Reflexiones en torno a un gran liberal olvidado

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El transcurso del tiempo hace lo suyo con algunos más que con otros y en el caso que nos ocupa tal vez ha contribuido a opacarlo a Wilhelm von Humboldt -pues de él se trata- su hermano menor, el célebre naturalista Alexander. Pero cualquiera sea la circunstancia, no solo es injusto ignorar personajes que han llevado a cabo notables contribuciones sino que perjudica y hiere a las generaciones que le siguen ya que en todos los casos los conocimientos se edifican “sobre los hombros de gigantes” que nos precedieron, y el crecimiento se amputa si se desconocen trabajos anteriores, lo cual evidentemente perjudica y consume tiempo innecesario para repasar temas ya explorados por otros.

John Stuart Mill abre su conocida obra sobre la libertad con un acápite de Wilhelm von Humbolt, cita tomada de su libro más difundido titulado Los límites de la acción estatal (traducida al inglés por Cambridge Universtity Press, en 1969, con el título The Limits of State Action, en un principio titulada Sphere and Duties of Government, aun no traducida al castellano) que escribió cuando tenía veinticuatro años, en 1791, referencia que alude a la importancia de la diversidad humana, un trabajo publicado posteriormente debido a la censura del gobierno prusiano. Este personaje era amigo de Friedrich Schiller -además de Goethe y Madam de Staël-, el autor de lo que originalmente denominó “Oda a la libertad” (An Die Freiheit) también censurada por aquél gobierno lo cual lo obligó a transformar en “Oda a la alegría” (An Die Freude) que usó Beethoven en el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía que luego de derrumbado el Muro de la Vergüenza reivindicó con la letra original en la parte coral Leonard Bernstein, con su orquesta a ambos lados de la Puerta de Brandeburgo.

Por supuesto que cuando decimos que este personaje está básicamente olvidado no me refiero al mundo académico que lo tiene bien presente, aludo a un público más amplio que recuerda los nombres de Spencer, Tocqueville y el antes mencionado Mill pero en general deja de lado la figura de von Humboldt.

Es de gran interés reproducir algunos de los pensamientos de este autor tomados del libro mencionado para luego formular algunas consideraciones sobre la trascendencia de preservar la individualidad en el contexto de los aparatos estatales de nuestra época.

En verdad pocas citas resultan suficientes para develar el eje central de la obra. Declara de entrada en las primeras líneas que “descubrir cuál es el motivo de las instituciones estatales y qué límites deben establecerse a su actividad es el objetivo de las páginas que siguen”. Al abrir el segundo capítulo manifiesta: “El verdadero fin del hombre, lo cual prescriben los eternos e inmutables dictados de la razón y no sugeridos por deseos vagos y transitorios, es el más alto y armonioso desarrollo de sus facultades como un ser completo y consistente. La libertad es la condición primera e indispensable que presupone ese desarrollo”. Y ese capítulo finaliza con la siguiente conclusión: “La razón no puede apuntar a ninguna otra condición que la que cada individuo no solo goce de la libertad más absoluta de su desarrollo y energías sino que no debe ser interferido por ninguna agencia humana”.

Finalmente, en el tercer capítulo precisa que: “Toda intromisión estatal en los asuntos privados debe condenarse allí donde no hay inmediata violencia a los derechos individuales […] me refiero a todas las manifestaciones estatales que declaran la elevación del bienestar de la población, de cualquier solicitud en esta dirección referentes a la subsistencia de los habitantes ya sea directamente a través de las leyes de pobreza o indirectamente en el subsidio a la agricultura, industria o comercio y todas las regulaciones relativas a las finanzas o el dinero, importaciones y exportaciones […] mantengo que todas esas instituciones se traducen en efectos dañinos y son irreconciliables con un verdadero sistema político”.

Cabe señalar que von Humbolt incursionó varias veces en la política a la que consideraba geistlos, es decir, como algo más bien chato y falto de imaginación, tal como consigna el editor en su introducción a la mencionada edición de la Universidad de Cambridge, al igual que Ortega, quien escribió: “La política se apoderó de mi y he tenido que dedicar más de dos años de mi vida al analfabetismo (la política es analfabetismo)”. En realidad, en esta etapa del proceso de evolución cultural, el monopolio de la fuerza que denominamos Gobierno se hace necesario para proteger derechos, pero en el proceso electoral los políticos son cazadores de votos que deben responder a lo que la opinión pública demanda lo cual, a su turno depende del plano en el que se desarrolla la batalla cultural, es decir el debate de ideas de fondo que en definitiva marca las agendas y configura el discurso de los políticos.

Por todo esto es que resultan de tanta trascendencia pensadores de la talla de von Humboldt y por ello es que reviste tanta importancia el debate de ideas y la actualización de las potencialidades del individuo. Antes he escrito sobre el tema que sigue, pero se torna imperioso insistir en la materia al efecto de apuntar el valor de la individualidad tan bastardeado en nuestro tiempo a favor de la colectivización y, por tanto, a la ruina de todos pero muy especialmente de los más necesitados que se perjudican grandemente por el desgaste y el consumo de capital humano y material que redunda en la destrucción de las bases morales de la cooperación social y en la reducción de salarios e ingresos en términos reales.

Lo extraordinario del ser humano es que cada uno es único e irrepetible en el cosmos aún teniendo en cuenta los pastosos experimentos con la clonación, ya que el aspecto central del hombre no son sus kilos de protoplasma sino su psique, que no es susceptible de clonarse puesto que excede lo puramente físico.

