
“He liberado a la sociedad de un asesino”, dijo, orgulloso, Mario Poggi, segundos después de matar a un presunto descuartizador de mujeres. La frase fue una confesión. Dijo lo que estaba esperando escuchar del interrogado, Ángel Antonio Díaz Balbín, acusado de haber matado a veinte personas. A Poggi lo detuvieron los mismos que lo habían convocado, los mismos que habían cerrado la puerta para dejarlos solos. Lo juzgaron por un crimen premeditado y lo condenaron a doce años de prisión, aunque solo cumplió poco menos de cinco en el penal de San Jorge. Para entonces, tenía 47 años. Iniciaría su segunda vida, la del personaje.
Mario Poggi tenía en verdad un nombre más largo: se llamaba Mario Augusto Poggi Estremadoyro, era un peruano nacido en Lima el 3 de marzo de 1943, hijo de Rosa Estremadoyro, fundadora del colegio San Jorge de Miraflores y de Mario Poggi Cerebro, rematista de profesión, escolarizado en el colegio privado San Julián del barrio Barranco de la capital, egresado en 1960, fonomímico de distinguidos payasos locales a los quince años, psicólogo graduado de la Universidad Ricardo Palma, criminólogo recibido en la Universidad Católica de Lovaina de Bélgica, visitante en España, Francia e Italia, escritor de tres libros, esposo de la periodista Carmen Manrique Argüelles, padre de Karla Estela y Lorena. Era un hombre instruido, cosmopolita, que presumía formación profesional en Europa y se vanagloriaba de su vasta cartera profesional: psicólogo, escultor, arquitecto, politólogo y criminólogo.
Su vida tomó un curso de relativa normalidad hasta que el comandante Víctor Cueto Candela, jefe de la División de Homicidios, lo llamó. Recordó que Poggi había sido catedrático en la Escuela de Oficiales de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) entre 1981 y 1982. Sabía que el psicólogo también había sido ventrílocuo, artista, escultor y admitía que tenía formas algo excéntricas. Pero la coyuntura ameritaba su auxilio. Había un criminal suelto que tenía a Lima envuelto en pánico.

Se llamaba Ángel Antonio Díaz Balbín y había asesinado a puñaladas a su tía Genoveva Días y a dos primos en 1976. Era el principal sospechoso del crimen de la italiana Nina Barzotti. Hasta 1985 había estado detenido en el penal de Lurigancho, una prisión de hombres ubicada en las afueras de Lima y considerada hoy la más poblada de Latinoamérica. Gozaba de salidas transitorias por su buena conducta para estudiar o trabajar en un momento incómodo: mientras en la capital peruana la población vivía aterrorizada por la presencia de un asesino en serie. Por las calles y los basurales de la ciudad, entre diciembre del ‘85 y enero del ‘86 se encontraron bolsas negras con cadáveres desmembrados.
A Díaz Balbín, por sus antecedentes penales, lo llamaban “el vampiro de Breña”. Alfonso Díaz Vela, psicólogo del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), descubrió que la aparición de los restos de al menos veinte víctimas mujeres coincidía con las salidas vigiladas del recluso. La policía lo detuvo de inmediato. La prensa no le concedió la inocencia: lo denominaron automáticamente “el descuartizador de Lima”. Bastaba la confesión para enjuiciarlo, aplacar el pavor ciudadano y archivar el expediente. Necesitaban a Poggi.
Tenía 42 años y estaba desempleado. El sábado primero de febrero de 1986, un comisario de apellido Araujo le indicó: “El sospechoso está detenido, doctor, sólo debe ir el lunes a las oficinas de la avenida Wilson y comenzar nomás”. El criminólogo debía trazar un perfil psicológico del presunto descuartizador de mujeres o, preferiblemente, rescatar la confesión de los asesinatos.

No demoró más de dos encuentros en inferir que Ángel Díaz Balbín era el responsable de los crímenes. Pero el sospechoso no reconocía su autoría. El psicólogo apeló a distintas técnicas en el interrogatorio. No le impartieron límites. Lo incitó quitándole la comida y mostrándole fotografías de los cuerpos desmembrados. Lo provocó con teóricos “métodos científicos” instrumentados durante la Segunda Guerra Mundial. No consiguió más que silencio e indiferencia: el acusado era dócil pero impenetrable.
Al cuarto día, Poggi evidenció su miseria. El medio local El Comercio narró que el terapeuta recurrió al periodista Jorge Salazar de la revista Caretas para ofrecerle la primicia: “Puedo certificar que él es el descuartizador. He realizado muchas pruebas psicológicas, científicas. Es un peligro”, aseguró. Los policías no confiaban en su conclusión: exigían pruebas. Otros medios tampoco. Entregó los casetes de sus testimonios a cambio de dinero y coordinaron una sesión de fotos privada para el viernes 7 de febrero.
Víctor Chacón Vargas presenció el interrogatorio como fotógrafo particular del psicólogo. “Le puso una correa, le indicó que tenía que cortarle los brazos a un muñeco, hablaban de formas de cortar cuerpos. Poggi amenazó a Balbín de muerte pero nadie le tomó en serio porque creyeron que era parte del estudio”, recordó. Las fotos develaron el nivel de sumisión del acusado y la ansiedad del terapeuta por obtener la confesión.

