
El éxito de su clásico ensayo De la democracia en América eclipsó otros escritos de Alexis de Tocqueville ((1805-1858); es el caso, por ejemplo, de Recuerdos de la revolución de 1848, libro que, además ser un relato ameno y a la vez profundo de acontecimientos de los que fue testigo directo y protagonista -aunque secundario-, constituye una fuente histórica de primera mano.
Reeditado en Argentina por Editorial Claridad es un texto altamente recomendable, que se lee como una novela pero sembrada de agudísimas reflexiones políticas que, pese a que Alexis Henri Charles de Clérel, vizconde de Tocqueville era un hombre más bien conservador, aunque no necesariamente monárquico y para nada absolutista, su lectura de los hechos que va presenciando no está contaminada por el ideologismo que suele acompañar a las interpretaciones de la Revolución del 48.
Recordemos brevemente que, concluida la era napoleónica (1815), los Borbones intentan una restauración absolutista que durará 15 años, hasta que, en 1830, una revolución burguesa establecerá la monarquía constitucional (la llamada monarquía de julio) con Luis Felipe de Orléans en el trono.

Se abre entonces un período de orden y prosperidad, bajo la conducción de este "rey burgués", pero, como advierte Tocqueville reiteradamente sin ser oído, se sirve sólo a los intereses de una clase, la burguesía, desatendiendo las duras condiciones de vida de "los de abajo". Esto llevará en 1848 a una nueva revolución, a la abdicación de Luis Felipe y a la disolución de la Asamblea de la cual forma parte Tocqueville desde 1841.
Se convoca a elecciones constituyentes para redactar la nueva ley fundamental que dará nacimiento a la efímera Segunda República (a la que pone fin Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, proclamando el Segundo Imperio, en 1851). Tras la revolución, Tocqueville regresa a Normandía y se hace reelegir diputado para participar de las labores de la Constituyente.
Con la llegada de Napoleón III, se retira de la vida política y es entonces cuando escribe su obra cumbre, De la democracia en América, y otra que no llegará a concluir: El Antiguo Régimen y la Revolución. Muere en 1858.

Recuerdos de la Revolución de 1848, texto del que a continuación se reproducen algunos pasajes muy significativos, fue escrito entre 1850 y 1851, con los recuerdos de esas convulsiones todavía frescos.
Como bien dice Tocqueville, aunque las sociedades varíen, "la moralidad de los políticos que rigen los asuntos públicos es en todas partes la misma", lo que le da a su texto una evidente vigencia. Él no cree que actúen sin convicción, dice, sino que tienen "la facultad preciosa", hasta "necesaria en política, de crearse unas convicciones pasajeras según sus pasiones y sus intereses del momento, y llegan así a hacer bastante honestamente cosas bastante poco honestas".
RECUERDOS DE LA REVOLUCIÓN DE 1948 [extractos]
[Descripción de la Asamblea durante la Monarquía de julio, que será disuelta con la Revolución de 1848]
Yo no sé si jamás parlamento alguno (…) ha contado con un mayor número de talentos variados y brillantes que el nuestro durante los últimos años de la monarquía de julio. Pero puedo afirmar que aquellos grandes oradores se aburrían muchos escuchándose unos a otros, y, lo que era peor, la nación entera se aburría también al oírlos. El país se habituaba, insensiblemente, a ver en las luchas de las Cámaras unos ejercicios de ingenio, más que unas discusiones serias, y, en todo lo que se refería a los diferentes partidos parlamentarios -mayoría, centro, izquierda u oposición dinástica-, altercados interiores entre los hijos de una misma familia que tratan de engañarse los unos a los otros en el reparto de la herencia comùn. Algunos hechos resonantes de corrupción, descubiertos por azar, le hacían sospechar que por todas partes había otros ocultos, lo habían persuadido de que toda la clase que gobernaba estaba corrompida, de modo que el país había concebido por ella un desprecio tranquilo, que se interpretaba como una sumisión confiada y satisfecha.
[………………………………………………]
Así pues, unos días antes de la catástrofe, hice un aparte con M.Duchâtel en un rincón de la sala de conferencias, y le dije que el gobierno y la oposición parecían trabajar de acuerdo para llevar las cosas a un extremo que bien podría acabar siendo perjudicial para todos; le pregunté si no veía alguna forma honorable de salir de una situaciòn tan enojosa, alguna transacción digna que permitiese retroceder a todos.

