
Fue una gran tragedia. Lo es aún hoy, cuando ya pasaron de ella treinta y ocho años. Y es una gran tragedia poco conocida, o casi desconocida, de la que hay poca memoria, como si el mar, que fue tumba de más de cuatro mil seres humanos, también se hubiera tragado la historia que debió ser recordada como lo que fue y es: el mayor desastre marítimo de la historia en tiempos de paz.
El 20 de diciembre de 1987, en las aguas del océano Pacífico que bañan el archipiélago de Filipinas, en un punto conocido como Dumali, en el estrecho de Tablas, cerca de Marinduque, un ferry filipino, el “Doña Paz”, chocó con el buque petrolero “Vector”, también filipino, que cargaba un millón de litros de petróleo, nafta y otros derivados, que era propiedad de la empresa Caltex Filipinas. El petrolero se incendió, las llamas alcanzaron al “Doña Paz”, el petróleo se derramó y el fuego incendió el mar; los pasajeros de los dos barcos quedaron atascados en una trampa mortal. El resultado, 4.385 muertos y los dos buques hundidos a quinientos cuarenta y cinco metros de profundidad.
¿Cómo pudo ocurrir un desastre semejante con tanta cantidad de muertos que supera tres veces a las víctimas del hundimiento del Titanic, en 1912, otra tragedia nunca olvidada? Las causas del choque no se conocen, las de la tragedia, sí. “Doña Paz” fue un barco con mal augurio. Había sido construido en 1963 por la empresa japonesa Onomichi Zosen, de Hiroshima, la ciudad que en esos años buscaba ponerse de pie después del bombardeo atómico estadounidense del 6 de agosto de 1945. Lucía con orgullo su nombre japonés, “Himeyuri Maru”, y mientras surcó las aguas japonesas, tuvo siempre una capacidad para seiscientos ocho pasajeros.
En octubre de 1975, el “Himeyuri Maru” fue vendido a Sulpicio Lines, una empresa filipina de ferrys de pasajeros, encargada de transportar a diario a miles de pasajeros. Filipinas es un país conformado por siete mil cien islas, islotes, cayos, bajíos, atolones y simples farallones. Pero ochocientos ochenta bloques de tierra son considerados islas y en ellas viven gran parte de los cincuenta millones de habitantes del país que tiene a Manila como capital. Navegar en Filipinas es una condición para la supervivencia, es también una industria y un negocio que encaran varias compañías de navegación: el año de la tragedia del “Doña Paz”, viajaron por agua en ese país once millones de personas.

Sulpicio Lines tomó al buque japonés, y le cambió el nombre. Con eso echó al olvido una vieja tradición supersticiosa del mar, que llega desde la época recóndita de piratas y corsarios y mantiene hasta hoy su oscura tradición: barco que cambia de nombre es candidato al desastre. Lo llamaron “Don Sulpicio” y le fijaron una ruta principal entre Manila y Cebú; fue uno de los dos buques insignia de la flota de ferrys de Sulpicio Lines. El otro buque insignia era el “Doña Ana”, más tarde renombrado “Doña Marilyn”. Filipinas fue dominio español desde que allí plantó su espada Fernando de Magallanes en 1521 y hasta ya entrado el siglo XX; luego de la guerra filipino-estadounidense, el territorio cayó bajo la influencia de ese país. El idioma oficial hoy es el inglés, el español fue abolido por la presidente Corazón Aquino, pero los apellidos con reminiscencias españolas son una norma extendida en todo el territorio.
El 5 de junio de 1979, como para hacer honor a la superstición corsaria, el “Don Sulpicio” se incendió en un viaje de Manila a Cebú. Viajaban 1.164 pasajeros, casi el doble de viajeros de cuando el barco era japonés; esa vez el buque tuvo la suerte de encallar: los pasajeros fueron rescatados del fuego, pero el barco quedó destruido. Pagó el seguro y Sulpicio Lines lo reparó, amplió su capacidad para transportar pasajeros y, en un verdadero desafío al Diablo, lo rebautizó como “Doña Paz”. Para entonces, el buque insignia de Sulpicio Lines ya era otro, el “Philippine Princess” que cubría la ruta Manila- Cebú, una de las tantas islas del archipiélago. Para “Doña Paz”, dos veces a la semana, quedó la ruta menos glamorosa de Manila-Tacloban, con regreso idéntico salvo una escala en Catbalogan, nombres extraños, también olvidados.
