
El mundo habría sido muy distinto si los balazos hubieran dado en el blanco. Quién sabe cómo y cuánto hubiese cambiado, pero habría sido un mundo muy diferente. Si los seis balazos que el italiano Giuseppe Zángara disparó en Miami contra Franklin D. Roosevelt el 15 de febrero de 1933, hace noventa y dos años, hubieran dado en el cuerpo del entonces flamante presidente electo de Estados Unidos, si Roosevelt hubiera muerto ese día, tal vez Estados Unidos no habría salido del hondo pozo económico en el que estaba hundido por la Gran Depresión. O habría salido de otra forma y no, como planteó Roosevelt, con la instrumentación de una política intervencionista para sostener a los sectores más pobres de la población, para reformar los mercados financieros, para relanzar el sistema bancario que estuvo a punto de quebrar para provocar un cambio radical en las reglas de la política, y para recuperar la dinámica de la economía americana, que agonizaba entre el desempleo y las quiebras comerciales en cadena. Esa fue la política conocida como “New Deal”.
Con Roosevelt muerto, tal vez Estados Unidos que en 1932 tenía a un ejército ubicado en el puesto diecisiete en el mundo, detrás del checoslovaco, no hubiese emergido doce años después, como emergió, como una potencia militar mundial que había ayudado a derrotar al nazismo y había desarrollado la primera arma nuclear de la historia que terminó con el último brote de la guerra, el imperio japonés. Tal vez la Segunda Guerra Mundial hubiese tenido un destino diferente si Roosevelt moría aquel día de febrero de 1933.
Pero ninguna de las balas de Zángara dio en Roosevelt. Sí hirieron en el estómago al alcalde de Chicago, Antón Cermak, y a otras cuatro personas, pero Roosevelt, que estaba sentado sobre el respaldo de un auto descapotable, no sufrió ni un rasguño. ¿Qué hacía Roosevelt en Miami? Había viajado para descansar un poco. Había sido elegido presidente en noviembre del año anterior, había arrasado con su oponente, Herbert Hoover, que iba por la reelección y estaba acusado de no haber sabido manejar la crisis originada en 1929 con la caída de la Bolsa, una caída que se repitió en todo el mundo, ni de haber podido aliviar siquiera los estragos de la Gran Depresión. La campaña electoral de Roosevelt había sido agotadora, su asunción como nuevo huésped de la Casa Blanca estaba prevista para el 4 de marzo, de manera que unos días en Miami no le iban a venir mal al presidente electo, a quien habían votado para que diera vuelta la historia del país.

Roosevelt se llevó consigo a Antón Cermak, el alcalde de Chicago. Eran amigos, al menos todo lo amigos que se puede ser en política. Compartían convicciones, ambos eran demócratas, habían competido un poco antes de la convención que consagró candidato a Roosevelt, y los dos vivían en dos grandes ciudades: Chicago y New York (Roosevelt había sido gobernador de ese Estado) ambas jaqueadas por el delito, acosadas por la mafia y sus “familias”, en lucha constante por mantener los parámetros de la Ley Seca, que prohibía la fabricación, transporte, importación, exportación, venta y consumo de alcohol. Si la ley se pensó para frenar el delito, había fracasado.
De eso, y de la crisis financiera e inmobiliaria por la que atravesaba Chicago iban a hablar Roosevelt y Cermak en Miami. Lo hicieron a puertas cerradas el 15 de febrero. Después, Roosevelt, que padecía polio desde 1921 y tenía la mitad inferior de su cuerpo paralizado, salió a dar un paseo en un auto descapotable que se dirigió al Bayfront Park, frente a la bahía de Miami: el presidente electo quería testear su popularidad. El parque se llenó de inmediato de seguidores y curiosos que querían conocer a quien asumiría en semanas como presidente, y Roosevelt hizo lo que todo político hace en una ocasión semejante: improvisó un breve discurso de ocasión. Como bajar del auto era un pequeño drama y el presidente no era muy amigo de mostrarse en público en silla de ruedas, Roosevelt se sentó en el respaldar del asiento trasero y empezó a hablar. Su amigo Cermak se acercó para estrechar su mano cuando terminara: se paró en el estribo del auto, junto al presidente electo. A pocos metros de ambos, acechaba Zángara.