[Sobre la sesión del 23 de febrero, víspera de la Revolución. El rey está intentando formar un nuevo gobierno]
Aquella desesperación no podrá extrañar si se tiene en cuenta que casi todos aquellos hombres se sentían atacados, no sólo en sus opiniones políticas, sino también en lo más sensible de sus intereses privados. El acontecimiento que derribaba el gobierno comprometía toda la fortuna de éste, la dote de su hija para aquél, la carrera de su hijo para aquel otro. Así era como estaban entrecruzados casi todos. En su mayor parte, no sólo se habían elevado con la ayuda de sus condescendencias, sino que puede decirse que habían vivido de ellas, y que aún vivían, y que esperaban seguir viviendo, porque, como el gobierno había durado ocho años, se habían acostumbrado a la idea de que duraría siempre, y estaban ligados a él por la inclinación leal y tranquila que se siente hacia la propia finca. (…)
Por lo demás, hay que reconocer que muchos miembros de la oposición habrían dado el mismo espectáculo, si se los hubiera sometido a la misma prueba. Si muchos conservadores no defendían al gobierno más que para mantener sus emolumentos y sus cargos, tengo que decir que, a mi parecer, muchos miembros de la oposición no lo atacaban más que para conquistarlos. La verdad -lamentable verdad- es que el gusto por las funciones públicas y el deseo de vivir a costa de los impuestos no es, entre nosotros, una enfermedad exclusiva de un partido: es el grande y permanente achaque democrático de nuestra sociedad civil y de la centralización excesiva de nuestra administración, es el mal secreto que ha corroído todos los antiguos poderes y que corroerá también todos los nuevos.

[Reflexiones luego de la disolución de la Asamblea]
Diré, pues, que, cuando me detuve a mirar atentamente al fondo de mi corazón, descubrí, con alguna sorpresa, un cierto alivio, una especie de alegría mezclada a todas las tristezas y a todos los temores que la revolución suscitaba. Sufría por mi país, a causa de aquel terrible acontecimiento, pero estaba claro que no sufría por mí mismo; por el contrario, me parecía que respiraba más libremente que antes de la catástrofe. Siempre me había sentido reprimido y oprimido en el seno de aquel mundo parlamentario que acababa de ser destruido. En él había encontrado toda clase de desengaños, tanto respecto a los otros como respecto a mí mismo. Y, para comenzar por estos últimos, no había tardado en descubrir que yo no poseía lo que se necesitaba para desempeñar allí el papel brillante que yo había soñado: mis cualidades y mis defectos eran un obstáculo. Yo no era bastante virtuoso para imponer respeto, y era demasiado honesto para plegarme a todas las pequeñas prácticas que entonce se necesitaban para un pronto éxito. (…) Yo había creído, equivocadamente, que obtendría en la tribuna el éxito obtenido con mi libro. El oficio de escritor y el de orador se obstaculizan màs que se ayudan. No hay nada que se parezca menos a un buen discurso que un buen capítulo. (….)
El fondo del oficio, para un jefe de partido, consiste en mezclarse continuamente entre los suyos e incluso entre sus adversarios, en hacerse oír, en prodigarse todos los días, en descender y volver a elevarse, a cada instante, para ponerse al nivel de todas las inteligencias; en discutir, en argumentar sin descanso, en repetir mil veces las mismas cosas bajo formas diferentes, y en enardecerse eternamente ante los mismos objetos. Y yo soy profundamente incapaz de todo eso. Me resulta incómoda la discusión sobre los puntos que me interesan poco, y dolorosa, sobre los que me interesan vivamente. La verdad es para mí una cosa tan preciosa y tan rara, que no me gusta exponerla al azar de un debate, una vez que la he encontrado: es una luz que temo que se apague, al agitarla. (…)
Lo que había acabado de disgustarme había sido la mediocridad y la monotonía de los acontecimientos parlamentarios de mi tiempo, así como la pequeñez de las pasiones y la vulgar perversidad de los hombres que creían forjarlos o dirigirlos.

Alguna vez he pensado que, si las costumbres de las diversas sociedades difieren, la moralidad de los políticos que rigen los asuntos públicos es en todas partes la misma. Y lo que es seguro es que, en Francia, todos los jefes de partido que he conocido en mi tiempo me han parecido casi igualmente indignos de gobernar, unos por su falta de carácter o de verdaderas facultades, y la mayoría, por su falta de virtudes de todo tipo. Casi nunca he podido descubrir en ninguno de ellos ese gusto desinteresado por el bien de los hombres que me parece descubrir en mí mismo, a pesar de mis defectos y de mis debilidades. (….)
¿Dónde estaba lo verdadero? ¿Dónde estaba lo falso? ¿De qué lado estaban los malos? ¿De cuál las personas de bien? En aquel tiempo, jamás pude discernirlo plenamente, y declaro que todavía hoy mismo tampoco sabría hacerlo bien. Los hombres de partido, en su mayoría, no se dejan desesperar ni enervar por tales dudas; muchos incluso no las han conocido nunca. Se los acusa, frecuentemente, de actuar sin convicción: mi experiencia me ha demostrado que eso era mucho menos frecuente de lo que se cree. Lo que ocurre es que poseen la facultad preciosa, e incluso, a veces, necesaria en política, de crearse unas convicciones pasajeras según sus pasiones y sus intereses del momento, y llegan así a hacer bastante honestamente cosas bastante poco honestas. Desgraciadamente, yo jamás he podido llegar a iluminar mi inteligencia con esas luces particulares y artificiales, ni a creer tan fácilmente que mi conveniencia estuviese de acuerdo con el bien general.
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