Entonces se abatió la tragedia. Entre la bruma del tiempo, a lo largo de más de tres décadas, algunas variables que llevaron a la tragedia salieron a la luz; como siempre pasa: la verdad tarda en abrirse paso hasta que pero por fin asoma. “Doña Paz” zarpó de Tacloban, Leyte, en su viaje de regreso a Manila a las seis y media de la tarde de aquel 20 de diciembre. Navegaba aguas históricas: la batalla del Golfo de Leyte, librada entre americanos y japoneses el 23 de octubre de 1944, terminó con la derrota de la armada japonesa y fue el principio del fin de la Segunda Guerra para el imperio que comandaba el emperador Hirohito.
Al mando del capitán Eusebio Nazareno, el buque hizo escala en Catbalogan con la esperanza de llegar a Manila a las cuatro de la mañana del 29. La historia oficial afirmó que el último contacto radial de “Doña Paz” con tierra fue a las ocho de la noche. Pero la verdad era que el buque no tenía equipo de radio a bordo. El petrolero al que iba a embestir, tampoco tenía equipo de radio. Uno de los pocos sobrevivientes de la tragedia dijo luego que a las diez y media de la noche el cielo estaba despejado y el mar un poco picado, nada del otro mundo. Según la investigación inicial que hizo la Guardia Costera de Filipinas, en el puente de mando de “Doña Paz” había un aprendiz de la tripulación que monitoreaba la navegación. Otros oficiales bebían cerveza o miraban televisión en el momento del accidente.

Al capitán Nazareno los testigos lo ubican en dos sitios diferentes; uno, en su camarote, mientras miraba una película en su equipo Betamax; el otro testimonio lo pone en una especia de fiesta verbenera a bordo. Nadie lo vio en el puente de mando. La teoría del desgobierno del ferry cobró fuerza con el testimonio del sobreviviente Salvador Bacsal que mencionó “música animada que llegaba de los cuartos de recreación”. Otro sobreviviente, Luthgardo Niedo, declaró que un compañero suyo, ambos eran soldados de la policía filipina, le habló de “una fiesta en curso con risas y música alta”, cerca del puente del barco con el capitán Nazareno como uno de los animadores.
Las autoridades nunca establecieron cómo y porqué “Doña Paz” embistió al petrolero “Vector”; tampoco quedaron vivos quienes podían aportar algún testimonio. Lo cierto es que cuando los dos buques chocaron, la mayoría de los pasajeros de “Doña Paz”, los que no estaban de juerga, dormían. Los despertó un fuerte golpe, algo sordo y metálico, y el pavoroso sonido del fuego que lo invadió todo. Un millón de litros de petróleo, nafta y químicos abrazó, y abrasó también, a las dos embarcaciones. Un sobreviviente, Paquito Osabel, describió cómo las llamas se extendieron y que el mar, alrededor de “Doña Paz” y “Vector”, también estaba en llamas: el agua era fuego. El policía Niedo relató que todas las luces a bordo se apagaron minutos después del choque, que no había chalecos salvavidas en el “Doña Paz”, que tripulantes y pasajeros corrían todos cazados, como conejos, por el pánico y que ningún miembro de la tripulación dio ordenes para calmar a los pasajeros o para intentar un salvataje. Investigaciones posteriores afirmaron que sí había chalecos salvavidas en el buque, todos en sus casillas bajo llave.
Entre las llamas del barco, que estaba condenado a hundirse, y las llamas del mar, los pasajeros eligieron el mar. Casi todos se arrojaron por la borda del “Doña Paz” para nadar en el horror; la mayoría murió calcinada, asfixiada por el humo o ahogada. Los que pudieron nadar algo, lo hicieron entre cadáveres carbonizados mientras usaban sus maletas como improvisados salvavidas: fue inútil, fueron tragados por el fuego y las aguas.