Entonces, aquellas condiciones únicas, aquellos talentos, vocaciones y potencialidades que son característica exclusiva de cada uno, deben desarrollarse para ser esa persona especial que cada uno es en la historia de la humanidad. En la medida en que el hombre renuncia al cultivo de sus condiciones particulares en dirección a la excelencia para asimilarse a lo que piensan, dicen y hacen otros, está, de hecho abdicando de su condición natural para convertirse en una impostura humana. El hombre masificado es, en definitiva, un aglomerado sin perfil propio, es un conjunto amorfo e indistinguible del grupo.

No puede escribirse sobre este tema sin recordar al antes mencionado Ortega, a Gustave LeBon y, con anterioridad a ellos, a los horrores de la masificación señalados por Jerome K. Jerome (The New Utopia de 1891), Yevzeny Zamyatin (We de 1921). También cabe recordar las obras de Orwell (1984), Alduous Huxley (Nueva visita a un mundo feliz), David Reisman (The Lonely Crowd), C.S. Lewis (La abolición del hombre) y, mas contemporáneamente, el trabajo de Taylor Caldwell (The Devil´s Advocate, el mismo título que posteriormente usó Morris West para su obra). Todos ellos desde ángulos distintos y explorando diversas avenidas, ponen de manifiesto preocupaciones múltiples de lo que ocurre cuando el hombre se deja deglutir por lo colectivo.

Esta renuncia a ser propiamente humano, esta falsificación de nuestra naturaleza, esta grosera adulteración de la única especie conocida que posee el atributo de ser libre, conduce por lo menos a tres efectos que colocan al hombre en el subsuelo mas sórdido y lastimoso que pueda concebirse. En primer lugar, se pierde a sí mismo y, por ende, no saca partida de sus potencialidades en busca del bien y, de este modo, amputa sus posibilidades de crecimiento y realización personal. En segundo término, priva a sus semejantes de disfrutar de aportes y contribuciones que reducen el espacio para la cooperación social recíproca. Y, por último, al fundirse en el conjunto, estos sujetos se embarcan en andariveles que conducen a la búsqueda del común denominador: a lo más bajo y embrutecedor, a las frases hechas, al acecho de enemigos, a la envidia y el resentimiento para con lo mejor, a la ausencia de razonamientos, a los cánticos agresivos, en suma, a la barbarie que siempre capitalizan los megalómanos sedientos de poder, todo lo cual, de más está decir, constituye un peligro manifiesto para la privacidad de quienes conservan un sentido de autorespeto y dignidad.

En La psicología de las multitudes, LeBon escribe que “en las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez” y que el contagio masivo en la multitud hace que “el sentimiento de la responsabilidad que siempre retiene al hombre, desaparece enteramente”. Cuando lo mencionamos esta segunda vez a Ortega, naturalmente teníamos en mente La rebelión de las masas, pero, a nuestro juicio, los mejores escritos de este filósofo en esta materia se encuentran recopilados en El hombre y la gente. Allí dice: “Cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es gritan [...] ¿quién es la gente? ¡Ah! la gente es...todos. Pero ¿quién es todos? ¡Ah! nadie determinado. La gente es nadie [...] Hoy se diviniza lo colectivo. Desde hace ciento cincuenta años se han cometido no pocas ligerezas en trono a esta cuestión; se juega frívolamente, confusamente, con las ideas de lo colectivo, lo social, el espíritu nacional, la clase, la raza. Pero en el juego las cañas se han ido volviendo lanzas. Tal vez, la mayor porción de las angustias que hoy pasa la humanidad provienen de él [...] la sociedad tiende cada vez más a aplastar al individuo, y el día que pase esto habrá matado la gallina de los huevos de oro”.

Desde la más tierna infancia, muchas son las personas que reciben un insistente adoctrinamiento estatal para huir de la idea de ser distinto y se inculca hasta el tuétano la necesidad de parecerse al otro. Se crea así un complejo que aleja las posibilidades de sobresalir y se crea un acostumbramiento a mantenerse a toda costa en la media. Jacques Rueff apuntaba que resulta paradójico que en el mundo subatómico se necesita del microscopio para detectar diferencias mientras que en los hombres éstas se perciben a simple vista y, sin embargo, se los suele tratar como seres indiferenciados.

En gran medida nos encontramos con que hay una obsesión por aparecer “ajustado” a las conductas y pensamientos de los demás, por tanto, como queda dicho, a convertirse en un hombre impostado que, a fuerza de imposturas, se transforma en los demás. Esa es la raíz de las crisis existenciales: la pérdida de identidad. Es el nuevo latiguillo que se usa en muchos colegios cuando se les dice a los padres que “su hijo está desajustado”. John Dos Passos -uno de los novelistas estadounidenses mas destacados del siglo XX- sugiere que se “consulte hoy a cualquier sociólogo sobre el significado de la felicidad en el contexto social y seguramente responderá que significa ser ajustado”. La felicidad ya no sería la plena realización y actualización de las propias potencialidades en busca del bien, sino la uniformidad con los otros y en dejarse arrastrar y devorar por el grupo en caída libre a un bulto inidentificable, antihumano y degradado. El hombre así se convierte en una caricatura grotesca, como decimos, en una lamentable impostura.

Es en este contexto que resulta sumamente aleccionador repasar autores como Wilhelm von Humboldt, puesto que no podemos darnos el lujo de despreciar tamañas observaciones y advertencias como las formuladas por ese autor. Celebro que en la provincia de Mendoza -el terruño de mis ancestros- ahora un grupo de jóvenes, algunos de los cuales han sido mis alumnos, han establecido la Fundación Wilhelm von Humboldt. Es de desear que mantengan la vara a la altura de la que marcó este personaje tan noble y enriquecedor, especialmente en momentos en que los aparatos estatales en lugar de cumplir con sus misiones específicas de protección de derechos los conculcan.

El autor es Doctor en Economía y también Doctor en Ciencias de Dirección, preside la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.

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