
Se podrían hacer una absurda cantidad de memes a partir del título de esta nota. ¿Por qué alguien que cumple sus objetivos estaría insatisfecho? ¡Problemas son otros! Sí, la estoy dejando muy servida para los relativizadores seriales que abundan en Internet.
Sin embargo, la problemática existe: es real. Hay quienes sufrimos del síndrome “nunca es suficiente”. Nunca, ningún logro va a alcanzar para dejarnos contentos con nosotros mismos. Podemos conseguir algo que añoramos durante mucho tiempo y, sin embargo, la naturalización del logro es tan rápida que la satisfacción por el mismo se evapora en cuestión de horas. Y automáticamente nos focalizamos en el siguiente objetivo.
Parece casi una obviedad la asunción de que un logro debería traernos felicidad. Si trabajamos por alcanzar un objetivo, cuando lo cumplamos vamos a estar satisfechos.
Sin embargo, nos entrenaron para que los logros vengan de forma escalonada: para conseguir algo, hay que hacer antes otra cosa; y luego pasamos al siguiente nivel. La escuela es el primer ejemplo claro de este punto: si aprobamos los exámenes, pasamos al siguiente grado. Y solo si aprobamos ese nivel, pasamos al que le sigue, y así sucesivamente.
No es que eso esté particularmente mal: es un sistema de recompensas que aceptamos y naturalizamos desde pequeños. La posible problemática que surge a raíz de este modus operandi es que nos acostumbramos a que todo lo que hacemos, lo hacemos porque después viene un objetivo mayor. Es como ir subiendo una escalera en la que cada escalón es un poco más grande que el anterior.
Insistiendo con la analogía de la escalera, la pregunta que surge es: ¿en qué momento alcanzamos el rellano? ¿En qué momento miramos hacia atrás y nos felicitamos por todos los pisos que subimos? ¿Es posible hacer eso mientras seguimos subiendo? ¿Es posible disfrutar de la subida pero aún así estar enfocado en llegar al piso de arriba?
Lamento decepcionarlos, pero no tengo respuestas a todas esas preguntas. Son dudas que me surgen a mí también mientras escribo esto.
Cuando era chico, mis papás estaban acostumbrados a que siempre me fuera bien en la escuela. No se sorprendían cuando aprobaba, porque era a lo que los tenía acostumbrados. Creo que esto pudo haber desarrollado en mí un hambre voraz por lograr impresionarlos de alguna forma, lo que me convirtió en una persona sumamente ambiciosa. Nunca nada me alcanza, siempre hay una montaña más alta para escalar.
Hay un concepto conocido llamado “síndrome del impostor”. Se define como un trastorno psicológico en el cual las personas exitosas no logran asimilar sus logros. No creo que refleje exactamente lo que mencionaba antes, dado que una cosa es no disfrutar los logros y otra muy distinta es no ser consciente de ellos. Sin embargo, lo traigo a colación porque resulta interesante la amplia variedad de formas con las que las personas pueden vincularse con sus propios logros.
Como última reflexión, me intriga pensar qué tanto de la forma en la que nosotros nos sentimos con nuestros objetivos cumplidos está influenciada por factores externos. En mi propia experiencia personal que cité más arriba, pareciera muy claro que la forma en la que me festejaban (o no) mis éxitos afectó mi personalidad. Pero, ¿puedo arrastrar al día de hoy vestigios de ello? ¿No llega un punto en el que somos lo suficientemente adultos como para reevaluar cómo nos sentimos con nosotros mismos sin necesidad de echar culpas afuera?
Mientras planteo estas preguntas sin respuestas, me encantaría invitar a quienes están leyendo esta nota a pensar cómo nos vinculamos con nuestros objetivos y nuestros logros. Podemos frenar un poco la vorágine y detenernos a felicitarnos. En la época en la que se pregona el amor propio como pocas otras cosas, es importante que guardemos un poco de esa evaluación perceptiva generosa para nuestros logros profesionales, personales y de todo tipo. Solo así podremos seguir subiendo la escalera: focalizados en alcanzar el rellano, pero satisfechos de cada escalón que hemos logrado ascender.
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