Giuseppe Zángara tenía entonces treinta y dos años. Había nacido en Ferruzzano, Calabria, y decía haber combatido en la Primera Guerra Mundial en la zona de los Alpes del Tirol. En 1923 había emigrado junto a su tío a Estados Unidos. Había vivido en Nueva Jersey y en 1929 se había convertido en ciudadano estadounidense. Era albañil y anarquista, casi iletrado, se ganaba la vida como podía, y podía poco, de estatura muy baja, medía un metro cincuenta y dos, y estaba dispuesto a seguir los preceptos del anarquismo: quería a matar a Roosevelt. Lo confesaría después del atentado a la policía de Miami, en una media lengua áspera y entre frases incoherentes: “Tengo un arma en mi mano. Mato reyes y presidente primero; y después, mato a todos los capitalistas”.

En el Bayfront Park, no demasiado lejos del auto del presidente electo, Zángara no tenía una visión clara de su blanco, que estaba expuesto y vulnerable: Roosevelt medía un metro noventa y dos y su cuerpo estaba por encima de las cabezas de sus entusiastas seguidores. Era el metro cincuenta y dos de Zángara el que le impedía la visión: su altura no le daba para dirigir el cañón de su arma al cuerpo del presidente: tenía que buscar un sitio elevado. Llevaba encima una pistola calibre 32 que había comprado en una casa de empeños. Lo que hizo entonces fue trepar a una de aquellas sillas metálicas plegables, tan comunes en los parques, para ver mejor al presidente: la silla se tambaleaba un poco, pero iba a servir. Zángara sacó su pistola y apuntó a Roosevelt a quien veía, con esfuerzo, por encima del sombrero de una mujer, que se llamaba Lillian Cross. El cañón de la pistola quedó junto a su sombrero y a su mejilla, Zángara gritó primero: “¡Demasiada gente se muere de hambre!” Y después, apretó el gatillo.
Al anarquista italiano no le faltaba razón: la gente pasaba hambre en Estados Unidos. El gran historiador estadounidense William Manchester, que murió hace dos décadas, describió: “En las zonas rurales de Pennsylvania los hombres comían raíces de plantas silvestres. En Kentucky comían la flor de las violetas, cebollas silvestres, nomeolvides, lechuga de bosque y hierba que antes sólo rumiaba el ganado. En las ciudades, las madres rondaban los mercados en espera de las hortalizas desechadas, que tenían que disputar con los perros callejeros”. Manchester sintetizó parte de la crisis que se había desencadenado, entre otras cosas, por unas serie de medidas adoptadas por Hoover que debieran haber provocado una recuperación, pero que en la práctica surtieron el efecto contrario. “Había que mantener los precios para proteger las inversiones. Al disminuir las ventas, se intentó reducir costos en base a echar gente a la calle. Los desempleados no podían comprar los bienes producidos por otras industrias, con lo que las ventas declinaron más todavía, ocasionando nuevos despidos y una retracción general del poder adquisitivo. Los agricultores se empobrecieron por la indigencia de los obreros industriales, quienes sufrieron las consecuencias de la crítica situación de los trabajadores agrícolas. Nadie tenía dinero para comprar los productos de los demás”.
