La Argentina celebra en el mes de septiembre el llamado Mes de la Educación, con la celebración el día 11 del Día del Maestro y el 21 del Día del Estudiante. En este contexto es oportuno analizar cómo está la República en relación con sus obligaciones en la materia.
Comencemos por entender cuáles han sido los grandes acuerdos de nosotros, los argentinos, al respecto. Nuestra Constitución, como norma principal de la nación, en su artículo 14 estableció, en 1853: "Todos los habitantes gozan del derecho de enseñar y de aprender". Es interesante remarcar que los constitucionalistas fueron sabios: no se refirieron al derecho a la educación, sino que fueron un paso más allá y establecieron el derecho de aprender. La ley vigente que reglamenta el ejercicio de este derecho (26206) estableció, hace 12 años, que la educación es "obligatoria" desde el nivel inicial hasta terminar el secundario y que "la educación es una prioridad nacional".
Pues bien, pese a esta garantía constitucional y legal, los argentinos violamos este derecho humano (así declarado en el artículo 26 de Derechos del Hombre por la ONU) sin siquiera estremecernos por las consecuencias que tal violación supone. Y esto es grave, porque parecería que ni entendimos las consecuencias. Veamos por qué. Digámoslo sin tapujos, en la Argentina hay una violación flagrante del derecho de aprender y son muy pocos los que gozan de este derecho en forma integral: más del 50% de los alumnos que inician su educación obligatoria no la terminan y, dentro del marco de aquellos que sí logran finalizarla, los resultados indican que la mayoría no aprende lo que debiera. Si a esta dolorosa situación le sumamos una clara discriminación educativa, el escenario es más grave aún.
Tengámoslo claro: los sectores más desfavorecidos no reciben los recursos presupuestarios que la ley manda y "la igualdad de oportunidades y de resultados educativos" que el artículo 80 de la ley citada establece se convierte en una declaración vacía y alejada sustancialmente de la realidad que nos toca vivir.
Pero esto no se detiene acá. Se violan varias obligaciones más vinculadas al aprendizaje de calidad: no se cumple con los días mínimos de clase (los 180 días, que de por sí son pocos y no están en el promedio del estándar internacional), ni con la recuperación de esos días perdidos, ni con la extensión de la jornada, ni con la obligación que establece que la educación es prioridad nacional, entre otras disposiciones vulneradas.
¿Alguien podría decir, entonces, que ante este estado de situación en Argentina se garantiza el derecho de aprender? Lamentablemente, no y la consecuencia más grave es que cuando el Estado no logra que los alumnos aprendan, las escandalosas diferencias sociales se mantienen y se acentúan, y la escuela pública pierde su esencia, que es la de ofrecer posibilidades de enriquecimiento personal, movilidad social, crecimiento, habilitación para el ejercicio de la ciudadanía y un equilibrio social más justo.
¿Por qué llegamos a esta conclusión? Pues es muy simple. Los argentinos nos pusimos de acuerdo en establecer que la educación obligatoria finaliza al egresar del secundario. El hecho de no lograrlo implica lo contrario a la finalidad y los objetivos pretendidos para esa escuela media. Si la finalidad establecida en la ley fue habilitar "a los adolescentes y jóvenes para el ejercicio pleno de la ciudadanía, para el trabajo y para la continuación de sus estudios", justamente que no lo logren quiere decir que carecen de esa habilitación.
Para resumirlo, la realidad argentina de hoy nos muestra que más de la mayoría de los adolescentes y los jóvenes no cumple la educación obligatoria, lo que significa que no están preparados para ser cabalmente ciudadanos de la República. Y esta conclusión es grave. Tomemos conciencia: los argentinos no aprendemos. Es la sociedad quien debe exigir un cambio. La demanda por mejor educación debe provenir de un grito de la sociedad civil que nos una en un reclamo: aprender es un derecho.
El autor es presidente de Educar 2050.
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