Un animal enorme y misterioso aparece en una laguna patagónica. El revuelo es enorme. Clemente Onelli, el mayor especialista de su tiempo, organiza una expedición que sale en su búsqueda. La excursión tiene, como no podía ser de otro modo, un cariz más surrealista que científico.
Algo flota en la laguna. Tiene forma indefinida. Eso pareció pensar ese norteamericano que hacía años vivía en la Patagonia.
No se sabe bien cuando llegó al país. Tampoco a qué se dedicaba. Entre las mentiras suyas y lo que el tiempo deforma este tipo de historias, de la manera en que acomoda los hechos para que cuajen en la leyenda, casi todo alrededor de su vida es impreciso. Fue un poco antes del cambio de siglo. O un año después. No importa demasiado. Se llamaba Martin Sheffield. O, acaso, ese fuera un nombre inventado por él. Llevaba siempre en el pecho la estrella de sheriff que había traído desde Texas. Ese elemento, ese accesorio, lo proveía de autoridad aunque todos supieran que en la Patagonia no tenía ningún valor. Tampoco se separaba nunca de su revólver y de un viejo rifle. Cada vez que tomaba de más -sucedía bastante seguido- exhibía su puntería prodigiosa. Dicen que nunca erraba un blanco. Así fue destrozando botellas, platos, pulperías y bares por todo el Sur del país. Se dedicaba a buscar oro. Recolectaba, con paciencia, pepitas en los cursos de agua que recorría día a día, arroyos que descargan en el Río Chubut. En algún momento había colaborado como baqueano en las expediciones del Perito Moreno. Luego se casó con una aborigen; tuvieron doce hijos. En sus últimos años se dedicó a la ganadería.
El monstruo de la laguna
Este exótico personaje le escribió una carta a Clemente Onelli en 1922. Habló de un animal muy grande en la laguna de Epuyén en el sur argentino. Un monstruo pero con cabeza de cisne. Cuerpo de cocodrilo, tamaño de elefante, aletas, cuello largo. Un golem del reino animal. Primero, dijo en la carta, vio huellas enormes en la orilla. Las pisadas eran tan fuertes, tan poderosas, que dónde la criatura apoyaba el pie, ya no crecía el pasto. Eso indicaba que era de gran peso. Luego en el silencio de la laguna, al atardecer, escuchó el movimiento en el agua. Y ahí lo vio. El animal se asomó, se dejó ver por primera vez.
Onelli, que era un gran naturalista, como un médico que logra unir síntomas aparentemente inconexos, al leer la descripción tuvo la certeza de que ese animal era un plesiosaurio. No podía tratarse de otra cosa. Era un descubrimiento sensacional y nadie podía adelantársele. Difundió la carta de Sheffield acaso con una doble intención: conseguir apoyo económico y asegurarse de que no le ganaran de mano con ese animal extraordinario.
El entusiasmo y la posibilidad de quedar en la historia lo hicieron olvidar cierto recato y dio notas a los grandes diarios de la época. Periodistas de La Nación y de Caras y Caretas acompañaron la expedición que se armó de inmediato. Miembros de la alta sociedad porteña contribuyeron a financiar la aventura.
También se interesaron desde Estados Unidos. Dicen que el presidente norteamericano Edward Harding reclamó, al menos, un pedazo del animal para él y que ordenó que el famoso zoólogo Edmund Heller, tal vez el más prestigioso de su tiempo, se embarcara de inmediato para la Argentina. Hasta el Museo de Ciencias Naturales de Manhattan anunció el envío de especialistas.
No era para menos. Era la posibilidad de capturar a un animal prehistórico. La posibilidad de capturar un dinosaurio vivo.
La búsqueda del dinosaurio
Se desató una fiebre del plesiosaurio. Hubo una marca de cigarrillos con ese nombre, las marcas y los comercios lo utilizaban en sus publicidades, el tema ocupaba páginas enteras en los medios más importantes y hasta le escribieron un tango en su honor: “Yo soy un pobre animal buscado / por los ingratos y sin conciencia. Porque soy raro y también soy curioso / según dice la gente por allí. Dejemén solo aquí gozando / en la soledad de este lago / ¿Qué es lo que haréis con sacarme, si es en vano / llevarme vivo de este lugar?”
Hay que sumar otro ingrediente, una nueva misiva. Un tiempo antes, un canadiense también le había escrito a Onelli sobre un avistamiento. No en Epuyén pero también por la zona patagónica. El hombre le decía que en el lago Nahuel Huapi había divisado un extraño animal de unos siete metros de largo con cuello largo. El único inconveniente es que lo había visto hacía más de una década pero recién se atrevía a contarlo. A Onelli la carta le sirvió para agregarle interés e intriga a la expedición que estaba por lanzar, poco le importó encontrarle una explicación a los años de silencio.