Aquella nación castigada que Roosevelt estaba a punto de gobernar, y Zángara a punto de impedir que gobernara, era un país en formación. En febrero de 1932 el luego novelista Norman Mailer tenía nueve años; John Glenn, quien sería el primer astronauta en dejar la atmósfera, tenía diez; John Kennedy, que sería el 35° presidente de Estados Unidos, tenía quince años; David Rockefeller, diecisiete; el dramaturgo Tennessee Williams y el creador de la vacuna contra la polio, Jonas Salk, tenían dieciocho años; el mayor de aquella generación era un chico de diecinueve años que empezaba su último año de Historia en el Whittier College; estudiaba mientras atendía también el mostrador de las verduras en la tienda de sus padres: era Richard Nixon.
Lillian Cross, la mujer del sombrero, escuchó el grito de Zángara sobre la gente que se moría de hambre; giró la cabeza, el cuerpo y su brazo con un bolso acodado y, en un segundo, escuchó el disparo, sintió el calor que la pólvora dejaba en su mejilla derecha y vio cómo tres o cuatro personas se lanzaban sobre el asesino que disparó, sin apuntar, otros cuatro balazos. El primer disparo dio en el abdomen de Cermak, el alcalde de Chicago amigo de Roosevelt, que estaba trepado al estribo del auto del presidente electo. Los demás balazos hirieron en la mano a Margaret Kruis, de veintiún años, a Russell Caldwell, de veintidós años, que salvó su vida por milagro: la bala le dio en la frente pero no pasó más allá de la piel. También fueron heridos Mabel Gill, con una bala en el abdomen que no fue grave y el detective de New York William Sinnott: un proyectil le rozó el cuero cabelludo.

Zángara estuvo a punto de ser linchado por los seguidores de Roosevelt, que pidió a la multitud que entregara al asesino a la justicia. Mientras, Cermak era llevado con urgencia al Jackson Memorial Hospital. La leyenda dice que antes de que los médicos lo cargaran en la ambulancia, le dijo a Roosevelt: “Me alegra haber sido yo y no vos, presidente”. La frase fue citada por el Chicago Tribune, sin atribuirla a un testigo. Cierta o no, es la que figura en la tumba de Cermak, que murió diecinueve días después de ser herido por Zángara.
El asesino fue interrogado por la policía a la que dijo varias cosas poco coherentes: “No odio al señor Roosevelt personalmente, odio a todos los funcionarios y a cualquiera que sea rico”. Al FBI le dijo otra cosa, que su instinto criminal era producto de un permanente malestar físico: “Como me duele el estómago, quiero vengarme de los capitalistas matando al presidente. Me duele el estómago desde hace mucho tiempo”. Eso era verdad. Los médicos le habían diagnosticado una afección estomacal crónica e incurable; en 1926 lo habían sometido a una apendicectomía que sirvió de nada y que tal vez haya empeorado sus dolores. La autopsia, Zángara fue condenado a muerte y ejecutado, detectó luego cálculos y adhesiones en la vesícula biliar que podrían haber sido el origen de su mal crónico.
Zángara mantuvo su extraña conducta, a menudo desafiante, cuando fue juzgado de inmediato por cuatro intentos de asesinato, de los que se declaró culpable. Lo sentenciaron a ochenta años de cárcel y, furioso, el condenado le dijo al juez: “Cuatro veces veinte es ochenta… Juez, no seas tacaño, dáme cien años”. El juez, que sabía que el alcalde de Chicago estaba grave y que tal vez no sobreviviera a la herida, le dijo, con piadoso calma: “Tal vez luego haya más…”.
Hubo más. Cermak murió por peritonitis el 6 de marzo, dos días después de la jura de Roosevelt como presidente. De inmediato, Zángara fue acusado de asesinato en primer grado, del que también se declaró culpable. Fue condenado a morir en la silla eléctrica. Después de escuchar la sentencia, volvió a mostrarse fiero y provocador: “¡Dáme la silla eléctrica! ¡No le tengo miedo a esa silla! ¡Capitalistas, son criminales también! ¡Pónganme en la silla eléctrica, no me importa!”. Giuseppe Zángara fue ejecutado el 20 de marzo de 1933, dieciséis días después de la asunción de Roosevelt, en la silla eléctrica de la prisión estatal de Florida, en Rainford. El condenado estalló de furia cuando supo que no habría fotógrafos, ni cámaras de noticiarios de cine para registrar sus últimos momentos. Antes de morir dijo: “¡Viva Italia! ¡Adiós a toda la gente pobre de todo el mundo! (…) ¡Aprieta el botón! ¡Adelante, aprieta el botón!”. No era un botón, era una palanca. Y el verdugo la bajó.

