El director Pablo Larraín comenzó su carrera componiendo una especie de crónica de su país de origen, Chile, a partir de los monstruos que generó la dictadura de Pinochet. Sus primeras películas eran oscuras y estaban llenas de personajes silenciosos, ladinos, impostores, traidores o asesinos. Con la terrible El club, en la que se ponían de manifiesto los abusos sexuales perpetrados por miembros de la Iglesia, cerraría una etapa (que volvería a abrir de forma satírica con El conde) para introducirse en nuevos caminos de exploración expresiva.
Con Neruda se iniciaría en el ‘biopic’, pero alejándose por completo de las normas de la biografía convencional. Su perspectiva siempre ha sido contraria a los estereotipos, por lo que su acercamiento a sus objetos de estudio siempre ha sido desde una perspectiva inesperada y contada casi desde el punto de vista experimental.
Una trilogía con nombre de mujer
Jackie (2016) sería el inicio de un proyecto que lo llevaría a bucear en la vida de algunas figuras trágicas femeninas del siglo XX. Esta trilogía, que ahora culmina con María Callas, se ha caracterizado por varios elementos: las películas siempre han tenido nombre de mujer, el de su protagonista, cada una de ellas se ha adaptado a las particulares del personaje en cuestión, de manera que adquirían una personalidad independiente y, en todos los casos, su retrato se hacía en la más estricta intimidad, alejando a los personajes de su imagen pública y ofreciendo un descarnado acercamiento a sus más profundas frustraciones.

En Jackie Larraín practicó su estilo más minimalista y en Spencer casi compuso una historia de terror para contar de qué forma se sentía la princesa Diana antes de poner fin a su matrimonio con Carlos de Inglaterra. Ahora, en María Callas, el director se encarga de orquestar casi un cuento de fantasmas, los que acompañan a la protagonista, la gran diva de la ópera en sus últimos días antes de que la encontraran muerta.
Angelina Jolie se mete en la piel de esta crepuscular María para otorgarle una dimensión inesperada, frágil y rota, hundida en el pasado y en los recuerdos de esplendor, en los aplausos de los grandes teatros y en los enormes espectáculos que protagonizó, pero también en los abucheos, en el dolor que le causó el hombre de su vida, Aristoteles Onassis, y en todas aquellas figuras que se acercaron a ella solo por la fama.
Los últimos días de María Callas
Ahora, se encuentra encerrada en su mansión de París con tan solo dos únicos fieles acompañantes, su mayordomo, Feruccio (Pierfrancesco Favino), que la protege frente a todo, y su cocinera, Bruna (Alba Rohrwacher). Ha perdido la voz, que para ella lo era todo y, ahora pasa los días ‘narcotizada’ entre pastillas que esconde por toda la casa, perdiendo el sentido de la realidad por completo.

El director utiliza esta sensación de pérdida de la consciencia para componer un collage de recuerdos que fluyen en la pantalla de manera etérea y fantasmal, generando una sensación de duelo, de réquiem opulento dentro de esa jaula ornamentada en la que se encierra el personaje.
El trabajo de Jolie es absolutamente delicado y desbordante. Consigue quitarle la máscara a la cantante para convertirla en una presencia profundamente humana sin perder los ademanes teatrales que la caracterizaron. Por eso, también la dirección de Larraín bascula entre lo artificial de la propuesta a las dosis de emoción y sensibilidad más puras.
El director (y su actriz) reflexionan en torno a la fama y a la soledad, a la gloria y el desamor y en lo que significa perder la identidad dentro de un mundo en el que las apariencias parece ser lo único importante. María Callas se convierte en una pieza exquisita, con una fotografía en claroscuros del gran Edward Lachman y, en este caso, una banda sonora de la propia María Callas y algunas de sus piezas más representativas.
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