ganando cada vez más volumen de seguidores. La imagen retiene y aporta credibilidad. Por eso, la escenificación del liderazgo es esencial. Alrededor del mundo, los mandatarios se concentran en construir estéticamente su relato. Donald Trump sacándose el tapaboca en el balcón de la Casa Blanca o Kamala Harris bailando “Work that” de Mary J. Blige bajo la lluvia en Florida son pruebas contundentes de esta cultura hipervisual.
El covid-19 también apuró la mudanza del storytelling (narrar con palabras) al storydoing (narrar con hechos). La ciudadanía demanda acción por parte de sus representantes. No hay tiempo para discursos grandilocuentes o promesas etéreas. Es el momento de gestionar. Como lo demuestran los casos de Jacinda Ardern, Tsai Ing-wen y Moon Jae-in, los políticos que concentran la mirada y el respeto sociales son aquellos que transforman el miedo ciudadano en políticas públicas. Ante problemas reales, soluciones reales. Una ecuación tan antigua como infalible.
La sociedad habla, escribe y se informa cada vez más rápido. La política no puede quedarse atrás. Se requieren liderazgos con reflejos, los pies en la tierra y la palabra justa. Hoy, el barroquismo discursivo es sinónimo de ineficiencia comunicacional o –peor aún– artificio retórico. Necesitamos recuperar el valor del lenguaje político y entender que en la concisión también podemos encontrar profundidad, riqueza y belleza.
* El autor es profesor, investigador y coordinador académico del Posgrado en Comunicación Política e Institucional, Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Católica Argentina (UCA).
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