La extraña conducta de Zángara, tal vez el tipo estaba un poco zumbado también, despertó unas cuantas especulaciones en torno a su verdadera intención. Las teorías conspirativas siempre surgen después de los hechos y son incomprobables, es parte de su encanto. Las que relacionaron a Zángara como sicario de la mafia italiana decían que su verdadera intención había sido la de asesinar a Cermak. El alcalde de Chicago le había plantado cara a la delincuencia que en aquellos años estaba personificada en dos jefes mafiosos: Frank Nitti cabeza de la “Chicago Outfit”, la mayor organización criminal de la ciudad, y Alfonso “Al” Capone. Cermak los había perseguido primero y acorralado por fin. En 1931, gracias a las investigaciones del agente federal Eliot Ness y sus famosos “Intocables”, y a Frank Wilson, el agente de la Unidad de Inteligencia del Servicio de Impuestos Internos de Estados Unidos, Capone había sido condenado por evasión de impuestos a once años de cárcel. Al año siguiente, Nitti salvó su vida por milagro de un ataque policial, fraguado como un tiroteo, en el que resultó herido en el cuello y la espalda. El juicio que siguió, echó una fuerte sombra de dudas sobre Cermak, alcalde flamante por entonces, que habría ordenado el asesinato de Nitti, que se suicidó en 1943.
Que Zángara era un sicario de la mafia que quiso asesinar a Cermak por venganza, es lo que sugiere Ronald Humble, autor del libro “Frank Nitti: The True Story of Chicago’s Enforcer – Frank Nitti: La verdadera historia del ejecutor de Chicago”. Pero en los noventa y dos años que pasaron desde el atentado de Zángara contra Roosevelt, no se encontró ni una sola conexión entre el albañil italiano y la mafia. Raymond Moley, ideólogo del “New Deal” y asesor directo de Roosevelt, que entrevistó a Zángara en sus días de prisión, creyó siempre que el italiano anarquista no era parte de ninguna trama secreta u oculta, y que su única intención había sido la de asesinar a Roosevelt.
Lillian Cross, la mujer del sombrero que salvó la vida del presidente electo, se convirtió en una heroína nacional, a su pesar. Era una mujer sencilla, discreta, de cuarenta y ocho años en febrero de 1933. Roosevelt la invitó a su juramento y le reservaron un sitial de privilegio en el palco de honor. También fue invitada a tomar el té en la Casa Blanca junto a Eleanor Roosevelt, la primera dama. El presidente le escribió una carta personal que decía: “Me resulta difícil encontrar palabras para expresarle mi agradecimiento por su heroísmo. Por supuesto, nadie puede calcular cuánto más grande y triste fue la tragedia que se evitó gracias a su coraje desinteresado y su rapidez de pensamiento”. Lillian Cross murió el 8 de noviembre de 1962 en Pinellas County, Florida. Tenía setenta y ocho años.
Roosevelt derogó la Ley Seca el 21 de marzo de 1933, diecisiete días después de asumir y al día siguiente de la ejecución de Zángara en la silla eléctrica de Florida. Era un símbolo, si se quiere apenas visible, de que algo empezaba a cambiar en aquel país en bancarrota.
El que dio una idea más clara de lo que se avecinaba fue el intocable Eliot Ness. Cuando le preguntaron qué iba a hacer ahora que la Ley Seca había sido derogada, el tipo contestó: “No sé… Supongo que me iré a tomar una cerveza”.
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