La falta de ética atenta contra la unidad nacional

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Daniel Scioli, protagonista de la sesión del jueves en Diputados (Gustavo Gavotti)
Daniel Scioli, protagonista de la sesión del jueves en Diputados (Gustavo Gavotti)

Como amargo fruto de la grieta aparece este exceso de palabrerío sobre la ética. Como dirían nuestras abuelas, “dime de qué alardeas y te diré de qué careces”. Hubo tiempos, quizás hasta el gobierno de Raúl Alfonsín, donde la política todavía intentaba hacerse cargo del destino colectivo. Luego llegará Menem, con las privatizaciones y la desregulación, los políticos son sustituidos por la farándula, las desregulaciones facilitan la concentración y detrás de cada privatización se instala un conjunto de negociados en manos de los nuevos militantes, “los operadores”, gente que ocupa los cargos al servicio de los negocios. Desde entonces, todos los gobiernos están manchados por negociados de sobra conocidos por la mayoría de los cercanos al sistema. Para esa nueva política, el dinero se convierte en un instrumento esencial al poder; ya no se concibe sostenerlo sin su ayuda. Y lo cierto es que hoy tienen sobrada razón: la mayoría de los candidatos necesitan de un grupo económico que los respalde, y eso lo podemos comprobar sin investigar demasiado. Los gobiernos de los Kirchner transitaron momentos de éxito como otros de fracaso, y esa coyuntura es la que va a permitir el triunfo de Mauricio Macri. Este grupo se ocupa de elevar las tarifas de las privatizadas, realizar oscuros manejos con los peajes que les pertenecen, y definir el interés anual en torno al ochenta por ciento. Para los que tenemos años, fue absurdo que el banco nos aclarara de pronto que podíamos depositar pero no solicitar créditos. Era un retorno a Martinez de Hoz, a tiempos donde el capital se apropiaba de todo lo rentable. Fue el mismísimo Menem quien, asociado a Cavallo, se ocupó de privatizar y desregular, las dos razones principales de la concentración de la riqueza y del crecimiento imparable de la pobreza. Asombra cómo el mismo gobierno de Macri nombró a empleados en empresas que había prometido desmontar. Las coimas en su gobierno lejos están de ocupar el espacio de la casualidad: forman parte esencial de su manera de concebir el poder. La política no tiene por ahora un espacio al margen de la corrupción, de las cajas, de los negociados. Y en charlas privadas, todos sabemos dónde y cuándo hubo alguien que se llevó lo que no correspondía. Hay algo mucho más grave: en varios lugares puntuales, el gobierno y la oposición se reparten los ingresos de los negociados.

Cuando se vota la ley del blanqueo y Macri por decreto intenta hacerla extensiva a su familia, queda al desnudo que el parentesco con la ética es más lejano que el familiar. Aquí, entre nosotros, se vuelve más profética que nunca la frase evangélica “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. La falta de principios morales no es la causa sino el resultado de nuestra división social a la que denominamos “grieta” y es el impedimento a la construcción de un destino común compartido. No estamos divididos entre ladrones y decentes, como imaginan los extremos de ambos bandos. Estamos distanciados en el proyecto, pero compartiendo la corrupción. ¿Quién robó y dañó más al país? ¿Menem, los Kirchner o Macri? Me resulta una pregunta absurda, ya que la ética no puede terminar siendo la razón o la excusa de la decadencia. La dirigencia en su conjunto se ha ido distanciando de la sociedad, el Estado dejó de imponer sus reglas para permitir que las normas del fuerte sobre el débil se instalaran definitivamente. Los partidos perdieron vigencia y terminaron en manos de una tensión de intereses que suplantó la vieja discusión de ideas. La complicidad ocupó el lugar del correligionario, del compañero y del camarada. El militante que ayer era independiente se fue convirtiendo en empleado del Estado, y en consecuencia, en clientela electoral. El amor a la patria se limitó a cantar el himno, se deslizó al espacio del folklore, del costumbrismo vacío. El patriotismo quedó reducido al deporte, en especial al fútbol. En lo demás, todas y cada una de nuestras producciones y saberes terminaron pagando patente o “royalties”, la diversidad de nuestros comercios y restaurantes se fue sumiendo en manos de los grandes grupos -hasta los quioscos son propiedad de los bancos-, y ningún privado puede competir contra los monopolios que invaden los restos rentables de la sociedad y degradan en consecuencia lo que queda de la empobrecida clase media.

Entre las prebendas de los sectores burocráticos, como salarios y jubilaciones, y las de empresas privatizadas, la sociedad agoniza sin salida. La jubilación de los jueces y la patética aparición de supuestos dignos merecedores de semejante injusticia, las excusas que impiden el debate y la amenaza de renuncia de personajes que nunca debieran haber llegado, toda esa comedia nos obliga a entender que o terminamos con el sistema prebendario tanto estatal como privatizado o no tenemos salida como sociedad. Hasta los derechos humanos ocupan el triste lugar de beneficiarios de un dogmatismo que intenta convertir en triunfadores morales a quienes eligieron la violencia revolucionaria. Todo aquello que se convierte en poder, estatal o privatizado, todo ello termina parasitando al sector productivo. Ni el presidente ni ningún pensador libre puede ser acusado de “negacionista” como tampoco tocar los privilegios implica otra cosa que imponer la justicia al servicio de la igualdad. O tocamos de una vez por todas los privilegios y forjamos un país viable o seguimos en la desesperación de quedarse con algún paraguas del estado para poder enriquecerse sin producir. Deben finalizar todas las jubilaciones y los regímenes que benefician a un pequeño grupo o sector en contra del resto de la comunidad. Es lo que exige la crisis y sin duda la única salida.

La caja es una sola, lo que se lleva uno es lo que se le quita al otro, y el Estado no puede ni debe ocupar otro lugar que el de exigir y distribuir con ecuanimidad. El capitalismo puede generar ricos por sus logros, pero no puede hacerlo el Estado solo para intentar convertir la prebenda del vivo en derecho adquirido. Asumamos de una vez por todas que toda reforma trascendente debe lograr un consenso que la convierta en política de Estado. Lo otro, la trampa de un diputado que se iba pero estaba de vuelta, solo sirve para continuar con un país donde la viveza se impone al talento, e implica simplemente continuar con el fracaso. La grieta es el eje de la corrupción. La convocatoria a un proyecto común es el único espacio permanente de la ética y la única manera de recuperar la esperanza. Y a no equivocarse: convocar a la unidad es sentarse con quien consideramos el enemigo. Implica esfuerzo y grandeza. Si fuera una cuestión de gustos, hace tiempo que se hubiera resuelto.