La decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel no es nueva. Esta medida fue aprobada por el Congreso de los Estados Unidos con una mayoría abrumadora en las dos Cámaras en 1995 y permite el traslado de la embajada de ese país a la Ciudad Santa.
Sin embargo, la decisión del líder republicano no tendrá consecuencias inmediatas. En efecto, sus funcionarios se encargaron de advertir que el traslado de su misión diplomática va a demorar algunos años. Las preguntas claves que debemos hacernos no son si fue oportuna la decisión norteamericana de mudar su embajada o si Trump pasó la línea roja en el conflicto israelí-palestino con esta declaración. La clave radica en preguntarse a qué parte de Jerusalén se trasladará la embajada de Estados Unidos. En efecto, Trump reconoció a Jerusalén como capital del Estado judío pero se cuidó de definir tres cosas vitales: si la embajada estará en Jerusalén este u oeste; los límites de cada una de ellas y si podría ser Jerusalén este, o alguna parte simbólica de ella, capital de un futuro Estado palestino.
Todo esto se explica si tenemos en cuenta que, en 1980, Israel declaró a Jerusalén ciudad única e indivisa. ¿Qué implican esas dos palabras? Única: que no es Tel Aviv su capital. Indivisa: que nunca se va a dividir, frente a la pretensión palestina de tener en Jerusalén este su futura capital.
Por todo lo dicho hasta ahora, la reciente decisión de Trump fue de alto impacto público pero nula implicancia jurídica-diplomática. Absolutamente distinto hubiese sido declarar a Jerusalén capital de Israel y trasladar su embajada al sector este de la ciudad.
Estas no improvisadas faltas de definiciones explicarían hasta hoy por qué las reacciones de los países árabes y musulmanes no fueron más contundentes en sus discursos y sus acciones. Sin embargo, para tener un escenario más esclarecedor pero más complejo hay que agregar: el mundo árabe y musulmán está completamente dividido entre el sunita, liderados por Arabia Saudita y el chiita, por Irán. Ningún países del eje suní (Egipto, Jordania, monarquías del Golfo, entre los más importantes), por más opuesto que esté a la decisión de Trump, le va a hacer el juego incendiario a los ayatolá. Los más violentos fueron las organizaciones terroristas de Hamas y Hezbollah.
Ante el reiterado compromiso de Trump con la resolución del conflicto árabe-israelí y su declaración de que la decisión contribuye a la paz, podemos preguntarnos si es una jugada que nos acerca a vislumbrar una estrategia del republicano hacia Medio Oriente.
Esta hipotética doctrina podría constituirse en dos pasos iniciales para seguir siendo Estados Unidos un mediador confiable para israelíes y palestinos. No debemos olvidar que todas las soluciones pacíficas entre Israel y los países árabes (Egipto, 1979 y Jordania, 1994), como los acuerdos de Camp David con Yasser Arafat, fueron con el auspicio de Washington. En mi análisis, podría ser que la primera acción de Trump fue claramente favorable a Israel. Previo a hacer pública la decisión sobre Jerusalén, Trump anticipó al líder palestino y los de las naciones sunitas su primer movimiento.
En el corto plazo vendría el segundo paso de Trump. Este consistiría en una acción de alto contenido público beneficioso para los palestinos, pero de nulo impacto en términos jurídico-diplomáticos internacionales: el reconocimiento limitado de Palestina como Estado por parte de Washington. Frente a esta acción, a Israel solamente le cabría tragar la misma rabia que un tiempo atrás tuvo que enfrentar el liderazgo palestino frente a la decisión de Trump sobre Jerusalén. Solamente así Estados Unidos podría seguir presentándose como un actor confiable para ambos bandos.
Hasta hoy hemos visto únicamente el primer movimiento de piezas de Estados Unidos. Habrá que esperar el transcurso del tiempo para comprender si la decisión de Washington sobre Jerusalén fue parte de una estrategia más pensada y meditada o una mera reacción de un líder que observa el declive sin freno de la influencia de su país en el Medio Oriente y la consolidación del protagonismo de Rusia y su eje turco-iraní-sirio-libanés.
Además de lo anterior, podemos observar cuatro elementos adicionales que explican el declive del poder de Washington sobre esta región: la falta de apoyo para denunciar el acuerdo nuclear de 2015 entre Irán y el G5, los titubeos con respecto al tema Siria, el fracaso de su intervención en Irak, el descalabro en sus acciones entre las monarquías del Golfo Pérsico, entre los más importantes.
El autor es profesor en la carrera de Ciencia Política en la UB. Magíster en Relaciones Internacionales de Flacso. Candidato a doctor en Ciencia Política.
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