
El radical José María Guido llevaba casi tres meses sentado en el sillón de Rivadavia como títere de las Fuerzas Armadas, con el Congreso “en receso” forzado y las provincias intervenidas, cuando la mañana del jueves 21 de junio de 1962, feriado de Corpus Christi, la estudiante de confesión judía Graciela Narcisa Sirota, de 19 años, salió de su casa del barrio porteño de Mataderos para encontrarse en el centro de la ciudad con uno o más compañeros con los que se iba a reunir para estudiar. No alcanzó a caminar más de dos o tres cuadras cuando se le cruzó en el camino una Estanciera gris de la cual bajaron tres hombres jóvenes que la desmayaron de un golpe en la cabeza y la subieron al vehículo.
Buenos Aires no salía todavía de la conmoción por el secuestro de otra chica judía, Norma Silvia Penjerek, de 16 años, ocurrido el 29 de mayo anterior y cuyo paradero seguía siendo desconocido. Se hablaba, en los términos de la época, de “trata de blancas”, de la acción de un pervertido y, también, de la venganza de un grupo antisemita contra su padre, Enrique –supuesto agente israelí– por la captura en la Argentina del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, que en el momento del secuestro de Norma había sido juzgado y estaba a punto de ser ejecutado en Israel. Eichmann murió en la horca tres días después, el 1° de junio, en Ramleh.

Graciela Sirota nunca supo cuánto tiempo estuvo inconsciente. Despertó en una habitación por obra del dolor: uno de sus secuestradores –un hombre joven– le estaba marcando el pecho con una navaja mientras otros dos le quemaban la piel con cigarrillos encendidos. Antes de volver a desmayarse escucho que uno de ellos le decía: “Por culpa de ustedes mataron a Eichmann”. Solo después sabría que los cortes con navaja que le hacían en el pecho eran para grabarle una cruz esvástica. Cuando recuperó nuevamente el conocimiento estaba tirada en una vereda de la zona de Primera Junta, cerca de la esquina de Rojas y Yerbal. No pidió ayuda y, todavía confundida, logró tomar un colectivo para volver a su casa.
Esa misma noche, acompañada por su padre, hizo la denuncia del secuestro y las agresiones en la Comisaría 42. Allí no la tomaron en serio y la denigraron: “Vos estuviste en una fiestita con unos amigos y como te negaste a hacer otra cosa te hicieron esas lastimaduras en el pecho”, le dijo el comisario. Sólo dos días más tarde, en otra seccional, le aceptaron la denuncia y se comprobaron las heridas en la piel. Quedó asentado, de todas maneras, que no había rastros del golpe en la cabeza que, según la declaración de la chica, le habían propinado en el momento del secuestro.
Pese a aceptar la denuncia, la policía no investigó. No se buscaron testigos, ni del momento del secuestro ni de cuando la chica fue abandonada en Primera Junta. En esta otra comisaría también cajonearon en caso, que no había tenido difusión en los medios. Para la Federal, Graciela Sirota más que una víctima era una sospechosa, porque a ella sí la investigaron para descubrir que, además de judía, también era comunista, uno de los partidos políticos prohibidos por el régimen títere de José María Guido.

Presiones sobre el gobierno
Todo cambió con la intervención de otros actores que pusieron presión sobre el gobierno para que se esclareciera el caso. La primera en tomar cartas en el asunto fue la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), que realizó una denuncia penal, acompañada por pruebas periciales. Sus máximas autoridades, el presidente Isaac Golberg y el vice Gregorio Faigon hicieron examinar a Graciela por dos médicos, uno judío y otro no judío, y los presentaron junto con un informe psicológico sobre el estado postraumático de la chica.
La institución israelita sí se tomó en serio el secuestro, al que caracterizó como parte –la más grave hasta entonces– de una ola de acciones y atentados perpetrados por grupos nazis y antisemitas como represalia a la ejecución de Eichmann en Israel. Por eso, además de presentar la denuncia penal, llamó a una inédita huelga de la colectividad para el 28 de junio, que se manifestó con el cierre masivo de comercios en los barrios de Once y Villa Crespo, tradicionales barrios judíos de Buenos Aires, al que se sumaron muchos otros comerciantes que no pertenecían a la colectividad. También realizaron actos de repudio diferentes sectores políticos, gremiales, universitarios, estudiantiles y no pocos referentes del arte y la cultura.
La DAIA también dio a conocer un duro comunicado donde calificó el secuestro de Sirota como “un episodio que no vacilamos en calificar de tremendo” que “lleva al paroxismo el clima de violencia promovido por el terrorismo nazi”. Al mismo tiempo, le envió un telegrama al presidente Guido, donde exigía: “Interpretando indignación y alarma colectivos reclamamos inmediata acción represiva y preventiva contra bandas nazifascistas que ofenden impunemente la dignidad humana y procuran destruir la democracia”.

La Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, donde Graciela Sirota estaba haciendo el curso de ingreso, también emitió el 27 de junio una declaración firmada por todo el Consejo Directivo encabezado por su decano, el prestigioso matemático Manuel Sadosky, al que se sumaron decanos de otras facultades que pidieron una entrevista con el ministro del Interior, Carlos Adrogué, para exigir que se investigara hasta las últimas consecuencias. El ministro, que había asumido el día anterior en reemplazo de Jorge Walter Perkins, no los recibió. Ese mismo día, la estudiante secuestrada habló en un acto de repudio en la Facultad de Medicina y denunció que el comisario de la seccional 42 le había dicho que estaba mintiendo y que lo ocurrido era producto de “una fiestita con tus amiguitos”.
El secuestro terminó de convertirse en un serio problema político para el gobierno cuando los principales dirigentes de los partidos –tanto los legales como los ilegalizados por el régimen– exigieron una actuación más firme de las autoridades nacionales contra la violencia antisemita. Los medios de comunicación recogieron declaraciones en ese sentido del radical Ricardo Balbín, el intransigente Oscar Alende, los socialistas Américo Ghioldi y Alfredo Palacios, e incluso de Raúl Matera, del peronismo prohibido.
Expuesto ante la opinión pública, el jefe de la Federal, capitán de navío (RE) Enrique Horacio Green, se defendió diciendo que el secuestro nunca había existido y que las denuncias eran un “invento del comunismo patrocinado por la DAIA”. En una reunión con Guido en la Casa Rosada, Green llegó a decir que la DAIA y Macabi buscaban tomar justicia por mano propia y usar la fuerza, lo que llevaría a enfrentamientos y a la alteración del orden público.

Tacuara en la mira
Mientras la policía seguía diciendo que el secuestro era una fábula inventada por oscuros actores políticos para crear un clima de inestabilidad social y el gobierno de Guido se hacía el distraído, todas las sospechas apuntaban al Movimiento Nacionalista Tacuara (MNT). Surgida en 1957 en el ámbito estudiantil y vinculada a la ultraderecha peronista, Tacuara era una organización falangista, nacionalista y manifiestamente antisemita que actuaba como grupo de choque y a la cual se le adjudicaban varios atentados terroristas. Con el tiempo tendría un desprendimiento por izquierda, el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT), muchos de cuyos miembros se integrarían más adelante a incipientes organizaciones revolucionarias armadas de mediados de los ’60, pero por entonces seguía unida sin fisuras bajo su ideología fundacional.
Como respuesta a las acusaciones, sus máximos dirigentes convocaron a una conferencia de prensa en un edificio del centro porteño, donde no solo negaron su participación sino que, en consonancia con la versión de la Federal, dijeron que el ataque a la estudiante había sido fraguado y que era en realidad una provocación de la colectividad judía contra el nacionalismo argentino. Además, entregaron un largo folleto de 32 páginas titulado El caso Sirota y el problema judío en la Argentina, donde defendía a los nazis calificándolos de “hombres que murieron como hombres, en procura de ideales que incluían la ambición de un mundo sin comunistas, de una Europa unida y de naciones libres para el cumplimiento de su propio destino”.
El secuestro y las torturas sufridas por Graciela Narcisa Sirota marcaron el punto más alto de la escalada de acciones antisemitas perpetradas en 1962 por grupos de ultraderecha en la Argentina como “represalia” por el enjuiciamiento y la ejecución en Israel del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann. Sus autores nunca fueron siquiera interrogados, pese a que la estudiante reconoció a dos de ellos como militantes de Tacuara que actuaban en su Facultad. La víctima, en cambio, quedó marcada no solo con la esvástica tallada a navajazos en su pecho sino también como activista política en los registros policiales: la Federal la detuvo a fines de junio de 1964, dos años después de su secuestro, por tenencia de “propaganda comunista”.
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