
Natascha Kampusch fue secuestrada el 2 de marzo de 1998 cuando tenía 10 años. El 23 de agosto de 2006 ella se liberó del hombre que la había sojuzgado y mantenido cautiva durante 8 años 5 meses y 21 días. O 442 semanas. O 3096 días.
Aquel día de agosto de 2006, cuando la joven ya era mayor de edad, reunió la fuerza suficiente para escapar de Wolfgang Priklopil, un hombre 26 años más grande, al que debía llamar “maestro”, al que debía obedecer y servir; un “paranoico de rostro delicado” que la maltrató y la hizo protagonista de una historia que solo existía en el “mundo enfermo de su mente”, según explicó la joven años más tarde.
Priklopil la raptó en la calle Melangasse del distrito vienés de Donaustadt cerca de la escuela en la que la niña estudiaba. La subió a su camioneta y la llevó hasta la casa donde la tuvo secuestrada en Strasshof, un suburbio de Viena, la capital de Austria.
Al principio se especuló con un problema familiar entre la niña y su madre que habría derivado en una fuga del hogar. Eso cambió cuando testigos afirmaron que la vieron subir a una camioneta blanca. También indicaron letras de la patente por lo cual se pudo identificar de qué zona era el vehículo. La policía entrevistó a los dueños de camionetas blancas de la zona a la que correspondía la patente, incluso a Priklopil.

El hombre que hacía trabajos de remodelación en su casa para los que usaba su camioneta y no tenía antecedentes penales, dijo que el 2 de marzo de 1998 había estado en su casa. Uno de los policías que condujo la investigación dijo años más tarde: “Era convincente, amable, cooperativo. No había motivos para dudar de su versión”. Se habían equivocado.
Horas después del secuestro Natascha le preguntó a su raptor: “¿Vas a abusar de mí?". “Eres demasiado joven para eso”, le contestó el hombre. Al principio su secuestrador le decía que, si sus padres pagaban el rescate, ella iba a poder volver a casa. Lo planteaba como un mero secuestro extorsivo.
Los días pasaron y ella empezó a darse cuenta de que ese no era el caso y su temor creció. Llegó a pensar que la iba a asesinar: “Estaba segura de que me iba a matar de todos modos, por lo que pensé que lo mejor era usar los últimos minutos u horas de mi vida de forma útil para intentar hacer algo... huir o hablar con él”, dijo alguna vez.

Durante los primeros tiempos el secuestrador para bañarla la metía desnuda en una palangana: “Me fregaba como si fuese un coche, sin ningún sentimiento, ni segundas intenciones”, recordó la víctima.
Los primeros dos años de cautiverio, Natascha no pudo ver el sol, estuvo en una mazmorra. En el sótano de su casa, el secuestrador había construido un calabozo. Era una pequeña habitación de 2,78 m por 1,81 m que no tenía ventanas ni aire fresco. En el techo había colocado un ruidoso ventilador. A ese reducto criminal se llegaba gateando por un hueco que, a su vez, estaba sellado por una puerta de acero oculta detrás de un mueble en el sótano de la vivienda que debajo del garaje. Un verdadero laberinto.
Luego, poco a poco, atada o vigilada, él la dejó subir a la planta baja, luego al primer piso, después la llevó a dormir en su cama atada. El criminal la obligaba a limpiar, pero tenía que hacerlo desnuda y mirando hacia el suelo. Con el paso del tiempo y el aumento de la confianza la dejó salir al jardín. También el secuestrador dejaba que ella lo acompañara a hacer compras en auto en negocios cercanos a la casa.
Cuando ella creció y empezó a acumular coraje, a rebelarse, él, vulnerable, reforzó los métodos de abuso a través de torturas y golpes. La dejaba sin comer. No le permitía salir del sórdido sótano. La ignoraba hasta que ella, temerosa de morir de hambre, se mostraba menos beligerante. Dijo que su “mayor espanto” fue morir como si estuviera enterrada vida.
Priklopil la amenazaba con matarla y matar a su familia si escapaba. Por un lado, le hacía temer y por el otro le daba libros y se involucraba en su educación. En esa relación enfermiza a la que forzó a la joven, convivían los festejos de cumpleaños y las celebraciones de Navidad o Semana Santa, con violaciones, golpes y humillaciones.
La dejaba a oscuras por mucho tiempo o la obligaba a mantenerse despierta hecho que lograba gritándole por un intercomunicador. Por un lado, le daba regalos y por el otro le quitaba alimentos. Llegó a pedirle perdón ya fantasear con una vida juntos.

Ella quería sobrevivir. Costara lo que costara. Un costo enorme fue soportar que la golpeara unas 200 veces por semana. También la obligaba a raparse la cabeza y la encadenaba a la cama: la trataba como a una esclava. “Me agarraba por el cuello, me sumergía la cabeza en la bacha de la cocina y me apretaba la tráquea hasta que perdía el conocimiento”, reveló Natascha. La repetía: “No sos Natascha, nunca más. Ahora me perteneces”.
Cuando habían pasado cuatro años desde el secuestro y Natascha cumplió 14, el secuestrador la llevó a su cama. El torturador le exigía cariño. La joven jamás habló de si hubo abuso sexual durante su cautiverio.
Aquel 23 de agosto de 2006 ella estaba ayudando a su secuestrador en la limpieza del auto. Una de las tareas que su cancerbero le permitía hacer. Sonó el teléfono y el hombre se distrajo en una llamada. Y entonces ella escapó.
Ese día, abrió la reja de la casa donde estaba encerrada, corrió los 30 metros que hay hasta la esquina. Y corrió, sin rumbo. Era una forma de pedir ayuda. “¡No me pises el césped!”, le gritó una vecina desde una ventana antes de llamar a la policía.
Las autoridades fueron a la casa y llevaron a Natascha a una estación de policía en la ciudad de Deutsch Wagram. La joven dijo, claramente, a los oficiales: “Soy Natascha Kampusch, nacida el 17 de febrero de 1988”. Los agentes no podían creer lo que sucedido. La chica a la que habían mal buscado estaba en libertad. La ineficiencia del trabajo policial estaba a la vista.
No alcanzaba conque ella diera el nombre y apellido y su fecha de nacimiento. Debía ser identificada: una cicatriz en el cuerpo y una prueba de ADN fueron suficientes. Era ella.
El secuestrador la intentó hallar durante un rato y perdido y con años de cárcel por delante, se suicidó arrojándose al paso de un tren. Antes llamó a un amigo y le confesó lo sucedido. El amigo dijo haberlo convencido de que se debía entregar a las autoridades. Pero el suicidio indica que no logró su cometido.
En el año 2010 ella publicó un libro llamado 3096 días en el que contó sus más de ocho años de cautiverio. Allí reveló, entre otras cosas, que varias veces ella quiso suicidarse: “Sabía que no podía pasar toda mi vida de esta manera. Sólo había una salida: quitarme la vida (...). A los 14 años, intenté varias veces estrangularme con prendas de ropa. A los 15, traté de cortarme las venas con una aguja de coser”.
No lo hizo. Padeció lo inenarrable y resistió hasta que llegó el 23 de agosto de hace diecinueve años, cuando volvió a ser libre.
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