Dos horas después del choque, el “Doña Paz” se hundió hecho brasas y dos horas después se hundió el “Vector”: los dos se llevaron sus secretos y los de la tragedia a quinientos cuarenta y cinco metros de la superficie. Sin posibilidad de pedir auxilio por radio, por lo que fuere, humanos y máquinas quedaron a merced del desastre. Quiso el azar que uno de los tantos ferrys insulares hallara algunos sobrevivientes en aguas un poco alejadas de las llamas. Era el buque “Don Carlos”; su capitán, alertado por el estallido y las altas llamas, llegó a la zona del desastre una hora después para hallar al “Doña Paz” todavía en dudosa flotación. Los marineros del “Don Claudio” echaron una red para que los sobrevivientes, sálvese quien pueda, subieran al barco. Rescataron a veintiséis: veinticuatro pasajeros del “Doña Paz” y dos tripulantes del “Vector”, que eran parte de los trece marineros que viajaban a bordo.

Hubo una sobreviviente número veinticinco del “Doña Paz”. Fue Valeriana Duma, que no fue incorporada a las listas oficiales por las autoridades. Duma calló su tragedia personal y recién admitió haber estado en aquel infierno en 2012, para el programa de la cadena filipina GMA Network. El día del desastre, Duma tenía catorce años y fue la segunda pasajera más joven en salvarse. El primero fue un chico de cuatro años que nunca fue nombrado y que jamás dio testimonio, si es que su historia no es parte de la leyenda.
No hubo sobrevivientes entre la tripulación del “Doña Paz”. Los médicos del barco que se hizo cargo del improvisado rescate, atendieron quemaduras gravísimas entre los veintiséis rescatados. Sin noticias de la tragedia, las autoridades de Manila tardaron ocho horas en enterarse y otras ocho para iniciar las operaciones, ya tardías, de rescate.
¿De dónde es que surgieron cuatro mil muertos en un buque que, a tope, tenía capacidad para mil quinientos o poco más? Fueron los sobrevivientes quienes afirmaron que el barco cargaba cuatro mil personas: habían visto pasajeros que dormían la breve noche hasta llegar a Manila en los pasillos, en la cubierta del “Doña Paz” y hasta en literas con tres o cuatro viajeros cada una. Para esclarecer los números empezó entonces una danza de cifras, de documentos oficiales, de suposiciones y hasta de falsedades que pretendieron cubrir parte de la verdad, empequeñecer la tragedia, evitar cargar con pesadas culpas. La verdad tardó en llegar, como siempre pasa.
Sulpicio Lines se plantó en respetar el manifiesto oficia, el listado de a bordo del “Doña Paz” que había registrado 1.493 pasajeros y 59 tripulantes. Según la empresa, el ferry podía transportar 1.424 pasajeros, de modo que la sobrecarga humana era mínima, apenas sesenta y nueve pasajeros por sobre lo permitido. Pero tres días después de la tragedia, un nuevo manifiesto, ahora revisado, dio 1.583 pasajeros y 58 tripulantes en el “Doña Paz”, una cifra que incluía las 675 personas que habían abordado en Tacloban y las 908 que lo hicieron en Catbalogan. Sin embargo, un funcionario de Sulpicio Lines que quiso mantener su anonimato dijo a la agencia United Press International que, dado que era la temporada navideña y cuatro días después del inicio del trágico viaje iba a celebrarse la Nochebuena, la gente había trepado al barco y pagado su boleto, ilegal, un poco más barato que en las ventanillas de la empresa en tierra firme, sin que quedara registro ni de quién era el viajero ni de la cantidad de pasajeros que se sumaban al viaje del “Doña Paz”. El mismo funcionario dijo que quienes tenían en su mano “boletos de cortesía”, invitados especiales y chicos menores de cuatro años, ni pagaban importe alguno por el pasaje, ni figuraban en el manifiesto como pasajeros.

