
El 6 de diciembre, en el santoral católico, las campanas repican no por un santo olvidado en las brumas de la historia, sino por un hombre cuya sombra se proyecta sobre nuestras chimeneas inexistentes en el hemisferio sur: San Nicolás de Bari, el generoso prelado de Myra que, a través de siglos de leyendas y marketing astuto, mutó en el regordete Papá Noel, ese anciano barbudo de rojo que nos susurra que la felicidad se mide en paquetes envueltos.
¿Por qué nos importa esta conmemoración litúrgica en pleno diciembre sureño? Porque en un mundo donde la Navidad se reduce a descuentos y luces LED, san Nicolás nos recuerda que la verdadera dádiva no es un gadget efímero, sino un acto de caridad que transforma vidas.
Imaginemos Licia, esa región rocosa de la actual Turquía, en el año 270 después de Cristo. El Imperio Romano aún respira bajo el yugo de emperadores caprichosos, y en Patara, un puerto azotado por vientos salinos, nace el 15 de marzo un niño llamado Nicolás. Sus padres, Epifanio y Juana, son de linaje acomodado, dueños de tierras fértiles y rebaños que pastan bajo el sol implacable del Egeo. Desde pequeño, el muchacho destaca no por caprichos infantiles, sino por una generosidad que roza lo profético: todo lo que recibe —frutas maduras, monedas de sus padres— lo reparte entre mendigos y huérfanos que merodean las murallas. “Dios nos ha dado tanto”, dirá más tarde, “sería un pecado no compartirlo”. Su tío, obispo de la región, ve en él un brote de santidad y lo ordena sacerdote aún joven, un gesto que en aquellos tiempos de persecuciones era más voto de fe que carrera eclesiástica.
La muerte prematura de sus padres lo deja heredero de una fortuna inmensa: viñedos, olivares y arcas rebosantes de dinero. Nicolás no duda. En un gesto que hoy nos parecería quijotesco, liquida todo y distribuye las riquezas entre los pobres de Patara. “No busco tesoros en la tierra”, confiesa, “sino en el Cielo”. Se refugia en un monasterio cercano, donde el silencio solo se quiebra por el rumor de las olas y el eco de sus oraciones. Pero el mundo no lo deja en paz. Peregrina a Tierra Santa, pisando los senderos donde Jesús multiplicó panes y caminó sobre aguas. En Jerusalén, ante el Santo Sepulcro, hace voto de imitar al Señor en la pobreza absoluta: nada de oro, solo la cruz al cuello. Regresa transformado, con el alma forjada en el desierto, listo para una misión que ni él imagina.

Llega a Myra, sede episcopal en la costa licia, en un atardecer de finales del siglo III. La ciudad llora la muerte de su obispo, y en la catedral —un templo humilde de piedra y mármol— los clérigos debaten acaloradamente sobre el sucesor. En esa era de concilios populares, el pueblo intervenía en las elecciones eclesiásticas, un eco democrático que contrasta con la jerarquía actual, donde hasta el párroco local se nombra en oficinas episcopales y el pueblo es convidado de piedra.
“Elegiremos al primer sacerdote que cruce el umbral”, resuelven, invocando la voluntad divina. Y he aquí que entra Nicolás, ignorante de la trama, con su hábito raído por el viaje. Aclamación unánime: “¡Este es el elegido de Dios!”. Así, con 30 años apenas, asciende a la cátedra de Myra, obispo de una grey amenazada por herejías y sequías. Su episcopado será un torbellino de caridad y milagros, tejiendo la tela de la que saldrá, siglos después, el manto rojo de Papá Noel.