Antes de seguir, detengámonos en Clemente Onelli. Sheffield no es el único personaje estrafalario de esta historia. Onelli llegó de Italia pero no como otros inmigrantes a intentar de trabajar de cualquier cosa. Él era alguien con una gran formación, sabía al menos siete idiomas y tenía una curiosidad inagotable. Fue científico, zoólogo, botánico, arqueólogo, paleontólogo, geógrafo y varias cosas más. Un renacentista de las ciencias. Trabajó con el Perito Moreno, lo acompañó en algunos de sus viajes al sur y se fue volviendo muy famoso. Dirigió el zoológico durante veinte años. Lo modernizó y lo popularizó. Era presa fácil de los caricaturistas, Hacía declaraciones estentóreas, hablaba de temas que interesaban a la gente pero que no eran demasiado conocidos y su aspecto generaba intriga y hasta causaba algo de gracia. Siempre con sombrero claro, unos grandes bigotes y ropa llamativa.
Durante las primeras décadas del Siglo XX, el mundo, la naturaleza, todavía podía sorprender. Los curiosos, los inquietos, podían encontrar tierras desconocidas, especies nunca vistas, fenómenos que aún no habían sido explicados. Todo era posible. Y la ciencia, muchas veces, convergía con la superstición, la imaginación y la fe.
Tal vez por ello, por ese espíritu de novedad, por esos horizontes infinitos, fue que Clemente Onelli, que debía ser el naturalista más prestigioso y con mayores conocimientos de su tiempo en Sudamérica, organizó esta excursión surrealista por la Patagonia en busca de un plesiosaurio. ¿Cuál era el problema? Se estima que los plesiosuarios están extinguidos desde hace unos 60 millones de años.
Detalles de la expedición
La expedición fue dirigida por Emilio Frey, geógrafo y hombre de confianza de Onelli. Con él fueron cazadores, otros científicos, baqueanos, hombres que se encargaban de las provisiones y, por supuesto, los periodistas. La integraban también investigadores norteamericanos que se habían interesado en la cuestión y aportaban parte del financiamiento.
Estaban muy bien pertrechados. Llevaban lazos hechos con cogote de guanaco y otros con cables de acero. La idea era, parece, atrapar al monstruo a la manera de los cowboys o de los gauchos con las boleadoras. También tenían arpones, rifles, cajas de municiones y explosivos. No queda demasiado claro si la idea era capturarlo vivo o muerto, si tenían algún tipo de preferencia. Los dos cazadores eran, posiblemente, los dos hombres con mayor puntería de Argentina. Onelli explicó que debían estar preparados para cualquier eventualidad. Que nunca habían estado en contacto con un animal prehistórico por lo tanto su conducta les resultaba impredecible. Pero también tenían reglas: “Se deben usar las armas solo en caso extremo y siempre la de mayor calibre y de proyectiles especiales. Se debe evitar por todos los medios el tiro a la cabeza, pues ésta es la pieza más importante del animal. Debe hacérsele dos, tres o más tiros en el pescuezo”, escribió Onelli en las instrucciones para los expedicionarios (y para tranquilizar a los conservacionistas) que debían ser cumplidas estrictamente durante la odisea.
Los cazadores hacían guardia toda la noche. De día sólo quedaba un centinela. Se suponía que el monstruo era de hábitos nocturnos. Por eso era tan huidizo. Nadie lo había visto por las mañanas. Pero cuando oscurecía todos se ponían alertas. Hubo cazadores que estuvieron con su arma encajada en el hombro y un ojo cerrado y el otro apuntando durante horas.
Gilbert los acompañó y les contaba de su experiencia. Señalaba diferente lugares del agua, explicaba por dónde solía aparecer. Antes de todo esto, apenas llegaron los forasteros, recibió el pago que había convenido de 2.500 pesos, una especie de recompensa por haber brindado la información.
Una de las estrategias que tenían, acaso en la que más confiaban más allá de la persistencia, era hacer detonaciones con dinamita de manera periódica para obligar al gran animal a salir a la superficie.
La expedición, como no podía ser de otra manera, fracasó. Cuando el invierno se aproximaba, regresaron. Sin el plesiosaurio, por supuesto. Que la especie se hubiera extinguida hacía millones de años, seguramente ayudó. Como que el lago se formó muchísimo después (hace 60.000 años aproximadamente) o que era de muy poca profundidad. Cuando a Onelli le preguntaron cómo alguien tan preparado como él se había dejado engañar de esa manera, dio a entender que él siempre lo supo pero que de esa manera había conseguido que se prestara atención a la Patagonia.
Tal vez a Onelli lo deslumbró la posibilidad de encontrar algo único.
La leyenda continúa
Con el tiempo esta historia del plesiosaurio se confundió con la de Nahuelito, el monstruo del Lago Nahuel Huapi. Pero son diferentes.
Cada nuevo avistamiento, cada nueva sospecha, cada movimiento apenas perceptible en el medio del lago, genera una ola de interés y parece confirmar cada una de las teorías y creencias sostenidas desde hace años.
Cada tanto parece que aparece. Alguien saca una foto borrosa o filma un video granuloso, a lo Zapruder. Entonces Nahuelito -nuestro módico Monstruo del Lago Ness- deja, cada cinco o diez años, pasa de ser una leyenda, una presencia dudosa, a una certeza. Encuestas recientes mostraron que casi la mitad de los habitantes de Bariloche creen en su existencia.
Desde hace varias décadas, él, Nahuelito, es el gran protagonista (ausente) de las aguas del sur de Argentina.