Pero Díaz Balbín era un hombre duro de desgastar. El tiempo apremiaba. El plazo de prisión preventiva se terminaba y la principal testigo que dijo haberlo visto depositar una bolsa negra en la calle había declinado su testimonio. El sábado 8 de febrero de 1986 le mostró dibujos que el acusado debía interpretar. La estrategia tampoco sirvió. No había manera de que el sospechoso ratificara las versiones que Poggi y la policía intuían. Y la sociedad necesitaba calmar sus miedos con el autor de los asesinatos en la cárcel.
La noche del domingo 9 de febrero el psicólogo se volvió loco. En el cuarto de interrogatorios de la dependencia de la policía local, Poggi y Balbín se quedaron solos. El psicólogo le pidió intimidad al guardia para aplicar una técnica del tratamiento. El detenido estaba esposado con las manos en la espalda. El grabador del terapeuta tomó el diálogo previo al homicidio. “¡Así, no te muevas, no te muevas! ¡No te muevas, asesino! ¡Asesino, asesino! ¡Ya no matarás a nadie asesino! ¡Maldito!”. El relato fue publicado al año siguiente en el libro Poggi: la verdad del caso, escrito por Jorge Salazar.
El psicólogo mató al sospechoso. Ajustó la correa de su cinturón sobre el cuello del acusado y presionó hasta el final. Años después dirá que, mientras agonizaba, el acusado confesó los crímenes. Fue condenado a doce años de prisión por la Corte Suprema de Justicia, pero solo estuvo cinco años preso en el penal de San Jorge. En 1991 fue beneficiado por la ley de despenalización y hasta 1998 debió presentarse todos los meses en las comisarías. En 2001, cuando se cumplió un cuarto de siglo de su asesinato, le dijo a El Comercio de Perú: “Soy un héroe, los salvé de un monstruo”. La misma sentencia y el mismo orgullo con el que le informó el asesinato a los policías de la dependencia cuando abrió la puerta del interrogatorio.

Díaz Balbín murió sin confesar los asesinatos que presuntamente cometió. Después de su muerte y con Mario Poggi preso, los descuartizamientos siguieron apareciendo en las calles y los basurales de Lima.
Lo que siguió, además del miedo y del crimen de un inocente, fue la consolidación del Poggi personaje. Tras su liberación de la cárcel en 1991 por buena conducta, la faceta histriónica y excéntrica del psicólogo explotó. Vivió en una selva, se tiñó el pelo de verde, usaba pipa y lentes gruesos, se convirtió en una celebridad “freak” de la cultura peruana, se refugió en la farándula. Leía las cartas, hacía análisis psicológicos y jugaba al póker con cualquiera que se acercara a su banco del Parque Kennedy, estacionado en el corazón del barrio Miraflores de Lima, la capital peruana.
Todos lo conocían. Algunos también lo desconocían. Se había convertido en un personaje simpático, pintoresco. Vestía traje, andaba en bicicleta sin rumbo y en 2006 se autoproclamó candidato a presidente: su lema era “acompañame”, el partido político POGGI y su ideología, de derecha, oligarca y plutocrático. Deambulaba por una plaza con la soltura y el vaivén de la pertenencia. En su banco, vendía los tres libros que escribió: Mi primer pajazo, Yo sé que soy un imbécil y El decálogo de la correa vengadora.

Asimiló con orgullo el seudónimo “el loco del parque”. Los periodistas iban a preguntarle su visión sobre el clima social y político del país: él nunca defraudaba con sus elucubraciones y fantasías. Hablaba también de su crimen, en el que había quedado enfrascada toda su elocuencia. “No pude soportar que volviera a matar y lo maté, me sobrepasó”, calificaba sin eufemismos. “Fue un acto heroico y también un sacrificio”, recordaba. Era un hombre macabro, además de ser culto, profesor, actor y humorista. Sus interpretaciones, sus ocurrencias, sus divagues eran propios de un personaje querible, inofensivo. Le asignaron un espacio en la televisión basura peruana. Vaticinaba proezas y lecturas inverosímiles desde su banco de plaza, bajo la sombra de un árbol en la rotonda de los artesanos.
“Era su lugar favorito -dijo Melissa Poggi, su sobrina-. Me gustaba venir a hablar con él. Siempre fue muy misterioso y tuvo dos versiones de esa historia. Cuando estaba bien, me dijo que él no lo había hecho, sino que había sido culpado por la policía. Tiempo después, me dijo que sí lo había asesinado”. Su historia también fue película. Se iba a llamar Poggi, ángel o demonio pero el título definitivo fue Mi crimen al desnudo. La cinta de bajo presupuesto dirigida y filmada en 2001 por Leónidas Zegarra es una versión grotesca y erótica de su sórdido desenlace.
Su final fue quince años después, el 26 de febrero en el hospital Casimiro Ulloa, a sus 73 años después de no tolerar dos paros cardíacos. Murió como un linyera ilustrado, artesano, escultor, ventrílocuo, periodista, escritor, hablador de cuatro idiomas, un loco histriónico que se había escondido en las profundidades de la selva Ucayali luego de pugnar su pena y que regresó convocado por el fervor mediático para enseñar sus encantos como “arlequín melancólico”, la descripción que el periodista peruano Manuel María Orbegozo firmó en la revista En Lima.
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