Cinco días después de la tragedia, el mar sólo devolvió veintiún cadáveres, todos pasajeros del ferry: sólo una de esas víctimas figuraba en el manifiesto oficial; de los únicos veintiséis sobrevivientes del desastre, apenas cinco figuraban en los papeles oficiales como pasajeros. En busca de más claridad, el 28 de diciembre, ocho días después del accidente, un funcionario de Samar del Norte, una provincia filipina que albergaban uno de los puertos de zarpada del “Doña Paz”, afirmó que al menos dos mil pasajeros del ferry no figuraban en los papeles oficiales del ferry. Basó ese número en una larga lista de nombres armada por familiares y amigos de las personas desaparecidas que creían que sus afectos viajaban en el buque la noche del siniestro: los nombres habían sido recopilados por la prensa y las estaciones de radio y televisión adonde habían llegado los desesperados pedidos de paradero. La lista completa de los dos mil pasajeros desaparecidos, apareció en las páginas 29 a 31 del Philippine Daily Inquirer que agregaba otro dato: entre los muertos figuraban setenta y nueve maestros de la escuela pública.
En febrero del año siguiente, la Oficina Nacional de Investigación de Filipinas se basó en entrevistas con familiares para afirmar que a bordo del “Doña Paz” había aquella noche trágica 3.099 pasajeros y 59 tripulantes, lo que elevaba la cifra a 3.134 muertos. Recién once años después, en enero de 1999 el informe de un grupo de trabajo presidencial, gobernaba entonces Filipinas el presidente Joseph Estrada, tomó registros judiciales y más de cuatro mil reclamos de indemnizaciones para establecer que la noche del 20 de diciembre de 1987 viajaban en el “Doña Paz” 4.342 pasajeros, menos los veintiséis únicos sobrevivientes y sumando a los cincuenta y ocho tripulantes, los muertos del ferry suman 4.374, cifra a la que había que agregar los once muertos del Vector, lo que elevaba el total de víctimas de la tragedia a 4.385.
El gran desastre casi olvidado conmovió entonces a buena parte del mundo. La entonces presidente filipina, Corazón Aquino, dijo que se trataba de: “Una tragedia nacional de proporciones desastrosas. La tristeza del pueblo filipino es aún más dolorosa porque la tragedia ocurrió con la llegada de la Navidad”. Un poco menos obvios, también enviaron sus condolencias el papa Juan Pablo II, el primer ministro japonés Noboru Takeshita y la reina Isabel II del Reino Unido. La revista Time describió el hecho como “el desastre marítimo en tiempos de paz más mortífero del siglo XX”.

Sulpicio Lines anunció el 23 de diciembre, tres días después del accidente, que “Doña Paz” estaba asegurado en 776.040 dólares estadounidenses y que estaba dispuesta a pagar a los sobrevivientes y a los familiares de las víctimas, según el manifiesto oficial del buque, una indemnización de 667 dólares a cada una. Una gigantesca manifestación marchó al Parque Rizal, en el corazón de Manila, para pedir una indemnización para las familias de quienes no figuraban en el manifiesto oficial del “Doña Paz”, y exigieron también que la empresa diera una explicación confiable sobre los desaparecidos.
Sin embargo, la Junta de Investigación Marina libró de toda culpa a Sulpicio Lines: las investigaciones encaradas a lo largo de los años habían revelado que el petrolero “Vector” operaba sin licencia, sin vigía, sin capitán calificado y con el timón averiado, lo que le obligaba a navegar en zigzag. La Corte Suprema filipina falló en 1999 que eran los propietarios del “Vector” los que debían indemnizar a las víctimas.
Finalmente, Caltex Filipinas, la empresa que había fletado el petrolero “Vector”, también fue absuelta de toda responsabilidad financiera.
Recién en abril de 2019, el buque “RV Petrel” localizó los restos de los dos naufragios. El “Petrel” era entonces un buque de investigación, propiedad de la Armada de Estados Unidos que operaba bajo bandera británica. Había pertenecido al millonario Paul Allen, cofundador de Microsoft. El buque devolvió a la superficie imágenes de video de los dos buques que recién vieron la luz en diciembre de ese año, ocho meses después del hallazgo. “Doña Paz” está hundido en posición vertical a quinientos metros de profundidad. A dos mil doscientos metros de distancia están los restos del “Vector”, en una posición parecida.
En el “Parque Pieta” de Catbalogan, un monumento recuerda a los muertos de la gran tragedia marítima del siglo pasado. Se alza junto a la Iglesia de San Bartolomé y al Colegio de Santa María de Catbalogan. Allí se reúnen, de vez en vez, sus familiares y amigos.
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