Las hagiografías, esos tapices medievales bordados con fe y fantasía, relatan episodios que humanizan al santo. En Myra, un padre empobrecido por deudas y hambre decide —en un arrebato de desesperación— prostituir a sus tres hijas para sobrevivir. La dote para que sus hijas se puedan casar es un velo tejido con hilos de oro que exigían las costumbres, era un lujo inalcanzable. Nicolás, enterado en confesionario, actúa en las sombras de la medianoche. Tres noches seguidas, arroja por la ventana de la choza bolsas de monedas de oro, envueltas en paños para amortiguar el tintineo. La mayor se casa; la mediana encuentra pretendiente; la menor, al fin, un hogar digno. En la tercera entrega, el padre vela y atrapa al benefactor. Lágrimas, abrazos, y el rumor se extiende: el obispo es un padre para los desposeídos. De ahí sus atributos iconográficos: tres esferas doradas sobre el Libro de los Evangelios, símbolo eterno de su filantropía.
No solo de dádivas vive el santo. En el siglo IV, el arrianismo —esa ponzoña que negaba la divinidad de Cristo— envenena Oriente como un mal endémico. Nicolás, feroz guardián de la ortodoxia, viaja al Concilio de Nicea en 325, donde, según tradición, abofetea al hereje Arrio en defensa del Credo. San Metodio de Olimpo lo elogia: “Gracias a las enseñanzas de Nicolás, Myra fue la única metrópolis inmune al veneno arriano”. Otro prodigio: tres niños, secuestrados por un tabernero avaro, son degollados y salados en un barril para vender como carne. Nicolás, alertado por un sueño, irrumpe en la bodega, ora con manos extendidas, y los infantes resucitan, saliendo del tonel con risas inocentes. Patrono de la infancia para siempre, se le pinta con tres pequeños a su falda, guardianes contra los lobos del mundo.

El 6 de diciembre —345 o 352, las crónicas divergen—, Nicolás exhala su último suspiro en Myra, rodeado de clérigos que lloran como por un padre. Su fama trasciende Oriente: el emperador Justiniano, en el siglo VI, erige una basílica en Constantinopla (hoy Estambul) en su honor, donde peregrinos depositan ofrendas. Pero el islam avanza, y en 1087, ante la amenaza seléucida, marineros bareseños —de esa perla adriática en Italia— roban sus reliquias de la tumba episcopal.
Noche de tormenta: el barco danza en olas furiosas, pero una luz sobrenatural los guía a puerto. En Bari, sus restos son depositados en la catedral que pasará a llamarlo san Nicolás, pero ya no de Myra, sino de Bari. La urna es alojada en la cripta de la catedral y bajo la urna, surge un manantial de el “Manna di San Nicola”, brota aún hoy, un óleo fragante que cura fiebres y endulza el paladar, probado por papas y reyes. Será declarado patrono de Rusia (donde íconos lo muestran con espada), Grecia y Turquía; invocado en puertos holandeses contra naufragios, en minas alemanas contra derrumbes. En Argentina, su huella es profunda: la ciudad industrial de San Nicolás de los Arroyos, con su Virgen del Rosario; el barrio porteño homónimo y su parroquia basílica neoclásica; la catedral de la ciudad de La Rioja que lleva su nombre, y su imagen se replica por cientos de lugares.
Pero el santo no reposa en paz: el Renacimiento medieval lo rescata de los altares para las plazas. En Países Bajos, Bélgica y colonias neerlandesas, la víspera del 5 de diciembre es fiesta magna. Sinterklaas —eco lingüístico de San Nicolás— arriba en barco de vapor desde Alicante, España. ¿Por qué Iberia y no el Ártico? Historia pura: hasta el siglo XVII, Flandes y Holanda eran virreinato español, y la leyenda traslada al santo que habita en España. Desembarca en caballo blanco —Amerigo, fiel corcel— con mitra, báculo y pluvial roja, escoltado por Zwarte Pieten, pajes morenos que arrojan “pepernoten”, galletas especiadas, a niños expectantes. La llegada se transmite en vivo por TV nacional, en un país calvinista que, en la Reforma, intentó erradicar la fiesta por ser celebración católica, fracasó: se la secularizó como tradición popular. En Austria, Suiza, Alemania, Polonia y Chequia, el 6 de diciembre trae dulces a zapatitos junto a la chimenea, un guiño a su caridad discreta.
