La brisa liberal

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Evo Morales (Photo by CLAUDIO CRUZ / AFP)
Evo Morales (Photo by CLAUDIO CRUZ / AFP)

Los estallidos sociales casi simultáneos en Bolivia y en Chile parecían tener signos opuestos, uno contra un gobierno presuntamente progresista como el de Evo Morales y otro contra un gobierno más bien neoliberal como el de Piñera. Pero, ¿de qué nos hablan en verdad estas protestas, que además se extienden por toda Latinoamérica –Ecuador, Colombia, Venezuela– pero también en Medio Oriente –Sudán, Argelia, Líbano, Irán, Irak– y hasta el lejano Oriente? ¿Son en rigor casos contrapuestos o hay un hilván secreto que los hermana?

Lo que anida, a mi modo de ver, detrás de todas las protestas y asonadas populares es la exigencia de respeto. De respeto en general por los derechos individuales. Los ciudadanos pueden tolerar un mal gobierno, pueden tolerar pasar estrecheces, hasta pueden llegar a tolerar la corrupción de los políticos, pero lo que ya no soportan es que se le rían en la cara. No soportan la falta de respeto, el pisoteo de su dignidad. En Bolivia, y claramente en Venezuela también, los ciudadanos reclamaban su derecho al voto: le habían dicho que no querían otra reelección y Evo Morales se presentó igual, no le bastó con ello, cuando advirtió que no le daban los números para ganar en primera vuelta cortó la luz y suspendió el escrutinio para hacer trampa. Ya fue demasiado. Una cosa es que hagan trampa y otra que se le rían en la cara a la gente. ¿Qué sucedió en Chile sino algo similar? Se trata de un país que crece de modo sostenido desde hace varias décadas, cuando uno llega a Santiago de Chile encuentra autopistas y shoppings iguales a los del primer mundo, sus barrios aventajados tienen negocios dignos de la Quinta Avenida de Nueva York, todos advierten que el país crece vertiginosamente, pero los pobres siguen siendo pobres, el efecto derrame se da a cuentagotas, se reduce la pobreza pero no en la proporción en que el país crece. Durante mucho tiempo aguantaron la injusticia pero un hecho mínimo, una pequeña suba en transporte, les resultó ya la gota que rebasó el vaso. Otra vez: era demasiado.

La “brisa” liberal recorre el mundo: en el Líbano nada menos que Saad Hariri –hijo del mítico Rafik Hariri, poderoso empresario y dos veces presidente, que reconstruyó el país después de la guerra civil– cayó por haber establecido un impuesto a las llamadas telefónicas de WhatsApp, y en Argelia otro líder legendario como Abdelaziz Bouteflika cayó después de haber anunciado una nueva postulación para una reelección, como Evo. Arde Francia por leyes de ajuste. Y ni hablar de Hong Kong, donde un asesinato, un hecho privado, quiso ser usado como excusa para dictar una ley de extradición a China, a contrapelo de los deseos de independencia.

En la serie Downton Abbey se advierte una situación muy curiosa: los reyes visitarán el castillo de unos aristócratas y llevan consigo no sólo a sus propios cocineros, probadores de comida y modista sino también a todos los mozos que servirán la comida, para reemplazar a los del castillo. El personal de servicio de los aristócratas se enfurece y organiza una suerte de boicot. Aceptaban trabajar todo el tiempo que fuera necesario, aceptaban ganar poco, lo que no aceptaban era que los ningunearan y que los reemplazaran en su cara como si fueran unos inútiles.

En 1992 y siguiendo la dialéctica hegeliana, Francis Fukuyama desató la polémica con su tesis sobre el fin de la historia, según la cual después de la caída del muro de Berlín el capitalismo había ganado en toda la línea. Los grandes gobiernos de Reagan y Thatcher parecían darle la razón. Sin embargo, en su último libro, Identity, formula una dura autocrítica y se pregunta qué ocurrió para que, después del falso fin de la historia, los populismos de todo pelaje invadieran el planeta. Y su respuesta es simple: en aquel momento no había advertido que los ciudadanos pueden soportar todo menos no ser respetados, el pisoteo de su identidad los lleva inevitablemente al resentimiento y el resentimiento es el mejor fermento para los populismos, ya sea los xenófobos de derecha o los falsamente progresistas de izquierda. Por eso recomienda políticas inclusivas, integradoras, ampliar los derechos a los inmigrantes y a los marginados para que la identidad de una nación sea con ellos adentro y no contra ellos.

En este contexto, resulta muy interesante el experimento que se abre en la Argentina. La nueva coalición, quiérase o no, cuenta con un liderazgo claro: el de Cristina Fernández. Y ella a su vez tiene una ansiosa obsesión: que rápidamente caigan todas las causas judiciales en su contra, haya o no pruebas, como quedó claro en su declaración ante el Tribunal Oral que juzga la causa de Vialidad. La economía podrá andar mal y los argentinos probablemente lo toleren una vez más, pero ¿qué ocurriría si hubiera una amnistía generalizada, o bien si de pronto un plantel de jueces parciales borrara una a una todas las causas que pesan sobre la vicepresidenta, su familia y sus allegados? ¿Toleraría la gente semejante escándalo o lo tomaría como una burla? En todo el mundo los detonantes son hechos aparentemente irrelevantes, sucesos inefables que de un día para otro encienden un dispositivo que estaba adormecido y cambian la historia. Ya hay filósofos que hablan de un nuevo mayo del 68. Una brisa liberal que exige respeto a los derechos individuales recorre el mundo: quien no tome nota puede ser barrido por estos tiempos de furia.