
Entre muchos episodios que rodean la vida de Pablo Picasso, pocos son tan entrañables como su relación con un perro salchicha que logró conquistar por completo al artista español. La historia comenzó en 1957, cuando el fotógrafo estadounidense David Douglas Duncan visitó al pintor en su residencia del sur de Francia acompañado de sus dos mascotas, un galgo afgano llamado Kubla y un cachorro de tres meses llamado Lump, cuyo nombre significa “travieso” en alemán.
Duncan, reconocido por su trabajo como fotógrafo de guerra y por su amistad con Picasso, relató para el periódico británico The Independent que el carácter juguetón del afgano no resultaba favorable para el otro can. “Hacía rodar a Lump por todo el apartamento como si fuera una pelota de tenis o de fútbol. No era malo, pero trataba al perrito como si fuera un juguete”. Buscando un respiro para el cachorro, el fotógrafo decidió llevarlo consigo a La Californie, la villa del artista ubicada cerca de Cannes, sin imaginar que el encuentro cambiaría para siempre la vida de ambos.
Apenas llegó, el salchicha se adueñó del lugar. “En cuanto salió del coche, el cachorro olisqueó el jardín, exploró todos los rincones interesantes de la villa y se instaló allí. Me dejó por Picasso”, relató Duncan. Desde ese día, el perro decidió quedarse con el pintor, quien lo acogió con afecto inmediato, marcando el inicio de una relación profunda y duradera que acompañó al artista durante los años más productivos de su carrera.
Lump, el centro del universo de Picasso

El artista siempre manifestó un interés especial por los animales, que consideraba una presencia esencial en su entorno creativo. A lo largo de su vida convivió con perros, cabras, palomas e incluso un búho, pero ninguno ocupó un lugar tan privilegiado como Lump. Según los relatos de Duncan para The Independent, el vínculo entre ambos fue excepcional: “Era una historia de amor. Picasso lo tomaba en brazos. Le daba de comer con la mano. Ese perrito se apoderó de la casa. Era el rey del hogar”.
El cánido dormía en la cama del artista y comía en su propia vajilla, un plato decorado con su imagen pintado por el propio Picasso. También convivía con otros animales domésticos de la villa, como un bóxer llamado Yan y una cabra de nombre Esmeralda. Lump gozaba de absoluta libertad, al punto de utilizar como urinario una escultura de bronce de más de dos metros que el artista conservaba en el jardín.
Duncan explicó que entre ambos existía una afinidad emocional difícil de describir: “Creo que Picasso lo quería porque ambos eran solitarios. Ambos eran capaces de una gran calidez, pero al final vivían en su propio mundo interior. Picasso solía decir que Lump no era ni un perro ni un humano, sino algo más”.
La conexión entre ambos quedó plasmada en una anécdota temprana que dio nombre al libro “Lump: el perro que se comió a Picasso”. En un intento por ganarse la simpatía del animal, el pintor dibujó un conejo en el fondo de una caja de pastel azucarada. El canino, encantado, se apoderó del dibujo y lo devoró.
De las Meninas a la despedida, un legado en el arte

La presencia de Lump también dejó huella en la obra del español. En 1957, mientras el fotógrafo documentaba la rutina del pintor, Picasso le mostró una serie en la que trabajaba: sus célebres variaciones sobre Las Meninas de Diego Velázquez. Según la información consultada en The Independent, en la composición original del maestro sevillano, un gran mastín ocupa el primer plano, pero en las reinterpretaciones de Picasso, ese animal fue reemplazado por Lump.
El salchicha se había convertido en una figura cercana, casi simbólica, dentro del universo personal del artista. La serie, compuesta por 45 versiones, fue posteriormente donada al Museo Picasso de Barcelona, donde se conserva hasta la actualidad. Para Duncan, este homenaje representa la inmortalización definitiva del pequeño teckel: “Ese cachorro de Stuttgart queda preservado allí para siempre en esta gran serie de pinturas de uno de los más grandes maestros del arte moderno”.
El vínculo entre Picasso y su perro fue, sin embargo, interrumpido años después. Seis o siete años tras su llegada a La Californie, Lump enfermó gravemente de la columna, un padecimiento común en los perros salchicha.
Cuando Duncan volvió a visitar al pintor, descubrió que el animal estaba en manos de un veterinario de Cannes que lo había dado por paralizado. “Conduje toda la noche con Lump hasta Stuttgart, dándole de comer galletas de mantequilla de cacahuete por encima del hombro”, recordó el fotógrafo. En Alemania, otro especialista determinó que el perro no estaba paralizado y comenzó un tratamiento de rehabilitación.
Tras varios meses, Lump recuperó parcialmente la movilidad y volvió a vivir con Duncan en Roma. “Después de eso, siempre caminaba un poco como un marinero borracho, pero tuvo una buena vida durante otros diez años. Solíamos llevarlo a todas partes en una bolsa de Pan Am”, relató.
Lump, nacido en 1956, y Picasso, nacido en 1881, murieron con sólo diez días de diferencia en 1973. Para Duncan, aquella coincidencia resumía la profundidad de una relación entre un genio y un pequeño perro que, sin proponérselo, se convirtió en su musa, su compañero y una presencia eterna en su obra.
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