El salto atlántico ocurre en 1624: holandeses fundan Nueva Ámsterdam (futura Nueva York), cargando en bodegas la figura de Sinterklaas. Sobrevive a la conquista inglesa, y en 1809, Washington Irving publica Historia de Nueva York, parodia donde el santo vuela en carroza de cuervos sobre Manhattan, fustigando a los yanquis con un azote. Fonéticamente, Sinterklaas vira a “Santa Claus”. En 1823, Clement Clarke Moore inmortaliza el mito en su relato: “Una visita de San Nicolás” (“Twas the Night Before Christmas”), dotándolo de renos voladores —Dasher, Dancer, Prancer— y un trineo cargado de juguetes, entregados por la chimenea en Nochebuena, no el 6 de diciembre.
El golpe maestro llega en 1863: Thomas Nast, caricaturista de Harper’s Weekly, dibuja para tiras políticas un Santa regordete, con gorro en vez de mitra, cinturón ancho y pantalones en lugar de túnica. La revista, neoyorquina y de corte republicano, exporta la imagen a Inglaterra y Francia, donde se funde con Père Noël o Bonhomme Noël —“Padre Navidad”—, un bonachón con túnica talar que retiene ecos episcopales, pero de color verde. Los renos, emblema ártico, entran por la pluma de Moore, pero se popularizan en 1926: la Lomen Company, magnates del reno en Alaska (14.000 cabezas faenadas entre 1914 y 1929), alia con Macy’s para un desfile navideño. Trineos, cornamentas y villancicos inundan periódicos: Santa ya surca cielos polares.

La Gran Depresión de 1930 clama por alegría barata; Coca-Cola encarga en 1931 a Haddon Sundblom retratos anuales de un santa Claus risueño, fumador de pipa y bebedor de cola. No inventan el rojo —heredado de la pluvial obispal—, pero lo globalizan, quitándole cruces para no ofender a los judíos y musulmanes. La Segunda Guerra acelera: soldados yanquis exportan el ícono a Europa liberada, donde reemplaza belenes por “santa Claus”
En América Latina, el híbrido adopta nombres locales, reflejo de migraciones y sincretismos. En Argentina, Paraguay, Uruguay, Colombia y Ecuador, es Papá Noel —eco francés de “Père Noël”—. Chile lo llama “Viejito Pascuero”, un abuelo de poncho mapuche. Costa Rica, Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Honduras y Perú optan por “Santa Clós”, anglicismo masticado. Panamá, Venezuela, México, El Salvador, Guatemala y Nicaragua varían entre Santa Claus y simple Santa. En todos, eclipsa a los Reyes Magos —esos sabios persas de oro, incienso y mirra— con su llegada el 24, sin alusión al pesebre y al nacimiento de Cristo.
Así, en nuestras pampas de 35 grados, irrumpe con abrigo polar, sudando bajo pieles blancas, posando regalos en medias de lana sobre chimeneas fantasmales, tirado por renos inexistentes en el trópico. Si lo ven desmayado por insolación, tengan hielo: el golpe de calor es el precio del marketing. Las grietas entre San Nicolás y su clon son abismales. El obispo de Myra encarna el Evangelio: caridad anónima, defensa de la fe, resurrección de inocentes. Sus bolsas de oro liberan de la miseria; sus oraciones calman tormentas. Papá Noel, en cambio, es hijo del capitalismo: surge para inflar ventas, promueve un hedonismo cortoplacista donde la dicha es un iPhone desechable. Sustituye el Belén —nacimiento humilde de Cristo— por un taller élfico de producción en masa. Nicolás invita al compartir eterno, a la esperanza pascual; Claus, al “compra ahora, paga después”. En el sur global, esta farsa se agrava: regalos caros en monedas devaluadas, mientras el santo original susurra desde Bari que la verdadera Navidad es el pan partido con el hambriento.
Este 6 de diciembre elevemos una plegaria a San Nicolás. Que su “manna” cure no solo cuerpos, sino almas ahogadas en deudas navideñas. Porque en el fondo, el polo norte es un espejismo: el verdadero regalo llegó en un pesebre de Belén, y no requiere tarjeta de crédito para acceder, solo un corazón lleno de caridad y amor.
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