
Michel Simon fue el artista que llevó la excentricidad a un nuevo terreno y convirtió su vida y obra en un espectáculo insólito. Dueño de un magnetismo fuera de serie, pionero en desafiar límites y capaz de inspirar la admiración de figuras como Chaplin, su trayectoria cambió para siempre el rostro del cine francés.
De Ginebra a París: los primeros pasos de un rebelde
Nacido el 9 de abril de 1895 en Ginebra, Suiza, hijo de un vendedor de embutidos, Simon nunca encajó del todo en los esquemas familiares ni sociales. Creció rebelde, curioso y con una energía inquieta. Antes de dedicarse al teatro, trabajó como fotógrafo, boxeador y hasta aprendiz de panadero, pero ninguna ocupación logró retenerlo, según advirtió The Guardian.
Su temprana pasión por las artes dramáticas lo llevó a debutar en el teatro de su ciudad natal alrededor de 1920. Pronto, la inquietud lo empujó hacia París, en 1923, donde la efervescencia cultural encontraba su correlato con la personalidad indómita de Simon. En pocos años, forjó una reputación en la escena teatral, antes de saltar al cine con “La barraca de los monstruos” (1925) y participaciones memorables en títulos como “El difunto Matías Pascal” y “La pasión de Juana de Arco”.
En los foros parisinos, Simon fascina por su físico imponente, su voz grave y su capacidad para habitar personajes al margen: vagabundos, marineros, campesinos y marginados diversos. Rápidamente el cine francés supo que había ganado un actor capaz de borrar la línea entre lo real y lo interpretado.

El actor que revolucionó el cine francés
Mientras el cine europeo experimentaba el salto del mudo al sonoro, Simon se consolidó como el intérprete más versátil y cautivante de su tiempo. Fue dirigido por los principales nombres del período, entre ellos Jean Renoir, quien percibió en él una potencia fuera de lo común y lo convocó para filmes como “La Chienne” (1931) y “Boudu salvado de las aguas” (1932).
Sin temor a lo vanguardista, Jean Vigo lo eligió para “L’Atalante” (1934). Allí, Simon encarnó a Père Jules, un marinero tatuado, excéntrico y protector de animales, cuya presencia en pantalla desbordaba realismo y ternura. A lo largo de décadas, Simon actuó en más de 145 filmes y 40 obras teatrales. Participó en clásicos, abarcando desde el drama absoluto hasta la comedia grotesca.
En 1967, su actuación en “El viejo y el niño” sorprendió al público joven y le valió el Oso de Plata a la mejor interpretación masculina en Berlín. Ya entrado en años, Simon era sinónimo de genio: Charlie Chaplin lo denominó públicamente “el mejor actor del mundo”, aunque jamás llegaron a trabajar juntos en una película.

Método, espontaneidad y la obsesión por lo irrepetible
El arte interpretativo de Simon era magnético y desconcertante. Nunca repetía una escena: vivía cada momento delante de la cámara como algo único, convencido de que la verdad del instante no podía ser reproducia artificialmente. François Truffaut lo admiró abiertamente, afirmando que sus interpretaciones permitían “penetrar en el núcleo del corazón humano”. Críticos como Renata Adler definieron su presencia como “una inmensa, cálida formación geológica”.
Sin embargo, detrás de esa supuesta espontaneidad había una preparación meticulosa y una comprensión profunda sobre cada personaje. Simon era noctámbulo, perfeccionista y celoso de sus métodos. En palabras propias: “Vivo una escena como un instante, y una vez que ha pasado, ni Dios podría revivirla”.
Una vida de excentricidades y animales
El universo privado de Simon era tan fascinante como sus películas. Vivía en Noisy-le-Grand, cerca de París, en una casa donde los animales –especialmente los monos– eran sus auténticos compañeros. Construyó túneles de alambre por todo su hogar para que los simios circularan a placer. A Zaza, su chimpancé preferida durante casi veinte años, la lloró como a un familiar. Defendía sin tapujos la superioridad ética de los animales sobre los humanos y mantenía una postura pública antiviviseccionista.

Su afición por lo inusual se extendía a las colecciones. Reunía objetos extraños, fotografías y películas eróticas, piezas que llenaban su vivienda y alimentaban aún más la leyenda de su excentricidad. Simon transitaba la frontera entre lo genial y lo absurdo, siempre ajeno a la opinión de los demás.
Homenajes, premios y el impacto que no se borra
Reconocimientos no le faltaron. Además del Oso de Plata, recibió premios en Cannes, Venecia y Punta del Este. Fue homenajeado en vida y, tras su muerte, instituciones como el Museo de Arte Moderno de Nueva York le dedicaron retrospectivas.
El 30 de mayo de 1975, la cultura francesa quedó atravesada de duelo al anunciarse su muerte en Bry-sur-Marne, cerca de París, a los 80 años. El presidente Valéry Giscard d’Estaing lo definió como “una de las grandes figuras insustituibles de nuestra cultura”.
La tradición familiar perseveró en su hijo François, también actor. Sin embargo, pocos lograron capturar esa extraña mezcla de tierna humanidad, rebeldía y búsqueda constante de lo auténtico que definió cada aparición de Michel.
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